El presente artículo nos ofrece un recorrido por algunos de los principales desafíos a los que se enfrenta la institución universitaria planteados desde una perspectiva global. El texto nos invita reflexionar sobre la singularidad y relevancia de las universidades, destacando la importancia de su integración en las sociedades que las acogen.
ALFONSO GONZÁLEZ HERMOSO DE MENDOZA
En una entrevista de 1997 en Forbes , Peter Drucker dio su veredicto: “Dentro de treinta años, los grandes campus universitarios serán reliquias. Las universidades no sobrevivirán”.
Signos de fatiga
Cuando pedimos que hablemos de universidades es porque, más allá de la sensación sostenida en el tiempo de la necesidad de reforma, hay evidencias de que estamos ante una crisis que cuestiona la viabilidad del sistema universitario actual.
Estos signos de fatiga nos han llegado en un momento en el que la convivencia democrática demanda espacios de libertad para el conocimiento y la educación, de la misma manera que entidades capaces de organizarse en redes globales y abiertas desde las que contribuir al bien común con rigor, creatividad y reflexión crítica. Instituciones que desde su autonomía ofrezcan alternativas de futuro frente a realidades impuestas como inevitables e irreversibles, así como ante los cada vez más frecuentes y corrosivos discursos del odio. Si la dignidad de la persona y el compromiso con las generaciones futuras nos parecen peticiones radicales y totalmente irrealizables, la razón de las universidades se diluye en una realidad que necesariamente le resultará ajena.
Es esencial entender que el debate de las universidades trasciende el ámbito académico. Cuando se propone conversar sobre las universidades, de lo que se está hablando es de la transformación de sus entornos, del reconocimiento del papel de las universidades para la construcción de la convivencia democrática. De esta manera, la ampliación de los límites del debate sobre las universidades, habitualmente centrado en la financiación y el gobierno, se convierte en una cuestión esencial. Un momento en el que las tecnologías disruptivas se muestran descontroladas, de crisis climáticas en aumento e inestabilidad política, demográfica y económica global. Es un momento que exige más de las universidades, no menos.
Pedir mas Universidad es creer en la libertad, una decisión que, cómo nos ha demostrado la historia, ha resultado altamente ventajosa para el progreso de la humanidad. No podemos olvidar que el éxito de las instituciones universitarias en el último siglo ha venido de la mano del bienestar de las sociedades que las acogen. Universidades y comunidades han crecido en una relación simbiótica que trae su causa en la libertad academica que se garantiza a las universidades desde su autonomía. Una autonomía que, sin ingenuidades, se contruye en diálogo permanente con las presiones de las grandes corporaciones, los intereses locales, y las reclamaciones ideólogicas o partidistas, desde la legitimidad que confiere pertenecer a la comunidad académica global.
Autonomía que se concreta en la posibilidad de generar argumentos e ideas que desafían el poder político en campos tan diversos como las relaciones internacionales, la biología, la economía y la historia. Las universidades o son centros de pensamiento independiente y creativo, o no son.
El espíritu crítico de la universidad se hace más necesario hoy en la medida en que, ya no sólo la privatización del conocimiento nos conduce a la sensación de que las corporaciones pueden comprar en el mercado de los expertos la construcción de los relatos que legitimen lo que ya está sucediendo, sino que, abiertamente algunos poderes públicos han cambiado su visión del mundo creando las condicones para confundir la libertad académica con el terrorismo.
«Las guerras las ganan los profesores», ha dicho Putin. Él y Erdogan han cerrado universidades. El gobierno de Modi en la India ha arrestado a académicos disidentes, y Orbán ha creado fundaciones dirigidas desde el poder político para gestionar las universidades. Según se va restringiendo el espacio para una institución esencialmente crítica, y por tanto molesta como es la universitaria, la sociedad se va quedando más inerme y la fuerza de lo ineludible va agostando la democracia.
Urge incorporar nuevos elementos en una polémica que, si bien se presenta áspera en sus formas, en el fondo resulta confortable a los actores en tanto no cuestiona el status quo. Enmarcar el diálogo universitario en las disputas sobre quién decide y cuánto dinero público se aporta supone ignorar el debate esencial sobre el propósito de la institución, así como reducir la conversación a los políticos y universitarios, despreciando la oportunidad de hacer partícipe a la sociedad.
Por otra parte, primar la discusión sobre la financiación y el gobierno es coherente con los valores del gerencialismo que se han naturalizado en las últimas décadas en la vida universitaria. Así, ante los recortes y la inacción de los gobiernos más allá de los designios del mercado, las universidades públicas se han mostrado autosuficientes mientras crecía el número de estudiantes, el profesorado aceptaba la precariedad, el funcionamiento ordinario se mantenía pese al deterioro de las infraestructuras y, sobre todo, las sociedades mantenían su confianza.
Una ilusión de independencia que hoy parece imposible de mantener mientras emergen los damnificados y las contradicciones acumuladas se vuelven difíciles de superar sin conseguir un cambio radical de legitimidades. Una situación que adelanta un claro perdedor. En primera instancia, las universidades, en especial las públicas, abocadas a la entropía o a la lógica imposible de los mercados. Y en último término, la democracia. Las universidades se encuentran ante el reto de abordar una doble transformación: se espera de ellas que contribuyan a transformar el mundo, pero para ello, deberían transformarse a sí mismas.
El acuerdo llega a la necesidad de la transformación, más allá surgen las divergencias. Una parte de la academia, como el presidente de la Asociación Universitaria Europea (EUA), Josep Garrell señalo en el «Europe Universities Summit de Times Higher Education» piensa que las universidades deben centrarse en cambios incrementales y no en transformaciones radicales para protegerse de choques económicos y geopolíticos crecientes, ya que los cambios rápidos y la presión social pueden llevar a decisiones equivocadas si no se reflexiona adecuadamente sobre la dirección a tomar.
En contraste, otros miembros de la academia, como Stuart Coles, decano de la Universidad de Warwick, advierten en el mismo evento que las universidades se verán obligadas a transformarse rápidamente debido a la disminución de fondos y los ataques gubernamentales. Coles subraya la urgente necesidad de replantear qué se ofrece, cómo se ofrece, a quién se dirige y cómo se valora el acceso a la educación superior, en respuesta a una «innovación disruptiva» que está transformando el sector. Afirma que, para sobrevivir y prosperar ante los desafíos presentes y futuros, la universidad debe transformarse de manera radical y colaborativa, y que la educación superior será muy diferente en 2030 con respecto a la situación actual.
Puede que el principal lastre que se arrastran las universidades sea en palabras de Alex Gourevitch «la injustificada insularidad» en la que han desarrollado su actividad las últimas décadas, ignorando algunos de los valores que les son esenciales. Así, la universidad, como espacio de libertad, no puede olvidarse de garantizar que el «derecho a molestar» —en el sentido de incomodar, desafiar o discrepar— sea protegido, pues es justamente la confrontación de ideas, incluso incómodas, lo que enriquece el debate académico y social.
El otro lado de la moneda es que, esa libertad encuentra su límite en la intimidación y el acoso, que atentan contra la convivencia y la integridad de los miembros de la comunidad universitaria. La institución, por tanto, debe mantenerse neutral frente a las posturas políticas y defender la libertad académica de todos, asegurando que las normas de disciplina se apliquen solo ante pruebas claras de amenazas reales y no meramente ante sentimientos subjetivos de incomodidad, evitando así que el poder institucional se convierta en una herramienta de represión selectiva y preservando el campus como un lugar donde la voz de cada uno pueda ser escuchada y discutida
Como señala la profesora Meghan O’Rourke en NYT , «Si la batalla por las universidades se centrara solo en los presupuestos, la lucha podría ser diferente. Pero lo que se está cuestionando es algo más profundo: la capacidad de las instituciones para mantener las libertades que constituyen la base de nuestra democracia». La educación no es responsable de salvar a la humanidad, , y menos las universidades por si solas, pero sin sus aportaciones el futuro difícilmente será humano.
Para acercarnos a este debate, hemos identificado diez de los múltiples temas que están tensionando el funcionamiento de las universidades. Diez propuestas reticulares por las que se puede transitar de manera natural y que no tienen otro fin que servir para propiciar una conversación interesada sobre las universidades. En cinco de ellas se ha querido destacar que predominan los elementos externos, y en las otras cinco que responden más a razones endógenas.
Cuestionamientos externos
El cuestionamiento de la autonomía
La asunción del gerencialismo
Los avances que llevaron a la democratización en el acceso a la universidad trajeron consigo la respuesta de sectores sociales que dudan sobre si las universidades están facilitando a los estudiantes el aprendizaje que necesita la actividad económica, así como si proporcionan a las empresas la tecnología que demandan, o si son realmente eficientes en sus costes. Ideologías que propiciaron, desde el último cuarto siglo XX, la progresiva y silenciosa asunción de un nuevo proyecto político, convertir la universidad en una empresa de gestión del conocimiento.
Bajo esta visión las universidades pasan a ser consideradas fundamentalmente como un actor económico que desarrolla su actividad en un mercado global. Esta perspectiva se antepone a los objetivos que vinculan a las universidades a la atención de las demandas sociales, así como a la participación en la vida pública. Es importante destacar que estos cambios se imponen en la lógica universitaria con independencia de lo que recogen los convenios internacionales y los textos constitucionales sobre el derecho a la educación, la autonomía universitaria o la libertad académica.
Las propuestas del gerencialismo bajo el mantra de la descentralización y la gestión estratégica han transformado la vida académica y la gestión universitaria. La nueva agenda pretende que las universidades asuman, en competencia con otras instituciones de igual o distinta naturaleza, la responsabilidad de cumplir de la manera más eficiente posible la provisión de formación y conocimiento de acuerdo a las necesidades del mercado. Cualquier idea de la universidad como institución egregia que mantiene una relación singular con los intereses del Estado o el mercado laboral, ha sido sacrificada en el intento de seguir el incesante ritmo del mercado
La autonomía universitaria lo será sólo en tanto permita alcanzar estos objetivos. La pregunta que surge es; ¿se han convertido las univesidades en escuelas de negocio?. La trágica ironía de la victoria de la escuela de negocios es que podría suponer la muerte de la universidad.
Desconfianza en las universidades (públicas)
Nos sugiere George Steiner en sus memorias que, “Las universidades son, desde su instauración en Bolonia, Salerno o el París medieval, bestias frágiles, aunque tenaces. Su lugar en el cuerpo político, en las estructuras de poder ideológicas y fiscales de la comunidad circundante, nunca ha estado exento de ambigüedades. Están sometidas en todo momento a tensiones fundamentales”. Tensiones fundamentales que hoy en día se traducen en la desconfianza, cuando no en el cuestionamiento, por parte de los responsables políticos.
Bien sea por incompetencia, la gestión de las universidades tiene una alta complejidad técnica y política, bien sea por ideología, el gerencialismo es la tendencia políticamente dominante y el iliberalismo es emergente, la realidad nos muestra la enorme dificultad de un acuerdo entre las administraciones de tutela y las universidades que permita explicitar que esperan las sociedades de sus universidades.
El 42 por ciento de los votantes con título universitario votaron por el actual presidente Donald Trump, en comparación con el 56 por ciento de los que no tenían título universitario. Los expertos dicen que la brecha en función de los títulos no puede disociarse de la crisis de confianza pública de la sociedad en las universidades, y la urgencia para la intensificación del debate y la comunicación sobre el valor de la educación superior.
Un contrato que formule los compromisos sobre los que las universidades proyectarán su autonomía para la consecución del bien común y, en consecuencia, que establezca una financiación suficiente para su actividad. El desamparo de las universidades públicas en esta situación, unido a su pasividad y a las inercias centrípetas del autogobierno, las conduce a una situación entrópica.
El gerencialismo trasladó la consecución del interés público a la lógica de los mercados. A partir de esta visión son éstos los que marcan los objetivos de la actividad universitaria, y no podemos olvidar, los que determinan las formas de gestión, con las contradicciones insalvables que esto supone para las universidades sujetas al derecho público. En consecuencia, para las administraciones de tutela la autonomía universitaria pasa a percibirse como una amenaza que abre la puerta al desviacionismo y que, por lo tanto, debe controlarse desde una severa regulación y la progresiva desinversión.
Así, en la actualidad, los sistemas universitarios se encuentran ante una crisis financiera generalizada que se expresa en despidos, cierres o fusiones. Decimos generalizada porque es una situación que podemos encontrar tanto en los países referentes de la industria de la educación superior, como Estados Unidos, (dos tercios de las universidades muestran signos de estrés financiero), Reino Unido, Países Bajos Japón o Australia, como en el conjunto europeo continental. Según la Asociación Europea de Universidades (EUA) el 44 % por ciento de las universidades europeas informan de una financiación decreciente en los últimos cinco años, mientras que el 70 % identifican la falta de financiación como uno de los tres principales obstáculos para mejorar el aprendizaje y la enseñanza.
Crisis financiera que se ve ampliada y reforzada en el caso de las universidades de EEUU ante las presiones del nuevo gobierno federal para controlas ideológicamente , así como por las reducciones y el sesgo de los fondos destinados a investigación.
A las dificultades por la falta de recursos económicos hay que añadir otra no menor, como es una sobreregulación, en especial para las universidades públicas, sujetas a una fiebre regulatoria que limita en aspectos esenciales la autonomía y, además, burocratiza la gestión. La EUA pone de manifiesto que un 26 % de las universidades europeas declaran una pérdida de autonomía en los últimos cinco años. En este periodo un tercio de las instituciones en Hungría y el Reino Unido y alrededor del 40 % en los Países Bajos y Polonia indican una disminución en la autonomía durante el mismo periodo.
Hacia una gestión profesional o empresarial
La expresión última del gerencialismo es la creciente compra de universidades por parte de fondos de inversión, en operaciones, difíciles de prever hace apenas unos años, que superan los miles de millones de euros. Circunstancia, que unida a la creación de universidades por grandes corporaciones, parecería anunciar la progresiva asimilación de los sistemas universitarios por parte de los mercados de la educación superior.
Es lógico pensar que si aceptamos que los objetivos de las universidades los establece el mercado, serán estructuras empresariales las que terminen desempeñando las funciones de las universidades. De esta manera, parecería que salvar las universidades pasaría por destruirlas. La naturalización, consciente o no, del gerencialismo dentro y fuera de las universidades ha llevado a su descapitalización y a la progresiva deslegitimación social, colocando a las universidades tradicionales en una situación muy delicada de cara al futuro.
Sin embargo, la irrupción del gerencialismo no puede ser una coartada para olvidar que las universidades privadas, antes que empresas, sean quien sean sus titulares, especialmente si su formación es on line, son universidades. Así como tampoco puede servir para eludir los problemas internos de gestión que para la consecución del bien común presentan las universidades públicas.
Es en este apartado en donde hay que hacer una doble llamada de atención. Por una parte, en aquellas universidades que adoptan modelos de gestión corporativo y democrático sobre el grave peligro que supone ignorar la relevancia de las tareas vinculadas a la gestión administrativa. Justificados por la falta de personal, o motivadas por razones de control interno o de incentivos económicos, el personal docente tiende a ocupar posiciones que no corresponden con su condición, lo que lleva a la confusión y a un indeseable deterioro de la profesionalización de las actividades gerenciales.
Por otra parte, en las universidades con un modelo de gobierno meritocrático y profesionalizado se llega a hablar de «Guerra fria» a la hora de recoger el clima de creciente tensión y desconfianza entre el profesorado y los administradores universitarios. Situación provocada por la presión financiera derivada de la caída de matrículas y recortes presupuestarios, un entorno sociopolítico cada vez más polarizado, la disminución del profesorado con plaza fija, la creciente tecnocratización de la administración, y la percepción de falta de respeto y consulta mutua.
La autonomía universitaria también se expresa en una delicada singularidad en la gestión que demanda un rigor exquisito, equiparable al rigor académico, y una eficiencia y transparencia solo garantizable con independencia administrativa y profesionalización. La gestión universitaria también demanda una carrera profesional. Las universidades no preparan adecuadamente a las personas para ser administradores universitarios. Los estudios que evalúan el estado de la preparación formal para el liderazgo en la educación superior utilizan descripciones optimistas como «ausente», «mínimo» y «irregular».
Expresiones procedentes del mundo empresarial como stakeholders, networking, advancement, fundraising, capital campaigns o red folder, incorporadas sin el afán seductor de su uso del inglés, ofrecen aprendizajes imprescindibles para la profesionalización en la gestión de universidades. Mejorar la imagen institucional y su reconocimiento social, difundiendo su misión y logros, de la misma manera que incrementar la integración de sus comunidades en actividades académicas, culturales o de investigación o identificar y captar recursos financieros a través de donaciones, patrocinios y colaboraciones con empresas, son tareas que demandan una profesionalización y una estrategia institucional.
El paradigma de la excelencia
Parecería evidente que la organización del mercado global de la educación superior demandaría una jerarquización que facilitara la comercialización de la oferta formativa y del conocimiento, a la vez que sirviera para generar legitimidades políticas y sociales. Esta necesidad dio lugar desde el año 2003 a la aparición de los ránquines globales. Clasificaciones que miden y comparan la “excelencia” de cada universidad en el mundo a través de el impacto de su producción científica, y lo hacen de una manera competitiva y en términos absolutos. Bajo esta perspectiva el ejercicio de la autonomía universitaria pasa a ordenarse en torno al “ideal de Harvard”.
Con el beneplácito de las élites académicas, mayoritariamente confortables con este paradigma, los políticos convirtieron en causalidad la correlación existente en los países más desarrollados entre competitividad científica y competitividad económica (recordemos la célebre “paradoja europea”), y asumieron en su discurso la consecuente entelequia de la transferencia tecnología. La excelencia competitiva y el impacto académico pasa a ser el valor compartido que ordena las políticas universitarias, y lidera el debate mediático.
