El presente artículo nos ofrece un recorrido por los principales desafíos a los que se enfrenta la institución universitaria planteados desde una perspectiva global. El texto nos invita reflexionar sobre la singularidad y relevancia de las universidades, destacando la importancia de su integración en las sociedades que las acogen.
ALFONSO GONZÁLEZ HERMOSO DE MENDOZA
En una entrevista de 1997 en Forbes , Peter Drucker dio su veredicto: “Dentro de treinta años, los grandes campus universitarios serán reliquias. Las universidades no sobrevivirán”.
Signos de fatiga
Cuando pedimos que hablemos de universidades es porque, más allá de la sensación sostenida en el tiempo de la necesidad de reforma, hay evidencias de que estamos ante una crisis que cuestiona la viabilidad del sistema universitario actual.
Estos signos de fatiga nos han llegado en un momento en el que la convivencia democrática demanda espacios de libertad para el conocimiento y la educación, de la misma manera que entidades capaces de organizarse en redes globales y abiertas desde las que contribuir al bien común con rigor, creatividad y reflexión crítica. Instituciones que desde su autonomía ofrezcan alternativas de futuro frente a realidades impuestas como inevitables e irreversibles, así como ante los cada vez más frecuentes y corrosivos discursos del odio.
Es esencial entender que el debate de las universidades trasciende el ámbito académico. Cuando se propone conversar sobre las universidades, de lo que se está hablando es de la transformación de sus entornos, del reconocimiento del papel de las universidades para la construcción de la convivencia democrática. De esta manera, la ampliación de los límites del debate sobre las universidades, habitualmente centrado en la financiación y el gobierno, se convierte en una cuestión esencial.
Urge incorporar nuevos elementos en una polémica que, si bien se presenta áspera en sus formas, en el fondo resulta confortable a los actores en tanto no cuestiona el status quo. Enmarcar el diálogo universitario en las disputas sobre quién decide y cuánto dinero público se aporta supone ignorar el debate esencial sobre el propósito de la institución, así como reducir la conversación a los políticos y universitarios, despreciando la oportunidad de hacer partícipe a la sociedad.
Por otra parte, primar la discusión sobre la financiación y el gobierno es coherente con los valores del gerencialismo que se han naturalizado en las últimas décadas en la vida universitaria. Así, ante los recortes y la inacción de los gobiernos, más allá de los designios del mercado, las universidades públicas se han mostrado autosuficientes mientras crecía el número de estudiantes, el profesorado aceptaba la precariedad, el funcionamiento ordinario se mantenía pese al deterioro de las infraestructuras y las sociedades mantenían su fe.
Una ilusión de independencia que hoy parece imposible de mantener mientras emergen los damnificados y las contradicciones acumuladas se vuelven difíciles de superar sin conseguir un cambio radical de legitimidades. Una situación que adelanta un claro perdedor. En primera instancia, las universidades, en especial las públicas, abocadas a la entropía o a la lógica imposible de los mercados. Y en último término, la democracia.
Para acercarnos a este debate, hemos identificado diez de los múltiples temas que están tensionando el funcionamiento de las universidades. Diez propuestas reticulares por las que se puede transitar de manera natural y que no tienen otro fin que servir para propiciar una conversación interesada sobre las universidades. En cinco de ellas se ha querido destacar que predominan los elementos externos, y en las otras cinco que responden más a razones endógenas.
Cuestionamientos externos
El cuestionamiento de la autonomía
La asunción del gerencialismo
Los avances que llevaron a la democratización en el acceso a la universidad trajeron consigo la respuesta de sectores sociales que dudan sobre si las universidades están facilitando a los estudiantes el aprendizaje que necesita la actividad económica, así como si proporcionan a las empresas la tecnología que demandan, o si son realmente eficientes en sus costes. Ideologías que propiciaron, desde el último cuarto siglo XX, la progresiva y silenciosa asunción de un nuevo proyecto político para las universidades.