La importancia de los ránquines ha llegado a ser tal que, el número y posición de las universidades presentes en ellos pasó a ser considerado como un valor político en sí mismo, como una cuestión de Estado en la que se dirime la reputación nacional. Recordemos las políticas que, con mayor o menor criterio y recursos a la hora reorganizar sus sistemas universitarios, llevaron a los “Campus de excelencia” en España, la “Exzellenzinitiative” en Alemania o la «Opération Campus» en Francia.
Es de destacar que, más allá de la convergencia entre patriotismo y negocio, algunas de las universidades mejor situadas en los ránquines como Harvard, Yale o Berkeley (EEUU), Rhodes (Sudáfrica), Zúrich (Suiza), Utrecht (Países Bajos) están cuestionando abiertamente su valor y retirando su participación.
Tan es así que los responsables de los ránquines saben que, después de veinte años de indudable éxito, para mantener su modelo de negocio soportado en ser los referentes en el marketing de los mercados globales de la educación superior, necesitan modificar sus productos. Para ello están incorporando nuevos indicadores vinculados a la satisfacción de las empresas o a la empleabilidad de los egresados, así como están creando familias de ránquines que ofrezcan una visión menos simplista de lo que realmente es y aporta una universidad a la sociedad.
La dificultad de medir la eficiencia en las universidades
Frente a la aceptación generalizada e inopinada por parte de universitarios y políticos de la jerarquización y ordenación de la educación superior que suponen los ránquines globales, es de destacar que Naciones Unidas, a través de la Universidad de Naciones Unidas, alertaba recientemente de la subversión de valores y de los riesgos que trae consigo referenciar las políticas de las universidades a sus objetivos. “Estas clasificaciones impelen a las universidades a subordinar su misión en la lucha por ascender en unas clasificaciones consideradas injustas y depredadoras”, señalaba.
Encontrar outputs adecuados para medir el rendimiento de las universidades es un desafío fundamental porque la educación superior no se ajusta a los marcos tradicionales de eficiencia utilizados en otros sectores. La investigación existente sobre eficiencia universitaria se basa en modelos microeconómicos que no funcionan bien, ya que no está claro qué debe considerarse como output.
Se pueden cuantificar métricas como horas de docencia, créditos impartidos o artículos publicados, no todo lo valioso puede ser contado ni todo lo que se cuenta refleja el verdadero valor aportado. Por tanto, la dificultad radica en que la educación superior produce múltiples resultados, muchos de ellos intangibles o difíciles de medir, y los indicadores actuales suelen servir más para el consumo interno del sector que para demostrar su valor real ante la sociedad.
.En el reto de encontrar nuevas métricas, tanto para la gestión interna, como para la rendición de cuentas a la sociedad, por más que sea una tarea compleja técnica y políticamente, las universidades se juegan su reconocimiento futuro y su función social. Las universidades, y de manera especial las públicas, necesitan un acuerdo social sobre los indicadores que deben medir lo verdaderamente importante de su actividad. Información que debe servir de soporte para una evaluación consensuada sobre lo que queremos como sociedad poner en valor con su actividad.
Cada vez son más las universidades que renuncian a sacrificar la admisión y el éxito estudiantil a los parámetros de los ránquines de investigación y las instituciones del prestigio de la Fundación Carnegie para el Avance de la Enseñanza y el Consejo Americano de Educación que plantean priorizar en sus clasificaciones las que han llamado «universidades de oportunidad» que soportan su valor en el impacto real en su estudiantado de acuerdo con sus condiciones concretas.
Competición, cooperación y «coopetición»
Más allá del gerencialismo o de la adaptación de criterios empresariales en la gestión, el imperativo de la búsqueda de recursos en el mercado ha justificado, lo que podríamos llamar el lado oscuro de la autonomía universitaria. Las instituciones, y los académicos individualmente, han adoptado estrategias de gestión desconexas e ineficientes. Propuestas soportadas en una competición en todos los ámbitos de gestión e incluso de programación académica, sin que las administraciones de tutela hayan sabido, salvo excepciones, establecer criterios de coordinación.
El modelo de «coopetición» sugiere que las universidades pueden beneficiarse de economías de escala, compartiendo servicios y reduciendo costos, de mejoras de la eficiencia al estandarizar y compartir servicios y de fomentar la innovación, al hacer comunes mejores prácticas y conocimientos entre las instituciones. Propuestas especialmente relevantes en el ámbito de la soberanía tecnológica de las universidades y de la ineludible incorporación de tecnología, pues, las principales barreras a la colaboración no son tecnológicas, sino culturales y de procesos.
Al mismo tiempo las universidades pueden mantener distintos niveles de competencia en aspectos clave como son: la calidad de su investigación, la innovación en la enseñanza o el impacto social de sus programas; las experiencia que ofrecen a los estudiantes, incluyendo oportunidades extracurriculares, apoyo al bienestar y enlaces con la industria, o la cultura institucional, pues la misión y los valores son esenciales para atraer a estudiantes y personal que se alineen con esas características distintivas de cada universidad.
Universidades; globales y locales
Las universidades tienen la oportunidad de demostrar su importancia no solo a nivel mundial y nacional, sino también para sus comunidades locales. Sin embargo, no siempre se considera a las universidades, o no siempre se ven a sí mismas, como parte de estas comunidades. Corresponde a las universidades liderar este cambio y promover su compromiso con el desarrollo sostenible de los territorios en los que se encuentran.
Las universidades pueden trabajar no solo en, sino también con, sus comunidades locales, y deben hacerlo de manera amplia capaz de abarcar a todos los propósitos de la educación superior. Los gestores, el profesorado y los estudiantes deben percibir la comunidad local como algo propio, y no solo como una lugar en donde vivirán durante un período más o menos largo de sus vidas.
Reposicionar las universidades en relación con sus comunidades es una respuesta posible que las refuerza de cara al siglo XXI. En un momento crítico como el actual, en el que de manera generalizada se manifiesta una situación insostenible debido a sus problemas financieros, reivindicar las universidades como instituciones de anclaje comunitario parece una opción poderosa, si no la única, para fijar un propósito a las universidades en la sociedad actual. Estas instituciones desempeñan un papel clave en el desarrollo local debido a su presencia significativa y su compromiso a largo plazo con el territorio.
Es fundamental considerarlas desde su condición de grandes empleadores y compradoras de bienes y servicios, que controlan activos físicos importantes y mantienen relaciones profundas con la comunidad. Asimismo, es crucial valorar su misión educativa y de investigación, intrínsecamente ligada a la mejora del entorno local, contribuyendo a la economía, la cohesión social y la innovación.
No es casualidad que estas ideas coincidan plenamente con las propuestas que emanan del Libro Blanco sobre la Devolución de Competencias del gobierno inglés, publicado en diciembre pasado. Las universidades que no están integradas en sus comunidades locales corren el riesgo de generar cada vez más resentimiento. El peligro común es que los residentes locales las perciban como parte de grandes estructuras de poder distantes. El Libro Blanco sobre la Descentralización enfatiza la necesidad de avanzar hacia una colaboración significativa entre el gobierno central y el local, y las universidades están bien posicionadas para contribuir a esta relación.
La relación del territorio con las universidades
La relación entre la ciudad y la universidad debe ser de respeto mutuo, donde tanto las universidades como las comunidades locales reconozcan el potencial y las competencias de cada una. La investigación y la docencia pueden inspirarse en problemas y requerimientos tanto locales, como nacionales y globales. Propuesta para un futuro posible de las universidades que se ve avalada por los ministros europeos recogida en los «Indicadores para los principios de la dimensión social de la educación superior», aprobados en su reunión Tirana en mayo de 2024.
El documento titulado «More than Commercialisation: Understanding University Engagement» elaborado por UIIN (University Industry Innovation Network), representa una llamada a repensar profundamente el significado de la “tercera misión” universitaria, pasando de una lógica centrada en la productividad económica a otra basada en el impacto social, la cocreación de valor y la transformación colectiva. El compromiso universitario debe entenderse no solo en términos de producción económica, sino también a través de su contribución social y capacidad de co-creación. Valorar las actividades de compromiso requiere cambiar cómo definimos la excelencia académica.
La experiencia en Iberoamérica sobre la responsabilidad social de la universidades y el compromiso con las demandas de las comunidades que las acogen, con programas como URSULA que implican a cientos de universidades en un modelo de desarrollo sostenible, invitan a una reflexión sobre la homogenización y jerarquización de las universidades.
Por otra parte, ante las crecientes incertidumbres económicas y políticas en Estados Unidos, especialmente bajo la administración Trump, varias universidades estadounidenses están recurriendo a la creación de campus satélites en terceros países como estrategia de mitigación de crisis y diversificación de ingresos.
Esta opción representa una vía atractiva pero compleja para que las universidades enfrenten la incertidumbre, combinando oportunidades de crecimiento (mantiene la proyección internacional de las instituciones y facilita el acceso a talento global, permite a las universidades acceder a nuevas fuentes de financiamiento o sirve como salvaguarda ante recortes de fondos público), con riesgos significativos y condicionamientos políticos y económicos (asociarse con ciertos países puede ser visto como un movimiento político controvertido o campus que se convertirán en “elefantes blancos” si el contexto cambia de nuevo).
El cuestionamiento de las agencias de calidad universitaria
Por un lado, las universidades critican la excesiva burocratización de los procesos de evaluación, en lo que ha venido en llamarse «fatiga de evaluación». Los procedimientos se perciben como repetitivos y retardadores, centrados más en cumplir requisitos formales que en mejorar la calidad educativa. Además, no faltan quienes señalen que la intervención de las agencias, más allá de su control por las administraciones, invaden con frecuencia la autonomía universitaria a través de un control “técnico” sobre títulos universitarios e incluso del profesorado universitario.
Por otra las agencias de calidad se ven amenazada su independencia técnica a uno y al otro lado del Atlántico. En EE. UU. la nueva administración busca instrumentalizar agencias privadas de acreditación, condicionando financiación federal a alineamientos ideológicos. Propuestas como eliminar estándares científicos, perseguir los indicadores de diversidad, equidad e inclusión o promover agencias afines al creacionismo, amenazan arriesgando la fragmentación del sistema y la validez de títulos. Barbara Gellman-Danley, presidenta de la Higher Learning Commission (HLC) reclama la necesidad de «luchar contra la extinción de la luz». La proliferación de agencias «ideologizadas» podría crear sistemas universitarios universitarios paralelos autorreferenciados.
En Europa, aunque el modelo se presenta más institucionalizado, persisten vulnerabilidades estructurales de las agencias y difrencias regionales de criterio significativas. La presión por el control gubernamental sobre las agencias de calidad universitaria ha sido objeto de análisis por parte de la ENQA (European Association for Quality Assurance in Higher Education) y la EUA (European University Association) a través de su Autonomy Scorecard.
La independencia de las agencias de calidad, destaca ENQA, se ve comprometida cuando los gobiernos intervienen directamente en el nombramiento del director ejecutivo, o establecen criterios de evaluación mediante decretos gubernamentales, subrayando la importancia de garantizar la independencia operativa y organizativa de las agencias, así como la necesidad de atender a la tensión se genera entre garantizar estándares educativos y respetar la autonomía institucional. Las agencias de calidad pueden llegar a ser percibidas como la puerta de atrás de que disponen los gobiernos para limitar la autonomía universitaria y legitimar sus políticas universitarias.
El falso dilema; empleabilidad contra educación
Las universidades al servicio del mercado de trabajo
El exprimer ministro del Reino Unido Rishi Sunak señaló antes de las últimas elecciones que el objetivo fijado por el gobierno laborista en 1999, de que el 50 % de los jóvenes tuvieran educación superior, fue “uno de los grandes errores de los últimos 30 años”. Lo que llevó, según sus palabras, a que “miles de jóvenes fueran estafados por carreras que no hicieron nada para aumentar su empleabilidad o potencial de ingresos”.
No sólo se asimilan las universidades a centros de capacitación profesional, sino que, además, se las hace responsables de los problemas del mercado laboral. Mientras el modelo económico permanece inalterable e incuestionable, las universidades deben responder de las contradicciones que este genera.
La educación superior per se es incapaz de resolver problemas económicos y sociales estructurales que reducen los beneficios de la educación superior para algunos grupos de personas y para el conjunto de la sociedad. Repensar la relación entre empleabilidad y formación universitaria es esencial para la viabilidad de las universidades. Repensar la presión sobre la educación superior para que proporcione egresados listos para trabajar, adoptar una visión más amplia y de largo plazo sobre la pertinencia de la oferta de educación superior.
El modelo de “market oriented University” ha hackeado el software de los sistemas universitarios buscando dar la mayor rentabilidad a la inversión del estudiante y de los gobiernos. Así, la reiteración de noticias relacionadas con la sobrecualificación y el subempleo de los egresados, desfase de la oferta o la necesidad de graduados listos para el empleo, contribuye a extender la hegemonía de este modelo de universidad.
La panacea de las microcredenciales o el Caballo de Troya
Las microcredenciales surgieron en Estados Unidos como respuesta a la demanda empresarial de capacitación ágil y especializada para empleados. Cursos cortos y accesibles, vinculados directamente a competencias laborales concretas. La Unión Europea adoptó este modelo a partir de 2020, con el objetivo de alinear la educación superior con las necesidades del mercado laboral y la portabilidad transfronteriza de competencias.
Sin duda, el futuro del aprendizaje y el trabajo exige credenciales digitales verificables, flexibles e interoperables que acompañen a los individuos a lo largo de toda su vida, permitiéndoles demostrar y compartir sus logros y habilidades en un ecosistema conectado y seguro. Las microcredenciales ofrecen ventajas tanto para los aprendices como para los empleadores. Permiten a los individuos adquirir habilidades específicas sin necesidad de programas de grado completos, lo que facilita el desarrollo profesional y la adaptabilidad en un mercado laboral dinámico. Además, las microcredenciales son reconocidas por empleadores, quienes valoran estas credenciales como indicadores de competencia y de compromiso de desarrollo profesional.
Una microcredencial debe ser significativa por sí misma y apoyar la formación continua del estudiante para obtener un certificado o título. Esto implica dos cosas:
Valor independiente. Un estudiante que obtiene una microcredencial debería obtener un conjunto de habilidades específicas y credenciales que puede aplicar de inmediato en el mercado laboral, independientemente de si continúa o no con un programa de grado.
Integración con la trayectoria académica. Esa misma microcredencial debería integrarse perfectamente en un programa de certificado o grado, reduciendo la duplicación y fomentando el aprendizaje continuo
Sin embargo las microcredenciales no están exentas de riesgos. De hecho, pueden actuar como un caballo de Troya en los valores universitarios si con ellas se asimila la experiencia universitaria a un mera capacitación técnica, así como si se prioriza la rentabilidad y la velocidad sobre la relevancia del aprendizaje.
Planteadas como la acumulación fragmentada de credenciales (stacking) pueden desincentivar aprendizajes significativos, reduciendo su impacto a la adquisición de competencias inmediatas. Peligros que se ven incrementados si se presentan y se generaliza su realización en paquetes digitales estandarizados que limitan la adaptación a contextos sociales diversos y personales.
Un voto de confianza para las universidades
«El objetivo de la educación es la virtud y el deseo de convertirse en un buen ciudadano», y así lo tenemos asumido desde que Platón formuló esta propuesta. Las universidades en tanto instituciones que se definan como educativas deben estar alineadas con este objetivo. Así ha sido hasta ahora, y no no podemos decir que nos haya ido mal.
Lo que nos muestra la historia, y las preferencias de los empleadores actuales (el 75% de los nuevos empleos requieren un título universitario, mientras que solo el 40% de los solicitantes potenciales lo tienen), es que las universidades han sabido conjugar educación y capacitación profesional de manera extraordinariamente ventajosa para la economía y la sociedad. No debemos olvidar hechos como que, después de la II Guerra Mundial, la ahora cuestionada democratización en el acceso a la educación superior fue un elemento esencial para alcanzar el mayor período de prosperidad de la humanidad.
Las ventajas diferenciales que ofrecen las universidades en la formación de capital humano se soportan en un aprendizaje profundo en diversos campos académicos y profesionales. En su capacidad para cambiar a las personas. Tener un título universitario tiene mucho que ver con tener las competencias para ser un buen profesional, de la misma manera que para ser un buen ciudadano, y sobre todo con estar equipado con “una suerte de salvavidas contra el vacío” del nos hablaba George Steiner.
Sin perjuicio de la necesaria mejora de los servicios de empleabilidad y de la constante actualización curricular, el reduccionismo de los títulos oficiales para atender las demandas concretas del mercado laboral ignora que la relación entre la educación superior y el trabajo es más eficaz si están débilmente acoplados.
Según la Asociación Nacional de Universidades y Empleadores (NACE) en el 2025 crecerá un 7,4% la demanda de nuevos titulados en la empresas de EEUU. Contraponer educación superior y empleabilidad es un argumento interesado que resuena con alegatos clasistas de los años 1980 que nos invitaban a pensar la universidad como “una fábrica de parados”. Si tuviéramos que señalar una debilidad de la relación universidad empleo sería que el paso por las universidades sólo atenúa, y cada vez menos, el impacto de las diferencias sociales de origen del estudiantado en cuanto a la relevancia de las ocupaciones profesionales futuras.
Entre el mercantilismo y la indiferencia a las demandas sociales
En el contexto actual, es imprescindible repensar el diseño y la estructura de las titulaciones universitarias, no por presiones mercantilistas, sino para responder de manera responsable a los profundos cambios sociales, demográficos y científicos que atraviesan la educación superior. La sociedad demanda titulaciones más flexibles, inclusivas y alineadas con los retos contemporáneos. No se trata de convertir la universidad en una fábrica de empleabilidad inmediata, sino de garantizar que las titulaciones preparen a los graduados para contribuir de forma significativa y sostenible a la sociedad, promoviendo el pensamiento crítico, la innovación y el compromiso ciudadano.