Bajo esta visión las universidades pasan a ser consideradas fundamentalmente como un actor económico que desarrolla su actividad en un mercado global. Esta perspectiva se antepone a los objetivos que vinculan a las universidades a la atención de las demandas sociales, así como a la participación en la vida pública. Es importante destacar que estos cambios se imponen en la lógica universitaria con independencia de lo que recogen los convenios internacionales y los textos constitucionales sobre el derecho a la educación, la autonomía universitaria o la libertad académica.
Las propuestas del gerencialismo bajo el mantra de la descentralización y la gestión estratégica han transformado la vida académica y la gestión universitaria. La nueva agenda pretende que las universidades asuman, en competencia con otras instituciones de igual o distinta naturaleza, la responsabilidad de cumplir de la manera más eficiente posible la provisión de formación y conocimiento de acuerdo a las necesidades del mercado. La autonomía universitaria lo será sólo en tanto permita alcanzar estos objetivos.
Desconfianza en las universidades (públicas)
Nos sugiere George Steiner en sus memorias que, “Las universidades son, desde su instauración en Bolonia, Salerno o el París medieval, bestias frágiles, aunque tenaces. Su lugar en el cuerpo político, en las estructuras de poder ideológicas y fiscales de la comunidad circundante, nunca ha estado exento de ambigüedades. Están sometidas en todo momento a tensiones fundamentales”. Tensiones fundamentales que hoy en día se traducen en la desconfianza, cuando no en el cuestionamiento, por parte de los responsables políticos.
Bien sea por incompetencia, la gestión de las universidades tiene una alta complejidad técnica y política, bien sea por ideología, el gerencialismo es la tendencia políticamente dominante y el iliberalismo es emergente, la realidad nos muestra la enorme dificultad de un acuerdo entre las administraciones de tutela y las universidades que permita explicitar que esperan las sociedades de sus universidades.
Un contrato que formule los compromisos sobre los que las universidades proyectarán su autonomía para la consecución del bien común y, en consecuencia, que establezca una financiación suficiente para su actividad. El desamparo de las universidades públicas en esta situación, unido a su pasividad y a las inercias centrípetas del autogobierno, las conduce a una situación entrópica.
El gerencialismo trasladó la consecución del interés público a la lógica de los mercados. A partir de esta visión son éstos los que marcan los objetivos de la actividad universitaria, y no podemos olvidar, los que determinan las formas de gestión, con las contradicciones insalvables que esto supone para las universidades sujetas al derecho público. En consecuencia, para las administraciones de tutela la autonomía universitaria pasa a percibirse como una amenaza que abre la puerta al desviacionismo y que, por lo tanto, debe controlarse desde una severa regulación y la progresiva desinversión.
Así, en la actualidad, los sistemas universitarios se encuentran ante una crisis financiera generalizada que se expresa en despidos, cierres o fusiones. Decimos generalizada porque es una situación que podemos encontrar tanto en los países referentes de la industria de la educación superior, como Estados Unidos, Reino Unido o Australia, como en el entorno europeo continental. Según la Asociación Europea de Universidades (EUA) el 44 % por ciento de las universidades europeas informan de una financiación decreciente en los últimos cinco años, mientras que el 70 % identifican la falta de financiación como uno de los tres principales obstáculos para mejorar el aprendizaje y la enseñanza.
A las dificultades por la falta de recursos económicos hay que añadir otra no menor, como es una sobreregulación, en especial para las universidades públicas, sujetas a una fiebre regulatoria que limita en aspectos esenciales la autonomía y, además, burocratiza la gestión. La EUA pone de manifiesto que un 26 % de las universidades europeas declaran una pérdida de autonomía en los últimos cinco años. En este periodo un tercio de las instituciones en Hungría y el Reino Unido y alrededor del 40 % en los Países Bajos y Polonia indican una disminución en la autonomía durante el mismo periodo.