El cambio necesario implica diversificar los itinerarios formativos, integrando competencias transversales, oportunidades de aprendizaje interdisciplinario y mecanismos de reconocimiento de experiencias profesionales y sociales más allá del aula tradicional. Además, es fundamental establecer criterios de evaluación y promoción que valoren no solo los méritos académicos convencionales, sino también el impacto social, la colaboración y la transferencia de conocimiento. De esta manera, las titulaciones podrán ofrecer trayectorias profesionales más permeables y satisfactorias, permitiendo la movilidad entre la academia, la industria y el sector público, y asegurando que la carrera académica recupere su atractivo sin sacrificar su misión intelectual y social.
El sesgo de código postal
Así, un estudio exhaustivo de los resultados de los graduados realizado por la UCL y la Fundación Nuffield descubrió que los estudiantes de un entorno socioeconómico bajo tenían un 32 por ciento menos de probabilidades de recibir una oferta de trabajo que aquellos de entornos más ricos. De igual manera que los egresados negros y asiáticos tienen un 45 por ciento y un 29 por ciento respectivamente menos de probabilidades de recibir una oferta que los solicitantes blancos. Es imprescindible que las empresas comprendan lo que está sucediendo en sus procesos de selección, como lo es, tal y como señalábamos con anterioridad, que las universidades ofrezcan asesoramiento específico.
Por otra parte, la caida de estudiantes universitarios en el caso del Reino Unido, al que hacíamos referencia al principio de este apartado, ha supuesto caer del 50% de los jóvenes universitarios entre 18 y 30 años en el 2019 al 40% en la actulidad, pero lo que más grave con un claro sesgo geográfico. Casi dos tercios de los jóvenes de Londrés participan en la educación superior, 15 puntos porcentuales más que la siguiente mejor región, y en la misma capital las tasas de ingreso a la universidad para los estudiantes de hogares con ingresos más bajos no ha parado de aumentar de manera constante en los últimos años.
Frente a esta situación la propuesta por incorporar admisiones «contextuales» cada vez tiene más seguidores. Para lograr una universidad más equitativa en su admisión no basta con bajar los requisitos de entrada para estudiantes desfavorecidos: es imprescindible acompañarlas de apoyos adicionales y cambios estructurales para garantizar la igualdad real de oportunidades. Hay que combinar admisiones contextuales con un sistema de apoyo integral y sostenido, criterios claros y una transformación institucional que aborde tanto las barreras de acceso como las de permanencia y éxito académico.
La simplificación de la misión educativa de las universidades deja entrever importantes preguntas que afectan directamente al modelo de convivencia que se desea. Preguntas como, ¿quién tiene derecho a la educación superior?, o ¿quién debe tener una formación que le posibilite su desarrollo vital, el acceso a un empleo de calidad y una actitud reflexiva y crítica frente a la sociedad?
Mientras tanto, la «unifobia» crece entre los jóvenes afanados en la búsqueda de la empleabilidad, como demostró la investigación sobre la disminución de la matrícula universitaria que realizó la Fundación Bill y Melinda Gates en el 2022 preguntando ¿Dónde están los jóvenes?. Desde 2018 a 2023 la matrícula de estudiantes blancos ha disminuido en las universiades de EEUU un 19 % en todos los sectores, casi tres veces mayor que la caída general en la matrícula que fue un poco más cercana al 7 %. En estudiantes negros de pregrado disminuyó un 11 % y en los estudiantes hispanos de pregrado, de hecho, aumentó ligeramente, un 2%.
La emergencia de nuevos operadores de aprendizaje
La plataformización de la educación superior
En una reciente entrevista, el CEO de Coursera Jeff Maggioncalda nos recordaba que su empresa tiene en España 2.400.000 estudiantes, un 35% más que todo el sistema universitario español a 2024. “Aprender sin límites” parece ser más que un lema comercial. Otro de los gigantes de los MOOCs, Edx, en este caso bajo el eslogan, “Tú marcas el objetivo, nosotros marcamos el camino”, ofrece 3.500 cursos en línea, tantos como másteres oficiales en España, avalados por más de 250 universidades, empresas o entidades de la relevancia de IBM, Amazon, o el Banco Interamericano de Desarrollo. De igual manera que bajo la promesa de, “Hacemos que lo digital sea una oportunidad para todos en todas partes”, 42 The Network está presente en 36 países, con más de 50 campus.
El aprendizaje autónomo ya es una realidad cotidiana posible en cualquier lugar y en cualquier momento. La plataformización y automatización del aprendizaje atrae la atención especialmente de los aprendices con pretensiones de capacitación laboral, y lo hace ofreciendo certificados o titulaciones no universitarias que compiten de manera ventajosa con los títulos oficiales de las universidades.
En este entorno imparable de digitalización no basta para defender el valor diferencial de las universidades con declaraciones formales o enérgicas reivindicaciones ideológicas. En último término, la salvaguardia de las universidades corresponde a cada profesor que ha de hacer sentir a cada estudiante la experiencia transformadora de su paso por las universidades.
Sería más que negligente que el mundo educativo no aprendiera de lo que ha sucedido a los medios de comunicación clásicos. Los jóvenes ya no se informan a través de ellos, sino de las redes sociales, donde cualquiera puede decir lo que quiera y, sobre todo, lo que sea más polémico, porque así llama más la atención.
De la formación a distancia a la hibridación
Entre medias de las “universidades no formales” y las universidades presenciales nos encontramos con el reconocimiento como universidades de centros de educación superior puramente virtuales. De hecho, la irrupción de las universidades virtuales, una vez superadas las dudad sobre los malos resultados estudiantiles y prácticas de reclutamiento abusivas que alimentaron la idea de que el aprendizaje en línea era deficiente, ha reconfigurado todos los sistemas universitarios.
Entre los años 2000 y 2020 sus estudiantes crecieron en el mundo un 900%. En otoño de 2019 , el 32,7 % de los estudiantes de posgrado cursaban cursos completamente en línea, en comparación con tan solo el 14,8 % de los estudiantes de pregrado. En otoño de 2023, el 54,3 % de los estudiantes universitarios cursaba al menos un curso en línea, según un análisis de los últimos datos del Departamento de Educación de EE. UU.
Muchas universidades están trabajando en «una bifurcación de las expectativas tradicionales de los estudiantes residentes». La hibridación de una educación dirigida a estudiantes de edad tradicional que viven en el campus, pero desean cursar una combinación de cursos en línea y presenciales. En un estudio de 2024 de UPCEA , una asociación de educación profesional, se señalaba que el 82 % de los directores de cursos en línea afirmó que un porcentaje cada vez mayor de sus estudiantes de pregrado tradicionales buscan cursos en línea «para al menos una parte de su carrera».
Si la orientación de las universidades al mercado está cambiando el software del sistema, las universidades on line lo están haciendo con el hardware. La regulación, siempre un paso atrás, espera a consolidar las disrupciones una vez sean aceptadas como irreversibles más allá del derecho a la educación.
Ofrecer educación en línea de calidad no es barato ni sencillo
Las claves de su expansión se puede resumir en una oferta de títulos oficiales directamente vinculados a la capacitación profesional a precios asequibles, unas políticas comerciales innovadoras dirigidas a segmentos del estudiantado que difícilmente pueden compatibilizar su aprendizaje con las exigencias de las universidades tradicionales, y por encima de cualquier otro apartado en su capacidad para romper las fronteras nacionales, incluso las idiomáticas, para la obtención de los títulos. Hoy en día, lo que sucede en un sistema universitario incide de manera directa en las universidades de cualquier otro lugar en el mundo.
Pocas cuestiones han deteriorado tanto la imagen de las universidades como la proliferación de universidades con ánimo de lucro on line en EEUU. Empresas que han arrastrado a deudas inasumibles, sobre práctica voraces de captación de clientes, a colectivos raciales y desfavorecidos bajo la promesa de títulos cuyo reconocimiento en el mercado se ha demostrado prácticamente nulo. Hasta el punto de acabar convirtiéndose este problema en un tema de primera magnitud nacional.
Si bien gigantes como la Universidad del Sur de New Hampshire y la Universidad de Phoenix atrajeron a cientos de miles de estudiantes, la educación en línea siguió siendo un ámbito prácticamente ignorado para muchas universidades. Circunstacia que está cambiando aceleradamente, Lo que nos invita a pensar sobre la sensibilidad que han demostrado la mayoría de las universidades tradicionales, en un momento en el que una parte de la población cuestiona el valor de la educación superior, tanto para la incorporación de nuevos públicos, como para el uso de las tecnologías del aprendizaje.
La educación transnacional
La educación transnacional (TEN) se define como la provisión de educación superior por una institución en un país diferente al de su sede principal. Los estudiantes pueden acceder a educación en instituciones extranjeras sin necesidad de estar físicamente presentes en el país de origen de la institución. Esto puede incluir diversas modalidades como campus satélite, programas a distancia, programas de doble titulación y franquicias.
La educación transnacional ofrece ventajas significativas. Proporciona acceso a educación de calidad sin necesidad de movilidad física, reduciendo costos y el impacto ambiental. Esto facilita el desarrollo de programas conjuntos y colaboraciones internacionales, promoviendo la diversidad cultural y oportunidades laborales globales. Hay una tendencia creciente entre las instituciones anfitrionas a priorizar que las asociaciones de TEN que sean equitativas y que brinden un equilibrio de beneficios tanto para ellos mismos como para la institución proveedora.
Mientras las naciones anglófonas toman medidas contra el número de estudiantes internacionales, la educación transnacional está recibiendo cada vez mayor atención. Los expertos del sector creen que el día en que los estudiantes de educación transnacional superen en número a los que llegan al Reino Unido podría estar cerca.
No obstante las alianzas transnacionales de universidades pueden plantear serios cuestionamientos desde la ética académica, especialmente cuando se vinculan a proyectos que, como en el caso de la creación de una “ciudad académica” en Armenia, podrían favorecer la concentración y el control institucional en detrimento de la autonomía universitaria y la libertad de pensamiento. Así, la ética académica exige que las universidades valoren no solo los beneficios académicos y económicos de sus alianzas, sino también el impacto que estas pueden tener sobre los derechos fundamentales y la democracia en los contextos donde se implementan
Las universidades franquiciadoras
La búsqueda de financiación y la presión por ampliar la matrícula pueden llevar a las universidades a avalar títulos ofrecidos por otras instituciones mediante acuerdos de franquicia o subcontratación. Esta práctica, aunque puede abrir nuevas oportunidades de acceso a la educación superior y diversificar las fuentes de ingresos, entraña riesgos significativos cuando no se acompaña de una supervisión rigurosa.
Entre los principales peligros se encuentran la falta de control sobre la calidad académica, la dificultad para detectar malas prácticas como el plagio o el fraude, y la admisión de estudiantes que no cumplen con los requisitos mínimos, especialmente en competencias clave como el idioma. Estos factores pueden desembocar en la concesión de títulos que no cumplen los estándares exigidos, poniendo en entredicho el valor de la formación recibida.
Además, el aval de títulos de terceros puede comprometer gravemente la reputación de la universidad que los respalda, ya que cualquier deficiencia o irregularidad en los programas asociados repercute directamente en su imagen institucional. La proliferación de acuerdos mal gestionados puede erosionar la confianza del público y de los empleadores en el sistema universitario, afectando tanto a los estudiantes como al prestigio de la educación superior en su conjunto.
Por ello, es fundamental que las administraciones y organismos reguladores mantengan una vigilancia estricta sobre estas prácticas, exigiendo transparencia, controles de calidad efectivos y responsabilidad en la gestión de las colaboraciones externas, para evitar que la búsqueda de financiación prevalezca sobre la integridad académica y la protección de los intereses de los estudiantes.
Las otras universidades
Tampoco podemos olvidar en este capítulo el potencial de las universidades promovidas por grandes empresas. Instituciones que unas veces toman la forma de universidades no formales corporativas, u otras de “spin offs” específicos para el mercado educativo, o bien directamente de universidades propias dentro de sus entramados corporativos, o en alianza con universidades existentes.
El futuro de las universidades de empresas corre de la mano del de las empresas universitarias. Figuras como el aprendizaje dual o los itinerarios conjuntos de formación profesional superior y universidad parecen marcar un futuro alentador para estas iniciativas. Su complementariedad con las universidades tradicionales dependerá del desarrollo de una regulación adecuada y, en último término, de quien perciba el estudiantado que aporta más valor a su aprendizaje.
Las universidades fantasma
Por otra parte, más allá de la reputación de los sistemas nacionales, en un mercado global de la educación superior no podemos olvidar la dificultad de garantizar que detrás de la expresión “Universidad” haya un servicio público universitario de calidad. Instituciones que ofrecen títulos universitarios sin rigor académico , ya sea vendiéndolos directamente, operando con estándares educativos extremadamente bajos o falsificándolos. Conviene recordar como bajo la denominación “Universidad” operan tanto las conocidas como“ Mickey Mouse, patito, garaje o de cartón”, como un sinfín de instituciones de aprendizaje no formal de difícil valoración.
En el límite contiguo a los títulos de ínfima calidad o a la publicidad engañosa, el mercado ha creado su propio mercado negro de titulaciones universitarias. Las fábricas de títulos universitarios se han convertido en próspero negocio global que poco tiene que envidiar en su extensión y sofisticación al de otras industrias de la falsificación del crimen organizado.
Un negocio de 7.000 millones de dólares al año, que ha producido decenas de millones de títulos falsos, con un impacto, no sólo en la instituciones universitarias atacadas y en las personas de buena fe que puedan ser engañadas, sino directamente en la sociedad, incalculable. Esta situación ha sido denunciada por Consejo de Europa a través del Comité Directivo de Educación (CDEDU), pidiendo a los estados que establezcan medidas de manera urgente y ha llevado a la creación de un Observatorio dedicado a prevenir y combatir el fraude educativo.
Naciones Unidas da una cifra de 24.000 organizaciones en el mundo, tras fuentes multiplican por dos este número, que con la denominación de Universidad desarrollan las más diversas actividades. La marca Universidad desvinculada de la institución concreta y del sistema universitario de origen, cada vez aporta menos referencias en cuanto a la relevancia del aprendizaje ofertado. Parafraseando a León Tolstói podemos afirmar que, «Todas las buenas universidades se parecen; cada mala universidad es mala a su manera.»
La sombra de la formación vocacional
Junto a estos actores hay que añadir el creciente atractivo de las instituciones de formación profesional o vocacional postsecundaria, dotadas de una oferta de titulaciones cada vez menos diferenciable de la universitaria, que sin embargo ofrecen estudios más cortos en el tiempo, menos costosos, más sencillos de compatibilizar con actividades retribuidas, más experienciales y con una vinculación al empleo más directa. Un modelo educativo del que aprender que no para de crecer y de atraer a colectivos a la educación, como jóvenes varones que antes proyectaban sus ilusiones en las universidades, o aquellos que no tienen la esperanza de poder asistir a los campus universitarios.
Revisar la inserción entre la formación profesional y la universitaria es una necesidad global que empieza a ser urgente. No falta quien señala que, en lugar de ir de la educación secundaria a la universidad y luego al trabajo, deberíamos reordenar la progresión, de la educación secundaria al trabajo y luego a la universidad. Todo un desafío de organización e inversiones para los gobiernos y los empleadores que quieran asomarse a este camino.
El valor diferencial de la educación presencial
La emergencia del aprendizaje digital, sin perjuicio de que en una sociedad híbrida como en la que vivimos difícilmente cabe imaginar hablar de educación sin que ésta también lo sea, nos hace plantearnos ¿hasta qué punto la presencialidad es insustituible en una educación que merezca llamarse universitaria?.
Determinadas competencias, curriculares y extracurriculares, propias de conocimientos no formalizados, como el aprendizaje colectivo o interrelacional, así como el aprendizaje tácito y experiencial vinculado al “currículum oculto”, o la creación de capital relacional desde la convivencia y la confianza, se antojan difíciles de conseguir sin el contacto personal, la proximidad física, el contaminación acumulativa de una relación humana y directa con los profesores y compañeros.
Esta reflexión es tanto más importante en cuanto son estos conocimientos no formalizados de los que devienen los atributos diferenciadores de una educación de calidad, pues, son ellos y no otros, los que configuran en mayor medida el desarrollo personal, el “salvavidas contra el vacío”. Aprendemos entre personas, y cuanto más opciones tenemos de ver, escuchar y sentir, cuánto más cercana y rica es la relación, más posibilidades tenemos de aprender. El qué aprendemos y el por qué aprendemos son indisociables del cómo aprendemos.
Como señala Jeff Maggioncalda en la entrevista antes citada, el core de las universidades del futuro se construye “desde la experiencia de estar juntos”. Es en la responsabilidad de generar valor diferencial desde la presencialidad para el estudiantado desde donde los docentes construyen la mayor parte de la singularidad de la experiencia universitaria.
En un mundo con entornos laborales desregulados, en el que el conocimiento se puede adquirir de manera autónoma, como nunca ha sido posible, y en el que la empleabilidad está condicionada por las competencias y la experiencia de cada persona, antes que por sus títulos, las universidades tienen ante sí el reto apasionante para reivindicar el valor de la educación desde la riqueza única que poseen de complejidad en el conocimiento y del entorno.
Nuevos entornos de creación de conocimiento
Las empresas de la ciencia
Cada vez es más frecuente ver cómo grandes investigadores “básicos” se incorporan a la disciplina empresarial. Un ejemplo significativo es la filiación de Katalin Karikó y Alexei Ekimov, últimos premios Nobel en Medicina y Física. Otro indicador de este cambio lo podemos encontrar en la prensa. Cada vez más noticias relacionadas con avances científicos relevantes proceden de empresas como Colossal Biosciences, Neuralink, Calico Labs, Altos Labs, Toshiba, Google Quantum, OpenAI. SpaceX, o Helion Energy. Todas ellas corporaciones dotadas de una financiación, así como de una agilidad en la gestión, impensables para las universidades.
Detrás de estos proyectos encontramos a algunos de los hombres que han cambiado el mundo en las últimas décadas, y que han acumulado las mayores fortunas, como Elon Musk, Larry Page, Sergey Brin, Jeff Bezos, Yuri Milner, Sam Altman o Peter Thiel. La apuesta por la ciencia de vanguardia está lejos del capitalismo filantrópico y de la búsqueda de reputación institucional, habiéndose convertido en una línea de negocio esencial en los grandes fondos de inversión.