Hacia la gestión por empresas
La expresión última del gerencialismo es la creciente compra de universidades por parte de fondos de inversión, en operaciones, difíciles de prever hace apenas unos años, que superan los miles de millones de euros. Circunstancia, que unida a la creación de universidades por grandes corporaciones, parecería anunciar la progresiva asimilación de los sistemas universitarios por parte de los mercados de la educación superior.
Es lógico pensar que si aceptamos que los objetivos de las universidades los establece el mercado, serán estructuras empresariales las que terminen desempeñando las funciones de las universidades. De esta manera, parecería que salvar las universidades pasaría por destruirlas. La naturalización, consciente o no, del gerencialismo dentro y fuera de las universidades ha llevado a su descapitalización y a la progresiva deslegitimación social, colocando a las universidades tradicionales en una situación muy delicada de cara al futuro.
El paradigma de la excelencia competitiva
Parecería evidente que la organización del mercado global de la educación superior demandaría una jerarquización que facilitara la comercialización de la oferta formativa y del conocimiento, a la vez que sirviera para generar legitimidades políticas y sociales. Esta necesidad dio lugar desde el año 2003 a la aparición de los ránquines globales. Clasificaciones que miden y comparan la “excelencia” de cada universidad en el mundo a través de el impacto de su producción científica, y lo hacen de una manera competitiva y en términos absolutos. Bajo esta perspectiva el ejercicio de la autonomía universitaria pasa a ordenarse en torno al “ideal de Harvard”.
Con el beneplácito de las élites académicas, mayoritariamente confortables con este paradigma, los políticos convirtieron en causalidad la correlación existente en los países más desarrollados entre competitividad científica y competitividad económica (recordemos la célebre “paradoja europea”), y asumieron en su discurso la consecuente entelequia de la transferencia tecnología. La excelencia competitiva y el impacto académico pasa a ser el valor compartido que ordena las políticas universitarias, y lidera el debate mediático.
La importancia de los ránquines ha llegado a ser tal que, el número y posición de las universidades presentes en ellos pasó a ser considerado como un valor político en sí mismo, como una cuestión de Estado en la que se dirime la reputación nacional. Recordemos las políticas que, con mayor o menor criterio y recursos a la hora reorganizar sus sistemas universitarios, llevaron a los “Campus de excelencia” en España, la “Exzellenzinitiative” en Alemania o la «Opération Campus» en Francia.
Es de destacar que, más allá de la convergencia entre patriotismo y negocio, algunas de las universidades mejor situadas en los ránquines como Harvard, Yale o Berkeley (EEUU), Rhodes (Sudáfrica), Zúrich (Suiza), Utrecht (Países Bajos) están cuestionando abiertamente su valor y retirando su participación.
Tan es así que los responsables de los ránquines saben que, después de veinte años de indudable éxito, para mantener su modelo de negocio soportado en ser los referentes en el marketing de los mercados globales de la educación superior, necesitan modificar sus productos. Para ello están incorporando nuevos indicadores vinculados a la satisfacción de las empresas o a la empleabilidad de los egresados, así como están creando familias de ránquines que ofrezcan una visión menos simplista de lo que realmente es y aporta una universidad a la sociedad.
Frente a la aceptación generalizada e inopinada por parte de universitarios y políticos de la jerarquización y ordenación de la educación superior que suponen los ránquines globales, es de destacar que Naciones Unidas, a través de la Universidad de Naciones Unidas, alertaba recientemente de la subversión de valores y de los riesgos que trae consigo referenciar las políticas de las universidades a sus objetivos. “Estas clasificaciones impelen a las universidades a subordinar su misión en la lucha por ascender en unas clasificaciones consideradas injustas y depredadoras”, señalaba.
En el reto de encontrar nuevas métricas, tanto para la gestión interna, como para la rendición de cuentas a la sociedad, por más que sea una tarea compleja técnica y políticamente, las universidades se juegan su reconocimiento futuro y su función social. Las universidades, y de manera especial las públicas, necesitan un acuerdo social sobre los indicadores que deben medir lo verdaderamente importante de su actividad. Información que debe servir de soporte para una evaluación consensuada sobre lo que queremos como sociedad poner en valor con su actividad.
Empleabilidad contra educación
Las universidades al servicio del mercado de trabajo
El exprimer ministro del Reino Unido Rishi Sunak señaló antes de las últimas elecciones que el objetivo fijado por el gobierno laborista en 1999, de que el 50 % de los jóvenes tuvieran educación superior, fue “uno de los grandes errores de los últimos 30 años”. Lo que llevó, según sus palabras, a que “miles de jóvenes fueran estafados por carreras que no hicieron nada para aumentar su empleabilidad o potencial de ingresos”.
No sólo se asimilan las universidades a centros de capacitación profesional, sino que, además, se las hace responsables de los problemas del mercado laboral. Mientras el modelo económico permanece inalterable e incuestionable, las universidades deben responder de las contradicciones que este genera.
El modelo de “market oriented University” está hackeado el software de los sistemas universitarios buscando dar la mayor rentabilidad a la inversión del estudiante y de los gobiernos. Así, la reiteración de noticias relacionadas con la sobrecualificación y el subempleo de los egresados, desfase de la oferta o la necesidad de graduados listos para el empleo, contribuye a extender la hegemonía de este modelo de universidad.
¿Quién tiene derecho a la educación?
Por contra, lo que nos muestra la historia, y las preferencias de los empleadores actuales (el 75% de los nuevos empleos requieren un título universitario, mientras que solo el 40% de los solicitantes potenciales lo tienen), es que las universidades han sabido conjugar educación y capacitación profesional de manera extraordinariamente ventajosa para la economía y la sociedad. No debemos olvidar hechos como que, después de la II Guerra Mundial, la ahora cuestionada democratización en el acceso a la educación superior fue un elemento esencial para alcanzar el mayor período de prosperidad de la humanidad.
Las ventajas diferenciales que ofrecen las universidades en la formación de capital humano se soportan en un aprendizaje profundo en diversos campos académicos y profesionales. En su capacidad para cambiar a las personas. Tener un título universitario tiene mucho que ver con tener las competencias para ser un buen profesional, de la misma manera que para ser un buen ciudadano, y sobre todo con estar equipado con “una suerte de salvavidas contra el vacío” del nos hablaba George Steiner.
Sin perjuicio de la necesaria mejora de los servicios de empleabilidad y de la constante actualización curricular, el reduccionismo de los títulos oficiales para atender las demandas concretas del mercado laboral ignora que la relación entre la educación superior y el trabajo es más eficaz si están débilmente acoplados.
Contraponer educación superior y empleabilidad es un argumento interesado que resuena con alegatos clasistas de los años 1980 que nos invitaban a pensar la universidad como “una fábrica de parados”. Si tuviéramos que señalar una debilidad de la relación universidad empleo sería que el paso por las universidades sólo atenúa, y cada vez menos, el impacto de las diferencias sociales de origen del estudiantado en cuanto a la relevancia de las ocupaciones profesionales futuras.
La simplificación de la misión educativa de las universidades deja entrever importantes preguntas que afectan directamente al modelo de convivencia que se desea. Preguntas como, ¿quién tiene derecho a la educación superior?, o ¿quién debe tener una formación que le posibilite su desarrollo vital, el acceso a un empleo de calidad y una actitud reflexiva y crítica frente a la sociedad?
Emergencia de nuevos operadores de aprendizaje
La plataformización de la educación superior
En una reciente entrevista, el CEO de Coursera Jeff Maggioncalda nos recordaba que su empresa tiene en España 2.400.000 estudiantes, un 35% más que todo el sistema universitario español a 2024. “Aprender sin límites” parece ser más que un lema comercial. Otro de los gigantes de los MOOCs, Edx, en este caso bajo el eslogan, “Tú marcas el objetivo, nosotros marcamos el camino”, ofrece 3.500 cursos en línea, tantos como másteres oficiales en España, avalados por más de 250 universidades, empresas o entidades de la relevancia de IBM, Amazon, o el Banco Interamericano de Desarrollo. De igual manera que bajo la promesa de, “Hacemos que lo digital sea una oportunidad para todos en todas partes”, 42 The Network está presente en 36 países, con más de 50 campus.