¿Qué significa soberanía académica tecnológica?
Cuando Richard Nixon rechazó la legislación propuesta por la Cámara de Representantes para eliminar la financiación federal a las universidades que permitían las protestas en el campus contra la guerra del Vietnam, algo que nos vuelve a sonar familiar, lo hizo bajo el convencimiento en que hacerlo sería como «cortarnos la nariz para fastidiarnos».
Las universidades eran los centros de producción de conocimiento en plena connivencia gubernamental. La Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría transformaron a las universidades en motores del poder estatal, vinculando la investigación a la supremacía militar y tecnológica. La educación superior fue fundamental para el dominio estadounidense en el escenario global.
Este escenario está siendo seriamente puesto en cuestión. No es sólo es que se esté quebrando la fe estadounidense en el conocimiento como valor y bien público. En una realidad en la que el valor en bolsa de Apple supera el PIB de estados como Francia, el de Microsoft es comparable al de Alemania, pero muy por encima del de Brasil, Italia o Canadá, el de Saudi Aramco es mayor que el de Rusia, el de Alphabet (Google) supera el PIB de España, el de Amazon el de México o el de NVIDIA el de casi todos los países de América Latina, las grandes corporaciones sienten que no necesitan para sus negocios a los poderes públicos, ni a las universidades del siglo XX, y en consecuencia promuevan nuevas expresiones del poder como el ciber libetarismo, o el technofascim.
Al fin al cabo son estas entidades las que construyen y gestionan la infraestructura de computación en la nube e inteligencia artificial para los estados nacionales, los cables submarinos que impulsan el comercio y la comunicación digitales, los drones militares y la tecnología satelital cruciales para la defensa, y ahora, los nuevos sistemas monetarios internacionales. No es casualidad que el secretario de ciencia y tecnología de UK recientemente señalara que «países como Gran Bretaña deberían interactuar con las empresas tecnológicas globales más poderosas como si fueran un estado nación. Los gobiernos deberían mostrar humildad y usar el arte de gobernar al tratar con empresas como Google, Microsoft y Meta». Las universidades no son ajenas a esta cambio de paradigma que hace más urgente que nunca plantearse que significa hoy la soberanía tecnológica, su ámbito y el papel que les corresponde.
Transformaciones geoestratégicas
A esta situación tenemos que añadir la irrupción de nuevos sistemas universitarios altamente competitivos. como el chino o el indio. Surgidos de proyectos de un capitalismo de Estado, como respuesta al modelo neoliberal, apuestan decididamente por el fortaleciendo sus sistemas universitarios, para lo que disponen de crecientes y planificados recursos, directamente vinculados a la competitividad económica y a la soberanía tecnológica de sus países.
Ser competitivo en las áreas de lo que podemos denominar “Big Science” exige cada vez más unos ingentes recursos, una planificación y una organización que supera con mucho las capacidades de la inmensa mayoría no ya de las buenas universidades, sino a las posibilidades de la inmensa mayoría de presupuestos estatales.
La quema de libros digitales por MAGA
En los últimos meses, el gobierno de Estados Unidos ha ejecutado el cierre de más de 8.000 páginas de sitios gubernamentales, muchas de ellas esenciales para la investigación científica en salud, ciencias sociales y medio ambiente. De la misma manera que se ha condicionado la financiación futura de la ciencia a la adhesión a los principios del movimiento MAGA (Make America Great Again). La eliminación de estos recursos no solo obstaculiza la ciencia, sino que también impide el acceso a datos históricos fundamentales para la salud pública y la innovación científica.
La destrucción de libros y archivos ha sido históricamente utilizada por regímenes autoritarios para censurar y reescribir la memoria colectiva. La supresión de bases de datos científicas constituye una forma moderna de “quema de libros digitales”, restringiendo el acceso público a la información y condicionando la investigación a criterios ideológicos. Esta estrategia no solo limita la diversidad de enfoques científicos, sino que también fomenta la autocensura y el silencio de voces críticas, amenazando con ello la confianza pública en la ciencia.
El control de la reputación y la limitación a libertad de expresión
La importancia de la protección de la marca de las universidades, así como la presión política, y porque no, la mayor importancia de los gestores, está llevando a algunas universidades a tomar medidas que restringen la libertad de expresión de los docentes. Así, se les invita a que firmen acuerdos de no desprestigio, comprometiéndose a no criticar ni hacer declaraciones negativas sobre la universidad o sus empleados actuales y pasados. Esta medida ha generado preocupación sobre la limitación de la libertad académica y la participación en la gobernanza universitaria.
Del expediente académico al ecosistema de credenciales
Las instituciones de educación superior han utilizado el expediente académico como documento principal para registrar y compartir información sobre los estudiantes, principalmente con fines de admisión o empleo. Sin embargo, el contexto actual plantea un cambio hacia credenciales digitales verificables que complementan el expediente tradicional y responden a la diversidad de experiencias y aprendizajes que los individuos adquieren a lo largo de su vida.
El principal reto de estas credenciales es su “future-proofing”: deben ser flexibles y adaptarse a cambios en estándares tecnológicos y en las propias definiciones de valor educativo y profesional. Además, la emisión y gestión dinámica de las credenciales, entregándolas “justo a tiempo” cuando el estudiante las necesita, garantiza información actualizada y relevante. Un ecosistema de credenciales integrado y seguro debe basarse en estándares abiertos y criptografía, permitiendo la verificación independiente por parte de contactos o instituciones y protegiendo la privacidad del usuario.
Las credenciales digitales pueden ayudar a cerrar la brecha de articulación, permitiendo a los graduados expresar claramente sus competencias y habilidades. El desarrollo de estos sistemas abre oportunidades para servicios innovadores, como recomendaciones de programas educativos o emparejamiento laboral basado en credenciales verificadas, empoderando al estudiante para gestionar su trayectoria de aprendizaje y empleo de manera autónoma y segura.
Ciencia entre todos
Frente al modelo de universidad dominante en las últimas décadas que encuentra sus referentes en la competitividad por la excelencia científica, nos encontramos de manera creciente con otras universidades que buscan realizar sus investigaciones fuera de los límites académicos tradicionales, en nuevos entornos y con nuevos actores. Este es el camino que han emprendido aquellas universidades en donde se han implantado los “curriculum conectados”, o las llamadas “universidades cívicas”.
Universidades cuyo propósito es generar valor en sus territorios, tanto sea a través de la investigación científica de impacto local, como del conocimiento generado en los procesos de aprendizaje, o de la facilitación de la innovación económica y social y de la creación cultural. Universidades vertebradoras de sus comunidades, a la vez que nodos en redes globales de conocimiento. En último término, como señala Wendy Brown, universidades orientadas por los gritos del mundo, sus peligros y sus necesidades.
En este mismo ámbito de favorecer la coproducción de conocimiento nos encontramos con los nuevos entornos de investigación que están generando las actividades vinculadas a la ciencia ciudadana. Detrás de la ciencia ciudadana está la propuesta de crear en las universidades lugares de encuentro entre saberes disciplinares e indisciplinares. “Necesitamos que la ciencia se acerque mucho más a eso que hablamos los que no sabemos, pero queremos ser escuchados. Necesitamos más ciencia, y también que sea más cercana, más arraigada, más entre todos”, señala Antonio Lafuente.
Sólo si otra otra ciencia es posible, otra universidad será posible. En este sentido resuenan las propuestas de Isabelle Stengers abogando por una «inteligencia pública de la ciencia» que atienda a los problemas reales de la sociedad y a las urgencias que enfrenta nuestro planeta, que no se aferre a la neutralidad imposible, sino que asuma su compromiso político con el cuidado del mundo. Una visión crítica de la ciencia que no niegue su valor y conduzca al «todo vale» para debilitar su capacidad de incomodar al poder económico y político , pero que la libere de sus propias ataduras institucionales, epistemológicas y económicas.
La urgencia de las humanidades
La misión fundamental de las humanidades es más importante que nunca. Las humanidades tal como las conocemos surgieron en respuesta a la violencia de las dos guerras mundiales, precisamente porque esos conflictos revelaron que el progreso científico no garantiza el progreso moral. Una educación humanista nos enseña a cuestionar las narrativas dominantes, a reconocer cómo ciertas formas de pensar cobran importancia mientras otras se desvanecen.
La reclamación humanística no puede hacerse desde la nostalgia, sino desde unas nuevas humanidades digitales que nos ayudan a comprender el mundo, cuestionar nuestras certezas y cultivar el pensamiento crítico, la empatía y el juicio ético. En una época marcada por la inteligencia artificial, la desinformación y la polarización, necesitamos herramientas para interpretar el sentido de la experiencia humana, el lenguaje, la historia y la cultura. Las humanidades nos enseñan a pensar con profundidad y a dialogar con otros, a reconocer la complejidad del ser humano y a imaginar futuros más justos y sostenibles. Son una brújula para orientarnos en tiempos de cambio vertiginoso.
En un mundo que prioriza la rentabilidad y la técnica, las universidades deben defender el valor del saber humanístico transdisciplinar como fundamento de una ciudadanía democrática y reflexiva. Fomentar la filosofía, la literatura, el arte o la historia no es un lujo, sino una necesidad para formar personas capaces de comprender y transformar su entorno con sentido ético.
El reto de abrir el curriculum universitario
En este apartado de emergencia de nuevos entornos universitarios de conocimiento no podemos dejar de citar el especial empeño que ha puesto la UNESCO en la incorporación a las universidades de formas plurales de conocer y hacer. Esto es, “en la redistribución del poder y el redescubrimiento de las identidades humanas transformando las funciones y el trabajo de las universidades”.
Descolonizar el curriculum implica analizar críticamente las influencias históricas que han modelado los contenidos y las formas de enseñanza, con el objetivo de cuestionar las estructuras de poder establecidas y abrir espacios propios para sistemas de conocimiento alternativos.
Para los estudiantes, esto se traduce en una formación más integral y relevante, que los prepara de manera más efectiva para afrontar los desafíos de la sociedad contemporánea al exponerlos a una variedad más amplia de conocimientos, perspectivas y vivencias. Las universidades que adoptan esta transformación curricular fortalecen su rol como centros de producción de conocimiento inclusivos y socialmente responsables.
Justicia epistémica
Una propuesta que persigue la justicia epistémica, la plena incorporación de otros saberes como los indígenas, populares o de minorías que suelen ser invisibilizados o deslegitimados, como en su momento hicieron muchas universidades con los saberes artísticos.
La prestigiosa revista Science hizo historia al publicar, por primera vez, un artículo firmado por científicos indígenas brasileños en colaboración con no indígenas, vinculados a un proyecto del Brasil LAB de la Universidad de Princeton. el 12 de diciembre del 2024. El trabajo, resultado de dos años de investigación, sostiene que la ciencia occidental deberá abrirse a los conocimientos indígenas si desea salvar la Amazonía.
Las epistemologías indígenas ofrecen formas de entender el mundo que complementan y amplían los enfoques científicos tradicionales, especialmente en áreas como la sostenibilidad, la medicina, la gestión de recursos naturales y la resolución de conflictos. Sin embargo, históricamente, estos saberes han sido marginados dentro de la educación superior, lo que ha limitado su reconocimiento y aplicación. Integrar estos conocimientos en los planes de estudio no solo valida su relevancia, sino que también fomenta una educación más inclusiva y equitativa.
Para lograrlo, es crucial colaborar con comunidades indígenas, reconocer sus sistemas de conocimiento como legítimos y garantizar que su enseñanza no sea extractiva, sino respetuosa y recíproca. La inclusión de perspectivas indígenas en la educación permite a los estudiantes desarrollar habilidades críticas y una comprensión más holística del mundo, promoviendo soluciones innovadoras y culturalmente informadas a problemas globales. Este enfoque transforma las universidades en espacios donde el conocimiento se co-construye con diversas comunidades, fortaleciendo la justicia social y el respeto por la diversidad cultural.
La emergencia de nuevos espacios para el conocimiento compromete el futuro de las universidades ofreciéndoles la oportunidad, no exenta de tensiones, de ser el lugar en donde formalizar un nuevo pacto social que acerque a científicos y ciudadanos, cautelosos ante el poder de las corporaciones y vigilantes de los excesos del poder público.
La universidad como adoctrinamiento
El auge del iliberalismo
Si el neoliberalismo resignifica a las universidades convirtiéndolas en un actor de la economía global del conocimiento, el iliberalismo va más allá y lo que plantea es su cancelación ideológica. En la pretendida derogación del siglo XX y de los derechos humanos, y progresiva «captura de Estado» las universidades aparecen como uno de sus principales enemigos. Cuando el vicepresidente J. D. Vance dice que «los profesores son el enemigo«, resuena con otros tiempos y otros lugares.
Durante las guerras culturales de las décadas de 1980 y 1990, filántropos de derecha invirtieron millones de dólares en demonizar la educación superior, calificándola de infestada de ‘corrección política’, cuyos defensores supuestamente promovían una política identitaria dogmática de izquierdas, al tiempo que suprimían la libertad de expresión y el discurso conservador en sus campus. Las encuestas de Gallup revelaron que en 2015, el 57 % de los estadounidenses tenía mucha o bastante confianza en la educación superior, una cifra que había caído al 36 % en 2023. Entre los republicanos, se desplomó del 56 % al 20 %.
El programa electoral de Donald Trump incluye la creación de una “universidad” pública, digital, gratuita y de acceso abierto para todos los norteamericanos: “The American Academy”. Una institución que estaría financiada con nuevos impuestos a las universidades de la “Ivy league”, causantes, según el expresidente, de que: «Gastemos más dinero en educación superior que cualquier otro país y, sin embargo, las universidades están convirtiendo a nuestros estudiantes en comunistas, terroristas”. La visión compartida sobre aspectos esenciales de las universidades, que ha sido tan decisiva en la construcción de la convivencia democrática, se está resquebrajando.
La llegada al poder de Donald Trump ha tenido efectos inmediatos en los ámbitos en los que la ciencia choca con la ideología iliberal por el control del cuerpo y el entorno. Así, han sido eliminadas bases de datos públicas esenciales para la construcción de evidencias científicas y se ha excluido de la financiación allí en donde se hable de diversidad, clima o biodiversidad. Por no hablar de la reducción radical de fondos públicos destinados a la investigación. Nos enfrentamos a un intento de domesticación y precarización de la vida universitaria, a una propuesta que no tiene otro fin que el de acabar con la libertad académica.
Más allá de esta propuesta concreta del expresidente, el hecho es que cuestionar los fundamentos del sistema universitario es una realidad política evidente. Así lo demuestra la circunstancia de que trece estados de EEUU han aprobado en los últimos años regulaciones abiertamente contrarias a la autonomía de las universidades. Decisiones que vienen avaladas por el hecho de que, dos tercios de los estadounidenses piensan que la educación superior va en la dirección equivocada, incluida casi la mitad de los demócratas, según una encuesta reciente de Gallup.
El sometimiento de la academia
Esta situación no es un fenómeno exclusivo de los EEUU. Según el Índice de Libertad Académica, países de todo el mundo están sufriendo una disminución del respeto por la libertad académica. Igualmente en el informe de Scholars at Risk Network titulado, “Un año de ataques a la educación superior: la supresión del disenso y la propagación del antiliberalismo” de 2023, se señala que los ataques a la libertad académica “se están volviendo preocupantemente comunes en sociedades abiertas, democráticas y estables, donde los actores iliberales están utilizando el lenguaje de los derechos, la libertad y la excelencia para impulsar sus propias agendas y erosionar la libertad académica y la autonomía de las instituciones de educación superior”.
El último informe de Educación bajo Ataque publicado por la Coalición Global para Proteger la Educación de Ataques (GCPEA) señala un fuerte aumento de la violencia militar y política contra la educación en general y la educación superior en particular durante 2022 y 2023 a medida que aumentaban los conflictos en todo el mundo.
Detrás de esta visión de las universidades está el convencimiento de que son entidades ideologizadas que responden a intereses particulares. Además, no podemos olvidar, que son percibidas por una amplia parte de la sociedad como incapaces de cumplir sus promesas de promoción social y que actúan como legitimadoras de desigualdades a través de su discurso meritocrático. Circunstancias que no deberían pasar desapercibidas, ni ser atribuida a la estupidez de una parte de la población.
Situaciones que nos invitan a la lectura del premio Nobel polaco Czesław Miłosz, que en los años cincuenta del siglo pasado nos mostraba como los académicos puede ser cautivados no solo por la fuerza bruta, sino también por la seducción de una ideología que promete sentido y poder. «El intelectual que ha capitulado ante el poder empieza por convencerse de que su sumisión es razonable y necesaria. Se dice a sí mismo que la historia exige sacrificios, que la verdad es relativa, y que el compromiso con la ideología dominante es, en última instancia, un acto de responsabilidad social» (La mente cautiva).
Como sucedió en la Italia fascista, ocultar o modificar el discurso para evitar conflictos con el poder es un camino hacia la servidumbre intelectual y la pérdida irreversible de la dignidad académica. La sumisión de la academia a regímenes autoritarios no solo perjudica a los individuos, sino que socava la integridad intelectual y moral de toda la sociedad.
Desde 2021, más de 24 estados en EEUU han presentado o promulgado leyes, comúnmente conocidas como proyectos de ley anti-CRT (Teoría Crítica de la Raza), que restringen los debates sobre raza, diversidad e inclusión en los campus universitarios o proyectos de ley anti-DEI, propuestos en 26 estados para desfinanciar o eliminar oficinas y funcionarios de diversidad, equidad e inclusión. Esta dinámica, conocida como «legalismo represivo», llama la atención sobre las presiones y condiciones legales que llevan al profesorado a limitar preventivamente su trabajo protegido por miedo, incluso sin presiones legales formales. Circunstancias que no han hecho más que crecer después de la victoria de Trump.
Michelle Deutchman, directora del Centro Nacional para la Libertad de Expresión y la Participación Cívica de la Universidad de California, recientemente reconoció: «Hoy nos reunimos en un momento crítico para la educación superior en todo el país… el papel de las universidades en nuestra democracia está siendo cuestionado. La confianza en las instituciones está cambiando»
La apropiación del lenguaje académico
No podemos aislar este rechazo a las universidades del crecimiento del negacionismo científico que va del terraplanismo a los movimientos antivacunas, pasando por el diseño inteligente. Las Universidades como principales instituciones científicas están siendo cuestionadas en su capacidad para la creación de un “sentido común”, esto es, en la producción de hechos compartidos sobre los que construir la convivencia democrática. Mostrándose como instituciones más interesadas en argumentar y convencer que en conversar.
El informe ‘Experiencias del personal investigador en su relación con los medios de comunicación y redes sociales’ recoge y analiza los datos de una encuesta pionera en España. Los resultados demuestran que los científicos y científicas que participan en actividades de comunicación de la ciencia se enfrentan a una realidad hostil. Así, el 51,05 % de las personas que han respondido a la encuesta admite haber sufrido algún ataque.
Cada vez más , los hallazgos científicos son atacados o minimizados. Y los propios científicos se enfrentan a la intimidación y el acoso. En un estudio global de la Universidad de Griffith con más de 2.000 científicos en seis áreas de la ciencia, dos quintos (41%) de los encuestados habían sido acosados o intimidados al menos una vez durante un período de cinco años como resultado de su trabajo.
Las acciones de intimidación incluyeron abusos en línea, amenazas físicas y amenazas a presupuestos o empleos. El acoso, aunque personal, podía ser infligido por superiores, colegas o personas externas. Algunos científicos sentían que sus líderes los habían dejado en evidencia para proteger la reputación de la institución.
El respeto reverencial a las universidades se está resquebrajando, lo que junto con las legitimidades utilitaristas de las últimas décadas está conduciendo al colapso del sistema universitario tal y como lo hemos venido entendiendo. Mientras, no termina de emerger un nuevo acuerdo universidades/sociedad que rediseñe sus funciones y organización en torno al bien de sus comunidades de manera acorde con los desafíos del siglo XXI.
Cuestionamientos internos
La pérdida del liderazgo social
Una realidad cambiante
Cuando la UNESCO quiso dar continuidad a los informes de la Comisión Faure, “Aprender a ser: El mundo de la educación hoy y mañana”, de 1972, y de la Comisión Delors, publicado en 1996, “La Educación encierra un tesoro”, alumbró en 2021, “Reimaginar juntos nuestros futuros, un nuevo contrato social para la educación”. Este informe resulta claro en su diagnóstico y propuesta; el liderazgo de las universidades demanda un nuevo pacto con la sociedad. “Este acuerdo debe construirse desde nuevas premisas que permitan que las universidades sean co-creadoras con el resto de la sociedad de sus objetivos y respuestas, orientadas a la consecución del bien común”.
Dar cuerpo a la declaración de la UNESCO demanda talento y valentía. Sólo así se podrá dar forma a este “Nuevo pacto” con indicadores precisos y compartidos, información que permita evaluar y rendir cuentas sobre las propuestas de valor de las universidades. Esto es, sobre en qué medida contribuyen a la creación de la sociedad que queremos.
Un nuevo liderazgo que coincide con las propuestas de la Asociación de Universidades Europeas, que en el mismo año publicó ”Universities without walls. A vision for 2030”. En esta declaración de manera inequívoca se recoge que, “Dado que las sociedades pluralistas están bajo amenaza, las universidades deben apoyar los valores cívicos a través de una participación activa…Nuestra evolución hacia las “sociedades del conocimiento” ha situado a las universidades en el epicentro de la creatividad y el aprendizaje humanos, fundamentales para la supervivencia y el progreso en nuestro planeta. La clave del éxito serán las universidades abiertas, que refuercen la visión de las universidades sin muros, participando profundamente con otras partes de la sociedad al mismo tiempo que mantienen firmes sus valores”.
Es ahora con la crisis de financiación y la amenaza del control ideológico de la actividad de las universidades cuando una buena parte de la comunidad académica se plantea la necesidad de una comunicación más efectiva y de una defensa activa del valor de la ciencia ante el público y los responsables políticos. La supervivencia y el liderazgo global de la ciencia dependen, en parte, de su capacidad para reconstruir la confianza y el apoyo social, mostrando cómo la investigación mejora vidas y contribuye al bien común.
Tirar los muros siempre genera incertidumbres, como supuso en el siglo XIX para las ciudades deshacerse de sus murallas, porque abre posibilidades imprevisibles de establecer nuevas relaciones, a la vez que obliga a cambiar sobre lo que nos es propio.
Un orden ético compartido
A la hora de hablar sobre la pérdida de liderazgo es importante recordar que, la autonomía no está al servicio de la institución, sino de la sociedad, por lo que podemos afirmar que no hay una única expresión de lo que es una Universidad. Es más, hay tantas naturalezas posibles como maneras haya de garantizar la libertad académica y el acceso a la educación y al conocimiento en los distintos entornos a los que nos podamos referir.
Las universidades adquieren su sentido en relación con su entorno y, no lo olvidemos, con otras universidades, esto es, entendida como una red. Las universidades se construyen y soportan apoyándose unas en otras. La autonomía universitaria es la expresión de un espacio de colaboración no especulativa y de naturaleza suprainstitucional dedicado a la gestión del conocimiento y a la educación.
Hacer ver que las universidades son una red de espacios de libertad al servicio del bien común es un desafío enorme. Como nos recuerda Simon Marginson de la Universidad de Oxford, y editor en jefe de la revista Higher Education: “Lo que nos falta todavía en la educación superior internacional es un orden ético compartido y un consenso sobre el bien común global, basado en la igualdad y la diversidad cultural y epistémica, que pueda unirnos a través de la profunda división colonial entre Occidente y el resto”.
Por otro lado, la clásica pregunta sobre qué parte del programa universitario mantiene un compromiso ético con sus comunidades o se corresponde con la replicación de las élites económicas y culturales, cada vez más globales y desarraigadas de los intereses locales, merecería seguir siendo atendida en el ansiado cambio cultural de las universidades para el siglo XXI que posibilite la recuperación de la noción de bien público y reinstaure la confianza entre todos los actores del sistema.
Hablar de compromiso ético en la Universidad es hablar de mérito. y la universidad. La universidad debe ser el espacio donde el mérito —entendido como una combinación de talento, esfuerzo, utilidad social y lazos cívicos— se reconozca y premie. Sin ignorar, como nos recuerda Sophie Coignard, que «el mérito está constantemente amenazado por factores como la perpetuación de los privilegios, la desigualdad de oportunidades y el inmovilismo social, riesgos que pueden convertir la meritocracia en una simple justificación de la reproducción social y de las élites.
Por ello la universidad debe debe promover un “mérito bien templado”, que luche activamente por reducir las desigualdades, asegurando que la movilidad social y la igualdad de oportunidades sean reales y efectivas para todos los estudiantes, independientemente de su origen, evitando así que el mérito se convierta en un “taparrabos” de los privilegios y en una herramienta para agravar las desigualdades.
La vulnerabilidad de los valores académicos
La ejemplaridad
La ejemplaridad es un imperativo que llama a actuar de manera cívica y social, reconociendo el impacto que todos tienen en su entorno, fuera de ella la Universidad se diluye y pierde su sentido. La fragilidad y la fortaleza de la Universidad se confunden en tanto sólo puede mantenerse, en cuanto atentar contra ella sea percibido por el resto del mundo como un escándalo.
Ejemplaridad que supone un plus de responsabilidad extra jurídica que se concreta en un ambiente ineludible de integridad y responsabilidad, en un compromiso con una educación en valores para discernir lo bueno y lo malo en un mundo complejo y en la subordinación de sus actividades a la consecución de un impacto positivo en la sociedad. Las universidades deben asumir su condición de modelo para otras instituciones, tanto en la necesidad de crear un entorno en donde las reglas sean respetadas por convicción, promoviendo una cultura de respeto, como en promoción de la colaboración con otras organizaciones sociales dirigida a mejorar las condiciones de vida de las personas.
En la crisis del 2008 los universitarios jugaron un papel clave en la creación de una situación insostenible que llevó a la ruina a millones de personas. El movimiento “me too” tuvo, y desgraciadamente tiene, algunos de sus casos más relevantes en el entorno universitario. Ver en los medios de comunicación referencias a profesorado que miente en su currículum, posiblemente el principal pecado que puede cometer un universitario, ha dejado de ser excepcional. Los sesgos en el trato a personas racializadas siguen siendo objeto de denuncia. La selección de personal o el otorgamiento de prebendas por razones de cercanía con demasiada frecuencia se integra en la normalidad de la vida universitaria. El mirar para otro lado ante los conflictos de intereses para conseguir financiación se considera en ocasiones como inevitable. Cada vez que una universidad encubre un abuso de poder, un conflicto de intereses, una decisión en beneficio particular, una discriminación, un acto de nepotismo o una falta consciente a la verdad, no sólo se amenaza la reputación de la institución afectada, sino que cuestiona a la Universidad como institución.
Prueba de ello es que académicos de referencia hayan pedido la limitación de la autonomía universitaria ante la incapacidad interna de las universidades para enfrentarse a estos comportamientos. Una situción de excepción que cuestiona todo el entramado institucional que soporta a las universidades.
La fortaleza de las universidades se corresponde con su ejemplaridad. Actuar desde la integridad académica y educar en la honestidad intelectual son el fundamento del pacto social de las universidades. La defensa y promoción de una cultura de la integridad se ha convertido, como hacía evidente la UNESCO en el año 2016, en «un reto contemporáneo para la calidad y credibilidad de la educación superior».
Cancelación y movimiento anti-woke
Los valores y prácticas de las universidades también se han visto comprometidos desde los movimientos de cancelación. Actitudes hiperbólicas de carácter identitario, surgidas desde los propios departamentos universitarios, que han exacerbado las condiciones de la convivencia e impuesto la censura, o autocensura, en aras de lo identificado como políticamente correcto. Los movimientos de cancelación han propiciado el alejamiento de las universidades de su condición de espacios de diálogo, ajenos a la violencia o la intimidación, propiciadores de una educación emancipadora.
La guerra de Gaza ha vuelto a traer al escenario universitario con especial encono, como en su momento sucedió con la guerra del Vietnam, el debate sobre cuáles son los límites de las universidades en su intervención política en la sociedad. La incriminatoria comparecencia de tres rectoras de la “Ivy League” en el Congreso de EEUU, y su posterior dimisión, dan fe de ello.
La toma de posición de las universidades en temas socialmente relevantes tiende a ser vista por los contrarios a las opiniones que se expresan como una violación de la necesaria “neutralidad política”. Determinadas declaraciones de carácter político, se afirma, suponen la negación del espacio para el desacuerdo académico de buena fe. Mientras otras posiciones hablan de nuevas «formas de censura».
Cancelación y neutralidad se muestran como dos cara de una misma moneda que se expresan en el acoso y la censura que está deteriorando la libertad académica, y con ella el propósito sobre el que cimienta la Universidad. Son muchas las tensiones a las que se enfrentan las universidades pero sin duda la esencial es esta, la Universidad adquiere sentido en cuanto espacio autónomo para garantizar la libertad de conocimiento. No es casualidad que el gobierno laborista en UK anunciara una versión revisada de la Ley de Educación Superior (Libertad de Expresión), después de haber pausado esta legislación al tomar el poder .
Las universidades se agostan cuando temas legítimos de debate universitario se han convertido en campos de minas en los que los estudiantes y los profesores dudan en entrar. Urge la formación en el discurso cívico y la condena expresa, sin sanciones formales, del discurso flagrantemente irrespetuoso. En una encuesta entre estudiantes de Inside Higher Ed y Generation Lab, casi todos los encuestados apoyaron los esfuerzos institucionales para promover el diálogo civil, y el 40 por ciento estaba al menos algo preocupado por el clima para el diálogo civil y la libre expresión estudiantil en su institución.
Esta refexión no puede cerrarse sin reordar que el movimiento anti-woke, aunque proclama defensor la libertad de expresión y se presenta como heredero de los valores fundamentales de Estados Unidos, en la práctica recurre a tácticas de «cancelar cultura» y ataques a la Constitución. Su supuesta defensa del libre debate es selectiva y contradictoria: promueven la censura de ideas y voces que no se alinean con su agenda, mientras critican a la izquierda por hacer lo mismo. La «cancelación de la cultura» como la censura han sido prácticas presentes en ambos extremos del espectro político
Los límites de la actividad académica
De igual manera la línea de separación del «Scholactivism», o activismo académico, la utilización de la investigación académica para abordar problemas sociales urgentes y promover cambios necesario, con el ineludible compromiso con la objetividad y el rigor académico, se ha vuelto otro frente ideológico, que supera los aspectos epistémicos, amenazando la convivencia universitaria.
No deja tampoco de generar tensiones en las universidades la toma de posición de la comunidad científica frente a las políticas públicas. o más bien ante la falta de políticas publicas, en temas de gran impacto social como fue el COVID o el asesoramiento climático independiente. Es lo que ha venido en llamarse «Shadow Science Advice» o «consejos científicos en la sombra», para unos actuaciones que generan desconfianza en la ciencia en general o pueden estar influenciadas por intereses políticos o ideológicos, para otros, contrapesos necesarios a las decisiones gubernamentales, que promueven una mayor transparencia y legitimación de las decisiones a la vez que cuestionan políticas que podrían carecer de justificación científica adecuada.
Especial mención merece en este apartado, en el que se cuestionan los límites de la actividad académica, las restricciones a su investigación a las que se enfrentan los investigadores que vienen impuestas, de manera directa o indirecta, desde fuera de su lógica científica; lo que se ha venido en llamarse «Undone science». Concepto con el que se quiere destacar cómo ciertos temas de investigación, (como pueden tenar vinculados a la salud de la mujeres, contaminantes industriales o al efecto de la posesión de armas de fuego) son excluidos de diversas formas de la actividad científica debido a factores políticos, empresariales o ideológicos. La «Undone science» no solo refleja la ausencia de investigación, sino también cómo esta falta puede perpetuar desigualdades y mantener el statu quo.
Sin aura ni amenaza
El cambio tranquilo de las universidades hacía la mercantilización se ha producido en un silencio compartido, apenas roto por problemas corporativos, ignorando las grandes tensiones del debate universitario clásico, entre ellas la que hace referencia al valor de la educación universitaria. “El proceso de acumulación implosiva y acumulativa…el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente”, del que hablaba George Steiner.
La primera misión de la educación, y por lo tanto de las universidades mientras sean consideradas instituciones educativas, es formar personas libres. La evolución actual de las universidades parece estar pretiriendo esta misión. Circunstancia que podemos observar tanto en la tendencia a la especialización en materias técnicas y muy concretas, como por el deterioro de la educación humanista, considerada como anacrónica. Una aportación inutil en una realidad que no se desea someter a otra revisión crítica que no sea la que provenga de cómo mejorar la eficiencia económica.
De esta manera la formación universitaria aparece integrada en el proceso de formación de capital humano. La formación del estudiantado como ciudadanos activos en el ejercicio de la democracia queda postergada, cuando no ignorada. La educación se reduce para el estudiantado a una autoinversión dirigida a proporcionarle la mayor rentabilidad posible en actividades futuras, “sin aura ni amenaza”.
La brecha entre profesorado y estudiantado
Igualmente debemos considerar como una pérdida en los valores académicos la brecha creciente en algo tan esencial como es la relación entre profesorado y estudiantado. Un profesorado que percibe al estudiantado como una carga, desinteresado en asistir a clase, y si asiste no participa, incapaz de leer y que integra las trampas en su relación académica sin sentir culpa.
Por otro lado, un estudiantado desconfiado o apático hacia la autoridad, sin interés en asistir a las clases, para el que la universidad ha pasado a ser la siguiente parada en la cadena de montaje, que no se siente importante, ni atendido, y que no encuentra modelos de vida en su profesorado. El primer paso en cualquier propósito de transformación de las universidades pasa por sanar la relación entre maestros y discípulos.
No podemos olividar en este apartado la paradoja universitaria de un profesorado que asume su taresa docente sin haber aprendido a enseñar ni haber reflexionado sobre cómo se aprende enseñando. Circunstancia que tiene como consecuencia una práctica docente basada en la reproducción de modelos tradicionales, muchas veces centrados en la transmisión unidireccional del conocimiento. Lo que afecta negativamente tanto el aprendizaje profundo y significativo de los estudiantes como el crecimiento profesional de los propios docentes, quienes no siempre revisan o transforman su forma de enseñar.
Urge recontruir la confianza entre profesores y estudiantes. La sombra de que sólo se persigue adquirir un título para unos y de que el profesorado se preocupa más por su propia investigación y del éxito personal que por sus estudiantes, corroe la Universidad.
La crisis reputacional
Cincuenta años de un modelo éxito
En enero de 2023 la rectora de Harvard se veía obligada a dimitir después de un escándalo vinculado a falta de integridad académica en algunas de sus publicaciones. La renuncia de Claudine Gay trasciende lo personal para cuestionar los fundamentos de la economía de la reputación sobre la que se soporta la vida académica. Nos encontramos ante un punto de inflexión en un modelo de éxito que ha funcionado durante décadas, situación que algunos califican como, “bancarrota epistémica”.
Asumido el más absoluto rechazo a cualquiera de las prácticas de plagio, las noticias publicadas durante la campaña electoral contra Kamala Harris por comportamientos contrarios a la ética académica pusieron de manifiesto el uso intencionado de estas denuncias dirigido no solo derribar individuos, sino también deslegitimar universidades y el conocimiento de los expertos. Está campaña partidista obliga a una reflexión profunda sobre impacto en la vida académica de la expansión constante de las herramientas de escritura digital y los profundos cambios que estas “herramientas” aportan a la producción de conocimiento.
Desde los años setenta la implantación de la cultura del paper ha propiciado un cambio radical en las prácticas académicas. El artículo científico se ha naturalizado como el medio de expresión de la actividad investigadora, llevando al confinamiento a otras expresiones tradicionales del conocimiento académico. De la misma manera que se ha impuesto como métrica hegemónica y objetiva de los méritos de las carreras profesionales.
En una realidad en la que los datos han sustituido al juicio, la vida profesional en las universidades depende del dominio del complejo arte de la publicación. Maximizar la eficiencia de los recursos y la objetividad de las decisiones ha terminado por deteriorar los valores esenciales del sistema académico.
Nunca como ahora se ha publicado tanto, nunca ha habido tantas revistas, tantos números especiales y tantos artículos en los números. La cantidad de artículos publicados ha pasado de 300.000 al año en 1975, a un millón a principios de siglo, llegando a los tres millones en el 2020. El proyecto científico difícilmente soporta esta frenética carrera autorreferenciada donde las urgencias curriculares, en el mejor de los casos, van sustituyendo al rigor.
La normalización del fraude
Es la comunidad científica quien denuncia con insistencia la insostenibilidad de la situación. Y lo hacen, en primer lugar, dando a conocer la creciente dificultad para poder replicar los experimentos y resultados publicados, la denominada crisis de la replicabilidad. Desgraciadamente ni las editoriales, ni las instituciones, han puesto el empeño necesario para adaptar la evaluación de las publicaciones a la evolución de las maneras de hacer ciencia en los últimos cincuenta años.
Por otra parte, la generalización de expresiones como “Academic Paper Mills» (fábricas de papers), p-hacking (manipulación de datos para crear falsos positivos), el más común “HARKing” (elaborar hipótesis después de conocer los resultados), “círculos de citas”, o “mercado negro de citas” (las citas se pueden manipular fácilmente mediante la creación de preimpresiones falsas y a través de servicios de pago) pone de manifiesto la normalización de comportamientos fraudulentos bajo el axioma «Publish or perish». Fraudes cuyas consecuencias económicas y sociales, así como para las carreras profesionales de compañeros, se han demostrado demoledoras.
Pensemos en el fenómeno de las fábricas de artículos académicos. La IA ha hecho que sea fácil generar artículos de investigación que parecen plausibles. Las universidades no son víctimas inocentes de la actual crisis del conocimiento sintético; la están acelerando. La IA no es la enfermedad; es el síntoma de un sistema que se construye predominantemente sobre resultados mensurables a través de un debilitamiento gradual de los criterios que distinguen el saber de la apariencia de saber .
En esta situación no es de extrañar que la tasa de retractación se haya multiplicado por cuatro entre el año 2000 y el 2020, que más de 10.000 artículos se retractaron tan solo en el año 2023 según Nature o que mirar el reporte diario de la página de Retraction watch produzca vértigo. De los 50 millones o más de artículos publicados en la última década unos 40.000 (menos del 0,1%) han sido retractados, según los conjuntos de datos de las empresas. Pero el aumento de los avisos de retractación (mediante los cuales las revistas anuncian que un artículo va a ser retractado) está superando el crecimiento de los artículos publicados.
Un estudio pionero liderado por investigadores de la Universidad de Granada ha revelado que prácticas éticamente dudosas, como la inclusión de autores sin mérito o la citación de artículos por presión editorial, están bastante extendidas entre la comunidad científica hispanohablante. El trabajo, basado en las respuestas de 1.254 científicos de 19 países, alerta de que estas conductas, aunque no constituyen fraudes directos como la falsificación o el plagio, dañan la credibilidad de la ciencia y agravan la polarización social.
Los autores del estudio vinculan estas prácticas a sistemas de incentivos laborales y formativos deficientes, y advierten que la presión por publicar y la existencia de liderazgos tóxicos favorecen su proliferación, especialmente entre los jóvenes investigadores. El estudio concluye que es urgente reformar los sistemas de evaluación científica y reforzar la ética en la formación académica para preservar la confianza en la ciencia
La falta de rigor, maliciosa o negligente, que manifiesta las crecientes retractaciones no nos puede hacer olvidar el reproche, que desde el punto de vista de la ética académica, merece la plaga de artículos destinados a no ser leídos por nadie. Publicaciones tan insignificantes, que ni siquiera resulta de interés clasificarlos como “verdaderos” o “falsos”, como depredadoras de recursos públicos. Los datos son contundentes, el 90% de los artículos publicados no recibe ninguna cita, y el 50% sólo será leído por los editores.
El negocio editorial y la ciencia abierta
El exitoso sistema de coproducción entre investigadores y editoriales también está siendo puesto en cuestión en cuanto a su estructura comercial. El poder del oligopolio de las editoriales sobre el sistema científico y las carreras profesionales ha generado una actividad económica que depara unos beneficios fuera de toda lógica para las empresas editoriales. Ganancias que originan unos costes descontrolados para las universidades, sufragados mayoritariamente con recursos públicos. Gastos que se han vuelto insostenibles, incluso para la Universidad de Harvard. La crisis de los “papers” también es consecuencia y se evidencia en el cuestionable modelo de negocio de una industria que bien podríamos calificar como extractiva.
En paralelo el sistema universitario soporta otra fuerte tensión en torno al sistema de publicaciones, en este caso provocada por los defensores de las publicaciones en abierto. Nunca ha habido una conciencia institucional tan clara, tanto en los responsables políticos, como en las asociaciones científicas internacionales, sobre la necesidad de compartir en abierto las publicaciones y los datos que surgen de las investigaciones universitarias. Ahora bien, hacer posible una ciencia abierta demanda un difícil y profundo cambio cultural en las prácticas científicas y los modos de gestión de la investigación.
La pérdida de atractivo profesional de la universidad
El malestar laboral del profesorado
Uno de cada dos profesores se jubilará en las universidades de los países de la OCDE en los próximos 15 años. Este éxodo académico está sucediendo en un entorno marcado por la precariedad y la pérdida de atractivo de las universidades como destino profesional.
Bajo #leavingacademia fueron muchos los investigadores que entre el año 2022 y 2023 publicitaron su salida de la universidad, fundamentalmente para incorporarse en el mundo empresarial. Como defendía “Nature” en las mismas fechas, “Una investigación de calidad necesita buenas condiciones de trabajo”.
Lo mismo puede predicarse de una buena educación. El compromiso con una docencia sujeta a condiciones cada vez más exigentes, tanto por la tensión que genera el uso de las tecnologías, como por desbordamiento causado por la burocratización de la gestión, o por el demandante cambio cultural del estudiantado, tiene un alto coste personal para el profesorado.
El “burnout” y las crecientes huelgas del profesorado expresan unas contradicciones en el ámbito profesional de las universidades que son imposibles de ignorar. Retribuciones bajas, especialmente si se compara con la industria. Inseguridad en la carrera profesional, como ejemplifican «los contratos de cero hras». Un acceso y promoción determinado por procedimientos desinteresados en la valoración de la docencia. Rigidez para cambiar de trabajo entre la universidad y otros sectores. La amenaza de la reducción de plantillas vinculada a los descensos demográficos. La emergencia frente a los estudiantes de la «fatiga por compasión». Ambientes de trabajo poco saludables con alto nivel de estrés, donde se pueden dar con facilidad casos de “mobbing”, sólo el 27% del personal de la Universidad de Cambridge esta satisfecho con como se aborda el acoso y la intimidación en su departamento. Hacen cuestionable el atractivo del futuro laboral en las universidades.
El profesorado como empleado
El personal académico se ha ido convertiendo en “empleados corporativos”, desconectados del propósito colectivo y más centrados en sobrevivir a las formas de gestión basadas en el control, la eficiencia y la productividad.
En un artículo publicado en la revista Brain, Masud Husain de la Universidad de Oxford , afirma que al replicar la gestión del sector privado para mejorar la seguridad financiera y la gobernanza, las universidades están “destruyendo la academia desde dentro”. “Cada una de las cargas administrativas a las que nos enfrentamos a diario puede parecer pequeña por sí sola, pero acumuladas constituyen una ‘montaña de pequeñas cosas’ que está matando al mundo académico”.
Estas condicones de empleo generan precariedad, estrés y una pérdida del sentido crítico y ético de la labor docente e investigadora. En esta situación la «ciudadanía académica», el compromiso ético, político y comunitario de quienes trabajan en la universidad, el pensamiento crítico, la autonomía y el espíritu comunitario, que eran los pilares tradicionales de la vida universitaria, son cada vez más difíciles de mantener.
La “uberización” imparable de las condiciones laborales del profesorado es una enfermedad silenciosa, cuyos síntomas han sido en gran medida ignorados durante más de medio siglo, síntoma y causa del deterioro institucional de las universidades. El título de un reciente artículo en LSE, «¿En qué se parece la academia a una banda de narcotraficantes?», que podría parecer una broma, pone encima de la mesa el generalizado proceso de dualización que está produciendose en la vida académica.
En un momento en el que los estudiantes reclaman una mayor atención a la salud mental, y en el que las encuestas nos hablan de un profesorado con agotamiento emocional y afectado en su propia salud mental y emocional por las nuevas demandas de la relación con el estudiantado, para las que no está bien preparado, es fundamental que las instituciones de educación superior adopten un enfoque más holístico del bienestar en sus campus.
El agente inteligente mató al profesor indolente
Los agentes inteligentes no son más que sistemas informáticos capaces de percibir su entorno, tomar decisiones autónomas y actuar para alcanzar objetivos específicos. La expresión cotidiana de la Inteligencia Artificial. Sólo aquellos profesores que tengan un marco estatutario que les asegure su estatus hasta la llegada de la jubilación, y escaso interés el aprendizaje del su estudiantado, pueden ignorar el impacto de la irrupción los agentes inteligentes en la profesión docente. Si antes no implotan sus instituciones.
Es cierto que los agentes inteligentes pueden apoyar o incluso automatizar tareas cotidianas del profesorado, como corregir exámenes, generar contenidos didácticos personalizados, responder consultas frecuentes de estudiantes, organizar calendarios académicos o analizar el progreso del alumnado. Como lo es que, evidentemente , no sustituyen la relación humana con docente, siempre y cuando esta exista, y que pueden liberar tiempo de tareas rutinarias para que el profesor se enfoque en lo esencial: enseñar, investigar y fundamentalmente acompañar críticamente el aprendizaje.
Pues el papel del educador es insustituible como como garante último de que el conocimiento que transmite está avalado por la ciencia, ya que, los sesgos de la Inteligencia Artificial pueden llevar a una desinformación brutal. Los sistemas de IA pueden amplificar sesgos y desinformación si no son supervisados críticamente por docentes formados. Los educadores deben liderar el uso pedagógico de la IA.
Por otra parte, el auge de la IA podría impulsar al mundo académico hacia un modelo de empleo más basado en tareas, donde los roles académicos se fragmentan, lo que conlleva un cambio que puede conducir a la precarización del profesorado al contratar las universidades personal para tareas específicos en lugar de hacerlo como personal permanente.
En un entorno de acceso a la información como es universitario, dudar de que todo lo que pueda hacer un agente inteligente en igualdad de resultados que un humano terminará haciéndolo, por costes, rapidez y calidad, es difícil de valorar tan sólo como negligente. Si una actividad es predecible, repetible o analizable por algoritmos, será delegada progresivamente a sistemas inteligentes. El desafío está en decidir qué actividades de aprendizaje sólo generan valor desde la relación humana, que propósito diferencial atribuimos al aprendizaje universitario. ¿Qué significa ser profesor universitario en la época de las máquinas inteligentes?
La reforma de la carrera profesional
Después del COVID nada es igual en las universidades. La presencialidad del profesorado se ha visto alterada, es cierto que, de manera desigual según disciplinas, pero en algunos casos de manera radical. Sin duda han desaparecido algunas malas costumbres, pero también lo es que este cambio afecta a prácticas esenciales de la cultura académica sobre las que de manera tácita se ha venido soportando el aprendizaje del profesorado y del estudiantado. La deserción espontanea de la presencialidad merece una reflexión institucional para valorar su impacto, así como para plantear las necesarias reorganizaciones académicas y de gestión.
La reforma de la carrera académica trasciende los problemas corporativos. Sin cambios importantes en su actual definición, la incorporación y el mantenimiento de personas apasionadas por el conocimiento y socialmente comprometidas será un objetivo imposible de alcanzar. Sin duda las universidades son mucho más que cooperativas de profesores, pero también es cierto que sólo podrán ser lo que quiera e impulse su profesorado.
El papel del estudiantado
La responsabilidad del estudiantado
Cuando leemos que los campus se están quedando vacíos, lo que nos está contando es que el estudiantado no ve suficientemente reflejado en su experiencia universitaria la realidad en la que viven. Pocas cuestiones pueden ser más determinantes para el futuro de las universidades que el desapego de su estudiantado. Tanto da a estos efectos si están ausentes porque creen que estar presente es una pérdida de tiempo, como si es porque las condiciones de la presencialidad son incompatibles con su trabajo o condiciones de vida.
El reconocimiento de la condición de adulto para el estudiantado pasa por facilitar su implicación en el aprendizaje, de la misma manera que por integrar éste en su vida y en la búsqueda de un impacto en su entorno, así como por la asimilación en su actuar de la ética académica. Sin olvidar la imprescindible incorporación de su conocimiento y experiencia para la transformación de las universidades, y, por supuesto, el respeto de la diversidad y el favorecimiento de su cuidado como persona.
La peculiaridad de la institución universitaria hace que ser estudiante también lleve consigo una responsabilidad, no sólo personal, sino también política. La actividad del estudiantado a la vez que está sujeta a las restricciones propias de su aceptada condición de discente, y por lo tanto al principio de autoridad propio de la enseñanza, también está impregnada por la libertad académica y el ejercicio de la libertad intelectual.
Sólo un poco más del 40% de las universidades europeas consideran estable y bastante buena la participación del estudiantado, según la encuesta de la EUA. Una universidad para los estudiantes, pero sin los estudiantes, no parece hoy una opción viable. Las universidades del siglo XXI sólo podrán construirse entre todos.
Frente a un sistema universitario estructurado sobre la elección de una carrera no falta quien plantea que la universidad sea hackeada por el estudiantado. Esto es, que los estudiantes identifiquen y sigan sus intereses personales y pasiones, aunque no encajen perfectamente en una titulación oficial, y busquen maneras de conectar esas motivaciones con su formación académica y su futuro profesional. Recoger la idea de los «desire paths» (caminos del deseo de nuestros parques): rutas alternativas que las personas crean espontáneamente en un campus porque son más directas o útiles que los caminos oficiales. Así, los estudiantes pueden trazar sus propios recorridos a través de la universidad, mostrando a la institución nuevas posibilidades y necesidades.
El malestar del estudiantado
En la última década, en especial despues de la pandemia del Covid, se está tomando conciencia de las situaciones de riesgo que para la salud mental del estudiantado puede suponer el paso por las universidades. En buena parte compartidas con otros actores universitarios, pero también sujetas a sus especificidades que demandan una atención propia.
Priorizar la salud mental en la universidad no se trata solo de ofrecer servicios, sino de crear un entorno de convivencia en donde tanto el alumnado como el personal puedan prosperar. Al integrar iniciativas de salud mental en la cultura universitaria, creamos un espacio donde las personas se sienten valoradas, apoyadas y preparadas para afrontar los retos que enfrentan.
La movilidad, el acceso ilimitado a información, la presión de las tecnologías, el distanciamiento del profesorado, la competitividad interna, compatibilizar el trabajo, las obligaciones familiares, el estrés financiero, la pertenencia a grupos subrepresentados… son circunstancias que de una manera u otra repercuten en el bienestar del estudiantado y pueden terminar incidiendo en la salud mental.
A esta situaciones de tensión tenemos que unir otras menos conocidas. Como es el caso de que, actualmente, cerca del 41% de los estudiantes universitarios en EEUU experimentan algún nivel de inseguridad alimentaria, una situación agravada por el aumento de precios, la falta de tiempo, el acceso limitado a alimentos saludables y barreras como la escasa motivación o habilidades culinarias, lo que incrementa el consumo de comida rápida y snacks, y reduce la ingesta de frutas y verduras. La inseguridad alimentaria en universidades tiene origen en factores socioeconómicos y estructurales, afectando negativamente el rendimiento y bienestar estudiantil.
Crear lugares seguros para la convivencia y la discrepancia, entornos confortables que favorezcan la diversidad, es la esencia de las universidades, sin embargo hoy no es suficiente. Las tensiones internas y externas que soportan el estudiantado hacen insoslayable tomar medidas concretas para que los cuidados y la cooperación sean prácticas y valores compartidos e institucionalizados. Propiciar el bienestar no es una concesión a lo políticamente correcto, es la base de cualquier acción transformadora que busque su sostenibilidad y la de su entorno.
La reivindicación de la docencia
De igual manera tenemos que recordar la multitud de iniciativas promovidas por entidades internacionales y centros de estudios universitarios que cuestionan la preeminencia actual de la actividad investigadora en la vida universitaria. Propuestas que reclaman el reconocimiento de la actividad docente como elemento definitorio y diferenciador de las universidades.
Baste como ejemplo citar el informe, “Ideas for designing an Affordable New Educational Institution” del MIT. En este documento la prestigiosa universidad investigadora norteamericana propone abiertamente reivindicar una carrera profesional universitaria construida desde la docencia, asignando a esta tarea el 80% de la dedicación del profesorado.
Acercar los profesores a la condición de maestros, primar una relación directa y personal con el estudiantado, así como estimular el aprendizaje autónomo, exigirá cambios radicales en los criterios de selección y de ponderación de su actividad, cambios que transformarán la vida académica.
El estudiante como consumidor
Dar relevancia y responsabilidad al estudiantado nada tiene que ver con entender su relación con las universidades como un servicio a un cliente. Por lo tanto, en una relación que le aboca a tener siempre la razón e inevitablemente a renunciar a la educación. El título de este artículo lo dice todo: “El cliente no siempre tiene la razón: limitaciones de los enfoques de ‘servicio al cliente’ en la educación, o por qué la educación superior no es Burger King”.
La realidad , al menos en EEUU es otra muy distinta. El 70% de los estudiantes en EEUU se sienten clientes de sus universidades. Orientar el debate en la relación como “cliente” o “consumidor” ignora el valor que ofrece y los resultados que generan las univeriades para los estudiantes y la sociedad. El objetivo principal de una universidad es educar y fomentar el desarrollo intelectual, ayudarlos a alcanzar sus metas. Los estudiantes vienen a educarse porque no tienen todas las respuestas.
Un modelo centrado en el cliente daña la autonomía de los estudiantes al trasladar la responsabilidad del aprendizaje a las instituciones. Tratar a la educación como un producto de consumo, y en consecuencia a la obtención del título universitario como una transacción mercantil, genera un malentendido irresoluble sobre el propósito de la universidad entre estudiantes y profesores. Socava la relación entre profesor-alumno al reducirla a una conexión transaccional, entre vendedor y comprador, en la que la institución satisface las necesidades expresadas por el estudiante a cambio de un pago por un título.
Confusión que todavía hoy conduce a la frustración que se ve reflejada en la preocupación extrema por las calificaciones, los empleos futuros y la reputación institucional, así como en la ausencia de comprensión de las oportunidades intelectuales que ofrecen los campus o en los sentimientos de alienación que se apoderan del estudiantado.
Asimilar al estudiante a un cliente degrada las titulaciones universitarias, y niega el que es, en último término, el sentido de acudir a las universidades: la posibilidad de cambiar como persona. Reducir las universidades a empresas de servicios de formación supone convertir la palabra “Universidad” en un distintivo comercial, del que a buen seguro se apropiarán otras instituciones dedicadas al aprendizaje, sin duda mucho más eficientes y eficaces en ese escenario.
La libertad se aprende ejerciendo la libertad
La libertad de expresión no es un privilegio docentes en el ámbito de la libertad académica. Sin libertad de expresión para el estudiantado la universidad linda con el adoctrinamiento. Sin embargo, las condiciones en las que el estudiantado ejerce este derecho no siempre garantizan su virtualidad. La desvinculación de los estudiantes universitarios con la libertad de expresión está creciendo a un ritmo alarmante.
Ya en el año 2022 una encuesta de la Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión, (FIRE) en EEUU, reveló que el 63 % de los estudiantes se sentían demasiado intimidados para compartir sus ideas, opiniones o creencias en clase porque eran diferentes a las de sus compañeros. Alrededor del 84 % de los encuestados coincidió en que los estudiantes necesitan una mejor educación sobre el valor de la libertad de expresión y la diversidad de opiniones en el campus. La mayoría de los estudiantes universitarios se sienten intimidados al compartir su opinión y es poco probable que estén en desacuerdo con el profesor.
El creciente uso de la violencia y otras tácticas disruptivas para silenciar a los oradores en los campus universitarios se ha convertido en una forma de censura en la que se cancela el evento de un orador debido a la hostilidad real o potencial de sus oponentes ideológicos, se denomina « el Veto del provocador «.
Para proteger la libertad de expresión y garantizar la seguridad de sus comunidades educativas, las universidades deben aclarar que el uso de la fuerza para silenciar la expresión no es un ejercicio de libertad de expresión: es censura.
La misma fundación nos recuerda que en los últimos dos años la espiral de sanciones vinculadas a la libertad de expresión de los estudiantes universitarios en EEUU no ha parado de crecer. Con la peculiaridad de que los destinatarios de las sanciones han cambiado radicalmente, pasando de ser estudiantes con posiciones conservadoras, por opiniones vinculadas a la raza o al género, a estudiantes liberales, por las protestas ante la guerra de Gaza.
Baste citar la celebre sentencia Sweezy v. New Hampshire , en la que se fijo el principio constitucional de que «La erudición no puede florecer en una atmósfera de sospecha y desconfianza…los profesores y los estudiantes deben permanecer siempre libres de indagar, estudiar y evaluar, para adquirir nueva madurez y comprensión; de lo contrario, nuestra civilización se estancará y morirá».
Nuevas demandas y cambio cultural
La relación entre estudiantes y universidad ha cambiado hacia una lógicacontractual y mercantil. Los estudiantes, cada vez más, actúan como clientes sujetos a un contrato: exigen calidad en el aprendizaje, transparencia y compensación cuando los servicios no cumplen lo prometido. La insatisfacción ante errores administrativos, información incorrecta o falta de apoyo impulsa a los estudiantes a reclamar, evidenciando una relación menos deferente y más orientada a la defensa de sus derechos como consumidores.
La transformación del estudiante en cliente, impulsada por la mercantilización de la educación y el aumento de la conciencia de derechos, obliga a las universidades a replantear su cultura de servicio, transparencia y gestión de conflictos. No adaptarse a esta realidad puede traducirse en mayores costes económicos, pérdida de prestigio y una relación cada vez más tensa y judicializada con su alumnado.
El activismo estudiantil
El activismo político estudiantil ha sido históricamente un motor de cambio social y político. Estas movilizaciones también genera tensiones dentro de las instituciones académicas. Un claro ejemplo es el caso de los Estados Unidos, en donde las universidades han sido escenario de intensas movilizaciones relacionadas con la guerra de Gaza. Las protestas han generado debates sobre la libertad de expresión, el antisemitismo y el apoyo a la causa palestina, lo que ha llevado a tensiones entre la comunidad académica y las autoridades universitarias, y fundamentalmente a un enfrentamiento sin precedentes con el Gobierno de la Nación. En la práctica totalidad de las universidades occidentales y de países árabes se han replicado estas manifestaciones, si bien las consecuencias para las instituciones universitarias han sido menos relevantes que en EEUU.
Otros casos reseñables de estas tensiones universitarias se encuentran en lugares tan diversos como Perú, con la toma de la Universidad Mayor de San Marcos en octubre de 2023; Serbia, donde se produjo una ola de ocupaciones estudiantiles a nivel nacional en contra de la corrupción sistémica, el abuso de poder institucional y la violencia generalizada; Irán, a raíz de la muerte de Mahsa Amini; Turquía, donde las protestas estudiantiles han sido intensas debido al arresto del alcalde de Estambul, Ekrem İmamoğlu; o Argentina, en contra de la destrucción de los servicios públicos. La inestabilidad política y la polarización social inciden directamente en la experiencia universitaria del estudiantado, su politización y la percepción social de las universidades.
No falta quien ha señalado críticamente la pasividad del estudiantado frente a las agresiones a las universidades de la administración Trump, señalando que esta actitud suele estar marcada por el silencio, la apatía y, en algunos casos, la normalización de la violencia. Se menciona que existe una percepción generalizada de que las universidades no actúan ante estos problemas, lo que genera desmotivación y falta de denuncia entre los estudiantes. Esta inacción es descrita como una “conspiración de silencio” o “cultura de la simulación”, donde tanto autoridades como parte del estudiantado optan por no enfrentar el problema para proteger la reputación institucional.
Nuevos públicos universitarios y caída demográfica
Por otra parte, tenemos que contemplar que el estudiantado universitario actual es muy homogéneo, tanto por edad como por procedencia social. Esto es así porque una buena parte de la población no contempla la esperanza de ir a las universidades, y porque para otra, aun contemplándola, les resulta inaccesible. La repetida y demandada apertura de las universidades también pasa por promover e incorporar nuevos públicos.
Hablamos de que la aspiración de acceder a la universidad esté naturalizada en las expectativas de las minorías étnicas, los trabajadores, los inmigrantes, las personas con niveles de renta bajos o discapacidad, habitantes de zonas rurales, estudiantes transnacionales, así como para mujeres embarazadas, padres y madres solteros, hombres jóvenes (medio millón de hombres jóvenes se han perdido la educación superior durante la última década en UK en relación con las mujeres) o personas mayores de treinta años. Las universidades, a diferencia de otras instituciones de aprendizaje, tienen el deber ineludible de hacer realidad el derecho a la educación superior.
Abrir las universidades no sólo mejora la educación que ofrecen a todos los alumnos y amplía su impacto social. La incorporación de nuevos públicos es la opción más viable para atender la irremediable caída de sus estudiantes tradicionales vinculada a razones puramente demográficas. El cambio demográfico compromete no sólo la reconfiguración de la población que va a la universidad, sino también, cómo se enseña a esos estudiantes y qué departamentos y carreras prosperaran o desaparecerán. Reaccionar ante el reto demográfico es uno de los desafíos para las universidades más inmediatos.
Terminamos estas diez propuestas de reflexión incorporando un tema transversal que está transformando todos los ámbitos que hemos tratado. Nos referimos al impacto de las inteligencias artificiales.
Las universidades en la era de las inteligencias artificiales
Universidades e impacto social de las IIAA
Las expectativas que abren las inteligencias artificiales son tan grandes como los temores que produce. En el ámbito de este artículo tenemos que destacar que la irrupción de las IIAA ofrece una gran oportunidad a las universidades para asumir la responsabilidad de ser el espacio en donde poder escuchar a los que no saben, y propiciar una conversación, rigurosa y no mediada por intereses económicos o partidistas, sobre una realidad imposible de comprender y valorar su impacto sin los expertos de todas las distintas áreas del saber que agrupan las universidades.
En la era de las máquinas inteligentes las universidades son un lugar en donde construir qué significa ser humano, pues las IIAA a buen seguro cambiarán no sólo nuestra forma de aprender, sino también nuestra forma de vivir y de acceder al trabajo.
La educación superior debe enseñar a los estudiantes a que comprendan la IA y puedan desarrollar las competencias necesarias para interactuar y colaborar con los sistemas de IA, preparándolos para un nuevo tipo de dinámica de trabajo, asi como para abordar tanto los desafíos técnicos como las implicaciones éticas y sociales de la IA a medida que surjan. Por otra oarte, establecer conexiones con la industria de la IA es vital para mantener la relevancia de los títulos. Las universidades también deben ser lo suficientemente flexibles para facilitar la adaptación continua de los cursos a medida que avanza la tecnología.
Es mucho lo que las universidades tienen que decir sobre cómo están transformando las IIAA distintos ámbitos sociales y económicos o sobre su coste medioambiental, así como en relación al juicio ético que debe guiar su desarrollo y aplicación. Las instituciones de educación superior están adoptando rápidamente herramientas de IA para la enseñanza, la gestión y el apoyo al alumnado, lo que ha incrementado notablemente el consumo energético y, por tanto, las emisiones de carbono y el uso de agua asociados a los centros de datos, en conflicto directo con los compromisos medioambientales de las universidades.
También es mucho lo que tienen que hacer las universidades, tanto a través de la alfabetización digital que potencie las capacidades humanas y enseñe a interactuar con sistemas inteligentes estimulando el pensamiento crítico, como en los aspectos más tecnológicos. Así, si queremos que las IIAA no sean cajas negras que dirijan la vida de las personas, si queremos que el diseño de la tecnología sea respetuoso con los Derechos Humanos, necesitamos universidades competentes y comprometidas.
El impacto en las universidades de las IIAA
Más allá de las precisas restricciones que establece el Reglamento Europeo de IA a su uso educativo, en el acceso y admisión a los centros, aprendizaje adaptativo, evaluación del estudiantado o control de su integridad académica, las universidades deben decidir de acuerdo con su propósito cómo quieren que las IIAA transformen la investigación científica, la integridad y la libertad académica, la autonomía universitaria, la empleabilidad de los egresados, docencia o el propio derecho a la educación.
La educación superior siempre se ha basado en símbolos compartidos —togas de graduación, aulas, bibliotecas— como formas de representar algo más amplio: la formación intelectual, el propósito cívico, la construcción gradual de la comprensión. Pero la IA causa estragos en los símbolos. Genera un lenguaje fluido sin experiencia ni sustancia. Simula una comprensión profunda sin comprensión. Ofrece un rendimiento sin un proceso.
Las universidades toleran discretamente la vulneración de las normas que nadie quiere denunciar. Bajo las estrategias oficiales de IA yace algo más difícil de nombrar: una inquietud colectiva, una renegociación de lo que significa aprender, enseñar o incluso pensar en una era de asistencia algorítmica.
La gran promesa de la IA, como de la tecnologías precedentes, está en la personalización del aprendizaje. Lo que nos debe mantener alerta sobre los riesgos de que esta personalización sea en realidad una individualización del aprendizaje, una estandarización, una homogeneización y, en última instancia, un estrechamiento de la educación, son evidentes. Antes de la utilización de la capacidad de la tecnología para que todo el mundo llegue a unos mismos objetivos, la posibilidad de diferenciar trayectorias para que todas las personas alcancen su máximo potencial teniendo en cuenta sus experiencias, cultura y preferencias.
La hiperpersonalización impulsada por la inteligencia artificial en la educación universitaria puede comprometer el aprendizaje profundo y significativo. Aunque la IA permite adaptar los contenidos a los intereses y necesidades de cada estudiante, un exceso de personalización puede limitar la exposición a ideas desafiantes, reduciendo la capacidad de pensamiento crítico y la comprensión holística del conocimiento. Si los estudiantes solo reciben información filtrada según sus preferencias, pierden la oportunidad de enfrentarse a perspectivas diversas y desarrollar habilidades esenciales como la argumentación y la resolución de problemas complejos.
Lo que nos enfrenta a otro desafío complejo, la hiperpersonalización. Un aprendizaje estéril lejos de un conocimiento universitario, por definición profundo y situado, así como del carácter educativo esencial de la convivialidad. Un aprendizaje sin reflexión sobre el pensamiento, desde el que difícilmente puede el estudiantado llegar a ser creador de conocimiento. La educación universitaria debe fomentar, la empatía, el cuestionamiento, el debate y la exposición a ideas novedosas, elementos que demandan la relación con los profesores, los compañeros y el entorno.
El aprendizaje irresponsable. La amenaza al derecho a la educación
No falta quien ve difícilmente compatible la integración de la IA con la experiencia educativa universitaria. Para estos, con el uso de IA la educación pasaría a ser una suerte de «kayfabe» en la lucha libre profesional, donde todos los participantes saben que es una actuación pero aceptan la ilusión. En este contexto, la educación se convierte en un espectáculo performativo más que un proceso auténtico de aprendizaje. La IA alteraría las dinámicas entre estudiantes y profesores, dejando incierto el futuro del aprendizaje auténtico en un mundo dominado por tecnología avanzada.
Los Sistemas de Tutoría Inteligente (STI), conocidos en inglés como Intelligent Tutoring Systems (ITS) (sistemas de software educativo que utilizan técnicas de inteligencia artificial para proporcionar una instrucción personalizada y adaptativa a los estudiantes), presentan importantes oportunidades para aumentar el acceso a una educación de calidad, siempre y cuando su uso esté dirigido por el profesorado. Sin embargo, la búsqueda de la eficiencia y la automatización los puede convertir en el Caballo de Troya de las corporaciones tecnológicas en las universidades.
Si los STI asumen funciones como la evaluación y la retroalimentación, relegando a los profesores a un papel secundario, reducen las interacciones sociales necesarias para desarrollar habilidades democráticas; esto es, ignoran los valores esenciales que definen la educación, como la comunicación, la cooperación y la participación en la toma colectiva de decisiones, y priorizan la individualización del aprendizaje, las competencias profesionales y la automatización de tareas docentes, la inteligenicas artificiales estarán socavando los cimientos del espacio universitario.
Es poco probable que un estudiante que solo aprende a dar indicaciones a una IA, y no a elegir sus propias palabras, sepa con precisión lo que quiere decir y, por lo tanto, si la IA ha expresado sus propios pensamientos o ha puesto palabras en su boca. Los estudiantes que no aprenden a escribir, porque dejan que la IA escriba por ellos, tendrán dificultades para aprender a pensar.
Un aspecto importante que los estudiantes obtienen al asistir a la universidad es la oportunidad de encontrarse con otros que podrían cuestionar sus propias creencias y de conocer personas distintas. Los compañeros de universidad de hoy son interlocutores filosóficos, colaboradores artísticos o socios comerciales del mañana.
Es cierto que a menudo esperamos que la inteligencia artificial ofrezca prestaciones que gran parte de las universidades no logra alcanzar. Mientras algunos son optimistas respecto a la IA por su visión pesimista del futuro de la educación, otros optan por una visión optimista de lo que las sociedades podrían conseguir si decidieran invertir directamente en la educación, en lugar de delegar esa responsabilidad en la tecnología.
Las universidades comprometidas con la educación invertirán más que en IA en sus profesores y estudiantes. Esto es, reducirán el tamaño de las clases y se asegurarán de que estén a cargo de profesores comprometidos con su estudiantado. Quienes realmente deseen evaluar su aprendizaje deberán dedicar más tiempo a conversar con ellos y observar su desempeño de forma directa, además de realizar los trabajos bajo supervisión. Se destacará a aquellos estudiantes que se muestren capaces de pensar de manera autónoma, en lugar de recompensar a quienes delegan ese pensamiento en máquinas.
El día después de la IA
No podemos olvidar que algunos responsables politicios ven la IA como un mecanismo para reducir el número de personal y recortar costos, y no pocas emperesas educativas como la oportuna de acceder a un mercado antes en manos de las universidades, con enormes espectativas de beneficio.
Las universidades son el espacio para humanizar las IIAA y educar digitalmente a los ciudadanos. Necesitamos recuperar la lentitud, Los usuarios de un chatbot priman la velocidad sobre la precisión y ceden su pensamiento crítico a una tecnología que probablemente no entiendan, sólo porque les da una respuesta rápida. Sin fricción no hay aprednizaje, sólo subordinacion. Nada será igual con el paso de las IIAA. El papel de las universidades está llamado a ser clave para aumentar la inteligencia de los seres humanos, la inteligencia natural, y preservar su dignidad en la era de las IIAA.
Por otra parte, la irrupción de las IIA hace insostenible una de las tensiones más ignoradas en las instituciones universitarias, y con mayores consecuencias prácticas, como es la dependencia tecnológica. La externalización de los servicios esenciales de las universidades a proveedores tecnológicos compromete tanto aspectos éticos y legales, en especial la privacidad del estudiantado, como determina los procesos de investigación y aprendizaje, así como la estructuración de las universidades.
La irrupción de las IIAA hace que los riesgos del uso de Online Program Managers (OPMs) para las universidades sin una tecnología propia se disparen. Los contratos de larga duración, los modelos de participación en ingresos, el control de los aspectos éticos o la priorización de los objetivos comerciales sobre los académicos, pueden afectar la misión institucional y la autonomía académica.
Sin una mínima soberanía tecnológica de las universidades en el uso y desarrollo de las IIAA, hablar de autonomía universitaria y de libertad de cátedra cada vez será difícil. Quiénes son los dueños de las IIAA es esencial para el futuro de las universidades, y para el resto de la sociedad, como espacios de libertad construidos desde la inteligencia colectiva. Porque, sin duda, su uso nos hace mucho más eficientes, pero cada paso que damos en su integración en nuestra prácticas personales y profesnales también nos hace más dependientes de las grandes corporaciones y de las presiones de los Estados que las acogen.
La implantación de IA plantea profundos desafíos éticos, sociales, económicos y políticos a nuestra forma de vivir, trabajar y aprender hoy. Afrontarlos requerirá una deliberación democrática prolongada y compleja en el seno de una ciudadanía capaz de enfrentarse a este reto. Sería una enorme frustación si las universidades, con su uso de la IA, hicieran que esto fuera menos probable.
y del cambio climático
Es imposible terminar este repaso a las tensiones a que se ven sometidas las universidades sin hacer al menos una alusión al desafío global más importante al que se encuentra la humanidad en este momento; el cambio climático.
Las universidades deben enfrentarse a esta realidad con todos sus recursos y capacidad de liderazgo, tanto a través de la educación y sensibilización, el activismo medioambiental y la investigación desinteresada, como con su contribución a las políticas públicas o en la cooperación con las empresas y sociedad civil.
Pero además, el cambio climático obliga a las universidades a diseñar estrategias que impliquen cambios radicales en su relación con el entorno y la vida en los campus, así como en la planificación y desarrollo de la vida académica. Dentro de estas responsabilidades destaca la reflexión sobe el enorme coste ambiental propiciado por la generalización del uso de las IIAA. Una consulta con ChatGPT gasta 10 veces más electricidad que una búsqueda de Google (2.9 Wh contra 0.03 Wh*) La indiferencia frente al cambio climático es incompatible con la función social de las universidades, y con su propio futuro.
El cambio climático obliga a las universidades a diseñar estrategias que impliquen cambios radicales en su relación con el entorno y la vida en los campus, así como en la planificación y desarrollo de la vida académica. La indiferencia frente al cambio climático es incompatible con la función social de las universidades, y con su propio futuro.
Sin embargo, la sostenibilidad ambiental es, sorprendentemente, una prioridad baja en la planificación tecnológica. El 60% de los CTOs (Chief Technology Officer, Director de Tecnología) en EEUU afirma que su institución no tiene objetivos de sostenibilidad ligados al uso de tecnología, y el 69% indica que los líderes rara vez consideran el impacto ambiental al tomar decisiones tecnológicas. Esto contrasta con la presión social y regulatoria para avanzar hacia campus más sostenibles.
Sin duda, muchas universidades no cuentan con grandes subvenciones o fondos para proyectos de descarbonización. El reto es lograr avances significativos en sostenibilidad sin depender de grandes inversiones, gestionando cuidadosamente los recursos disponibles y apostando por proyectos pequeños pero coordinados que, sumados, generen un impacto considerable.
No podemos olvidar que, implementar una estrategia de sostenibilidad requiere la colaboración de todos los sectores de la universidad y la comunidad local. Sin embargo, suele haber resistencia al cambio dentro de las estructuras organizativas tradicionales, lo que dificulta la integración de la sostenibilidad en la cultura institucional y en las prácticas cotidianas.
No es menos importante considerar que, existe una carencia de formación específica en sostenibilidad para el personal docente y administrativo, lo que limita la capacidad de las universidades para desarrollar e implementar políticas y metodologías efectivas. Además, se necesita liderazgo comprometido y la identificación de “champions” o referentes internos que impulsen la agenda verde de manera constante.
Otro reto es la evaluación y el seguimiento de las prácticas de sostenibilidad. Es fundamental establecer indicadores claros y mecanismos de retroalimentación para medir el progreso, identificar áreas de mejora y ajustar estrategias. Además, comunicar de manera efectiva los logros y las metas a toda la comunidad universitaria es clave para mantener el compromiso colectivo.
Para superar estos retos es necesario un enfoque integral que abarque, tanto impulsar proyectos pequeños y coordinados. En lugar de esperar grandes inversiones, las universidades pueden planificar e implementar múltiples proyectos pequeños (como mejoras en eficiencia energética, reducción de residuos, o sistemas de reutilización de agua) que, sumados, logren un impacto significativo a mediano y largo plazo. Como crear equipos multidisciplinarios e inclusivos. Formar comités de sostenibilidad que incluyan miembros de todos los sectores de la universidad (dirección, docentes, estudiantes, personal administrativo y representantes de la comunidad) para asegurar la participación y el compromiso colectivo.
No podemos olvidar además, la importancia de formar y empoderar líderes en sostenibilidad. De identificar y capacitar a referentes internos (“champions”) que puedan coordinar, motivar y dar seguimiento a las iniciativas de sostenibilidad, además de incluir la sostenibilidad en los planes de estudio y actividades de empleabilidad para involucrar a los estudiantes. Así como de implementar sistemas de monitoreo constante de energía, agua y residuos, y establecer indicadores de desempeño claros. Paralelamente, desarrollar una estrategia de comunicación efectiva para informar y celebrar los logros, motivando así la participación continua de toda la comunidad universitaria.
Pero además, las universidades tienen la oportunidad, sino la obligación, de reconocer que el desarrollo es solo uno de los muchos marcos posibles para comprender el mundo. Ir más allá de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para construir un enfoque de la sustentabilidad que no esté dominada por visiones occidentales y soluciones tecnocráticas que no siempre consideran las realidades locales, los conocimientos indígenas y las perspectivas de las comunidades marginadas es un reto consustancial a la naturaleza universitaria.
Un currículo de sustentabilidad debe ser interdisciplinario, crítico y centrado en la justicia ambiental y social. No se trata solo de enseñar a los estudiantes cómo reducir el impacto ambiental, sino de dotarlos con herramientas para repensar estructuras económicas y políticas que perpetúan desigualdades. Integrar voces diversas en la enseñanza permite formar líderes con una comprensión más holística y situada de los desafíos ambientales, capaces de diseñar soluciones desde el respeto a múltiples formas de conocimiento y a la diversidad cultural.
El mundo no puede rendirse ante el cambio climático, y las universidades tienen un papel esencial en esta lucha aportando soluciones audaces y compromiso moral.
Conclusiones
Tendemos a valorar a las universidades por su contribución al bienestar a través de la formación de capital humano y tecnológico. Sin embargo, con esta identificación olvidamos que lo que las convierte en instituciones realmente singulares es la autonomía con la que desarrollan sus funciones. Su condición de espacio garante de la libertad. Es en el ejercicio y defensa de su autonomía en la educación y en la gestión del conocimiento en donde las universidades encuentran su razón de ser como instituciones, desde donde realizan una aportación diferencial a la sociedad.
¿Podemos dejar de pensar que la universidad son edificios y profesores, para valorarla como una forma de ver la organización y la coordinación? Lo universitario no es tanto lo que se hace, sino, desde donde se hace, los valores y las prácticas que lo definen. Lo universitario es una forma de gestionar el conocimiento. Sin autonomía podrá haber aprendizaje, incluso educación, creación de conocimiento y hasta compromiso social, pero no habrá Universidad. Qué es y qué no es universidad sólo puede considerarse desde la libertad.
Es importante destacar que está afirmación es aplicable tanto en relación a las posibles presiones partidistas de las administraciones que las regulan y financian, como a las limitaciones o imposiciones procedentes de las entidades privadas propietarias.
La autonomía universitaria, en España y en la mayoría de los países occidentales, otorga un estatus diferencial para cumplir con un servicio público específico, siempre en beneficio del bien común, nunca de la propia institución universitaria o de su profesorado, sea cual sea su titularidad. Una institución que no esté orientada al bien común no puede considerarse Universidad. Por supuesto que la investigación y la docencia tienen su propio valor intrínseco, pero tanto la institución universitaria como el profesorado y los estudiantes individualmente considerados tienen una responsabilidad con la sociedad en general.
En las universiades debería extenderse la pregunta, ante la alarma justificada por los crecientes ataques a su autonomía, de hasta qué punto es situación esta provocada entre otras cosas por no han abordado adecuadamente tendencias preocupantes en la sociedad, como los ataques a la ciencia, el conocimiento y la democracia; el aumento del racismo, el antisemitismo, la islamofobia y la xenofobia; y las crecientes desigualdades económicas, políticas, sociales, educativas y de salud.
La autonomía de cada universidad y su proyección al servicio público, sea cual sea su titularidad, no son formalidades que se presuman por el hecho de la autorización o el reconocimiento, son una exigencia constituyente, y constitucional en el caso de España, que las leyes deben garantizar y los poderes públicos deberían vigilar por su cumplimiento. Sin servicio público no hay autonomía, como sin autonomía no hay libertad, y sin libertad no podemos hablar de Universidad.
Esto hace que las universidades públicas o privadas, distinción vinculada fundamentalmente a la tradición de cada país, por encima de su condición de industrias del conocimiento generadoras de puestos de trabajo directos de calidad y de externalidades esenciales para sus territorios, sean instituciones políticas básicas en la configuración del Estado social de Derecho. Las universidades son espacios privilegiados para la libertad, esenciales para una sociedad democrática.
La fuerza de las universidades es la que se dan unas a las otras. Las universidades tienen la capacidad y la responsabilidad de reafirmar su autonomía y valores fundamentales, resistiendo la instrumentalización política y apostando por la cooperación internacional y la defensa de la libertad académica. La clave está en reconocer su propio poder y actuar colectivamente para proteger su misión y su impacto social. La internacionalización y la colaboración entre universidades, se ha convertido en una cuestión de supervivencia en tiempos de inestabilidad política y económica. Formar alianzas estratégicas permite a las universidades fortalecer su resiliencia y aumentar su impacto colectivo.
La libertad académica, no olvidemos que es el fundamento último de la universidad, no es un privilegio de los profesores; es un bien común que adquiere su plena expresión como soporte de la libertad intelectual y de expresión de todos los ciudadanos, así como del derecho al acceso libre a la información. Por supuesto que no hay un modelo único de universidad, cada comunidad debe andar su camino, pero sí una pretensión compartida de destrucción por los que aspiran a conservar sus privilegios desde la imposición del mito y la repetición del engaño prejuicioso, eludiendo el escrutinio de una razón compartida.
En un entorno como el actual, dependiente en extremo de la tecnología, altamente internacionalizado y dominado por la búsqueda de las oportunidades de negocio, cuando no sujeto a intoxicaciones provocadas por ignorancias interesadas, la autonomía universitaria adquiere una relevancia extraordinaria como, posiblemente, el único lugar en el que las ideologías dominantes pueden ser sometidas a un escrutinio riguroso. Reflexión que se hace más evidente en una situación en la que la irrupción de la inteligencia artificial nos está obligando a repensar la todavía incipiente e inespecífica sociedad del conocimiento.
«Mientras la casa de la cultura sigue siendo la casa de los hombres cultos», como señalaba Pierre Bordieu, ha llegado el momento de hacer realidad las promesas de la Universidad. Promesas de emancipación, equidad, convivialidad y sostenibilidad. De un cambio tranquilo que requiere el convencimiento y el compromiso del profesorado, estudiantado, administraciones, antiguos alumnos y demás interlocutores sociales y económicos. Sin respuestas colectivas es imposible defenderse de la actual degradación, y mucho menos lanzar la necesaria reflexión compartida. En cualquier respuesta no podemos olvidar que, las universidades o son de todos, o no serán de nadie, por eso su transformación no puede encomendarse sólo a la comunidad universitaria.
En un mundo dominado por patrones y algoritmos diseñados únicamente para maximizar las ganancias de una oligarquía que ha dominado el populismo y que no muestra piedad hacia la humanidad, el antiguo pacto entre las universidades y sus comunidades —el mismo que ha sostenido su legitimidad hasta ahora— resulta cada vez más insuficiente. Como recoge magistralmente David F. Labaree en su libro A Perfect Mess: The Unlikely Ascendancy of American Higher Education (2017), este pacto se resumía en la promesa: «Esta es su universidad, trabajando para ustedes. Formamos a los ingenieros que diseñan sus puentes, a los maestros que educan a sus hijos y a los agricultores que producen sus alimentos». Sin embargo, hoy esa promesa parece claramente insuficiente ante los desafíos actuales.
Las universidades han sido una fuente de esperanza de nuestras sociedades en los últimos doscientos años, y deben seguir siéndolo. Sin esperanza la Universidad se diluye. Como señala Antonio Lafuente, “Esperanzarse es mostrarse capaz de anticipar lo por venir y comenzar, desde ya, a transformar nuestras condiciones actuales de vida”, (Slow U. Una propuesta de transformación para la Universidad).
Como hemos podido ver a lo largo del artículo las presiones externas e internas de las últimas décadas han hecho a las universidades alejarse del argumento del bien común. Para recuperarlo es necesaria una profunda transformación de los sistemas universitarios que interprete la libertad académica y la autonomía universitaria según las demandas del siglo XXI. Bien entendido que transformarse no es adaptarse a realidades impuestas como inevitables e irreversibles y, sobre todo, que el camino debe andarse en cada universidad con todos los que forman parte de ella. Se trata de conversar, antes que convencer.
Sólo desde la autonomía se puede gestionar la complejidad de relaciones que hace de las universidades únicas y necesarias. Ninguna institución ha sabido integrar saberes tan distintos como los jurídicos, los artísticos, los humanísticos, los religiosos, los médicos o los propios de las diversas ciencias naturales o las ingenierías. Ninguna institución ha sabido integrar a públicos tan distintos como los jóvenes, los profesionales, los aficionados, los emprendedores, los activistas, las administraciones, las personas mayores o con discapacidad, los empresarios, el tercer sector… Ninguna institución ha sabido integrar la diversidad de instrumentos con los que presta los servicios a sus sociedades: títulos, contenidos de aprendizaje en abierto, exposiciones, contratos de servicios, publicaciones científicas, formación permanente, asesoramiento a las administraciones, creación de empresas, debates públicos, cuidado de sus comunidades, clínicas universitarias, universidad de adultos… Ninguna institución ha sabido hacer de su identidad un sujeto colectivo soportado en una relación plena y permanente con otras universidades y con los actores de sus territorios.
Es en la riqueza de flujos de conocimiento que generan los ecosistemas universitarios en donde encuentran su diferenciación y lo que las convierte en instituciones y esenciales para la convivencia democrática y la competitividad de sus territorios. Reducir sus entornos de actividad, como hemos visto que está sucediendo bajo los paradigmas del mercado y la excelencia competitiva, conduce a su agotamiento. Confundir el sistema universitario con un mercado para la obtención de competencias profesionales aboca a las universidades a su irrelevancia, relegando su actividad a los ámbitos regulados para el ejercicio profesional.
La transformación de las universidades ha sido constante en los últimos doscientos años. Compartiendo valores, habiendo cambiado otros, poco tienen que ver en su expresión las universidades actuales con la “Universidad de Berlín” de 1810, como poco tienen que ver las sociedades a las que sirven. Cambiar hoy es ampliar sus límites. Hacer más partícipe de su libertad a la sociedad, o lo que es lo mismo, construirla entre todos. Por más que esto suponga contradecir al maestro de la Universidad de Chicago John Dewey cuando a principios del siglo XX dijo que, “Reformar la Universidad es como reformar los cementerios: no puedes contar con los de dentro”.
Huyamos de las simplificaciones interesadas que diluyen el sentido de las universidades, miremos el futuro desde las tensiones insoslayables que definen lo universitario. “¿Cómo pueden las instituciones de educación superior ejercer -estructuralmente, económicamente, sociológicamente- su custodia del pasado histórico e intelectual y fomentar al mismo tiempo la libre innovación, la inversión en el juego, principalmente científico, de la posibilidad futura? ¿Y cómo puede conciliarse esta incierta dialéctica con el programa de estudios, inevitablemente simplificado, generalizado, y social o políticamente sesgado?”, se preguntaba a principios del siglo XXI desde su experiencia en la Universidad de Chicago el maestro George Steiner. Desentrañar la pasión por el conocimiento y la educación.
Sí, hablemos de universidades, discrepemos abierta y honestamente, cómo ha sucedido y seguirá sucediendo, porque la Universidad, como la democracia, muere en la oscuridad. Hoy, entre la entropía y el mercado, 70 años después la pregunta del rector de la Universidad de Chicago Robert Maynard Hutchins (“La Universidad de Utopía”) sigue reclamando una respuesta, cómo lo hará dentro otros 70. «El gran problema de la universidad es el asunto del propósito: ¿para qué está?». Frase en la que no deja de resonar la afirmación de John Dewey en relación a que el fracaso en la experiencia universitaria es, “no encontrar el verdadero propósito de la vida”.
Alfonso González Hermoso de Mendoza
Presidente de la Asociación Espacios de Educación Superior
Agradeceremos sus comentarios y preguntas sobre este artículo. Envíe un correo electrónico a los editores o envíe una carta para su publicación.
El artículo desde su versión inicial se ha ido modificando gracias a las sugerencias recibidas desde su publicación. Expresar nuestro agradecimiento a todos los lectores y de manera especial a aquellos que nos han permitido aprender de sus conocimientos y experiencias.
Ultima versión de 14 de abril de 2025