El aprendizaje autónomo ya es una realidad cotidiana posible en cualquier lugar y en cualquier momento. La plataformización y automatización del aprendizaje atrae la atención especialmente de los aprendices con pretensiones de capacitación laboral, y lo hace ofreciendo certificados o titulaciones no universitarias que compiten de manera ventajosa con los títulos oficiales de las universidades.
En este entorno imparable de digitalización no basta para defender el valor diferencial de las universidades con declaraciones formales o enérgicas reivindicaciones ideológicas. En último término, la salvaguardia de las universidades corresponde a cada profesor que ha de hacer sentir a cada estudiante la experiencia transformadora de su paso por las universidades.
Entre medias de las “universidades no formales” y las universidades presenciales nos encontramos con el reconocimiento como universidades de centros de educación superior puramente virtuales. De hecho, la irrupción de las universidades virtuales ha reconfigurado todos los sistemas universitarios. Entre los años 2000 y 2020 sus estudiantes crecieron en el mundo un 900%.
Si la orientación de las universidades al mercado está cambiando el software del sistema, las universidades on line lo están haciendo con el hardware. La regulación, siempre un paso atrás, espera a consolidar las disrupciones aceptadas como irreversibles.
Las claves de su expansión se puede resumir en una oferta de títulos oficiales directamente vinculados a la capacitación profesional a precios asequibles, unas políticas comerciales innovadoras dirigidas a segmentos del estudiantado que difícilmente pueden compatibilizar su aprendizaje con las exigencias de las universidades tradicionales, y por encima de cualquier otro apartado en su capacidad para romper las fronteras nacionales, incluso las idiomáticas, para la obtención de los títulos. Hoy en día, lo que sucede en un sistema universitario incide de manera directa en las universidades de cualquier otro lugar en el mundo.
Esta explosión de demanda educativa nos invita a pensar sobre la sensibilidad que han demostrado hasta el momento las universidades tradicionales, tanto para la incorporación de nuevos públicos, como en el uso de las tecnologías del aprendizaje.
Otras universidades
Tampoco podemos olvidar en este capítulo el potencial de las universidades promovidas por grandes empresas. Instituciones que unas veces toman la forma de universidades no formales corporativas, u otras de “spin offs” específicos para el mercado educativo, o bien directamente de universidades propias dentro de sus entramados corporativos, o en alianza con universidades existentes.
El futuro de las universidades de empresas corre de la mano del de las empresas universitarias. Figuras como el aprendizaje dual o los itinerarios conjuntos de formación profesional superior y universidad parecen marcar un futuro alentador para estas iniciativas. Su complementariedad con las universidades tradicionales dependerá del desarrollo de una regulación adecuada y, en último término, de quien perciba el estudiantado que aporta más valor a su aprendizaje.
Por otra parte, más allá de la reputación de los sistemas nacionales, en un mercado global de la educación superior no podemos olvidar la dificultad de garantizar que detrás de la expresión “Universidad” haya un servicio público universitario de calidad. Conviene recordar como bajo la denominación “Universidad” operan tanto las conocidas como“ Micky Mouse, patito, garaje o de cartón”, como un sinfín de instituciones de aprendizaje no formal de difícil valoración.
Naciones Unidas da una cifra de 24.000 organizaciones en el mundo que con la denominación de Universidad desarrollan las más diversas actividades. La marca Universidad desvinculada de la institución concreta y del sistema universitario de origen, cada vez aporta menos referencias en cuanto a la relevancia del aprendizaje ofertado.
Junto a estos actores hay que añadir el creciente atractivo de las instituciones de formación profesional o vocacional postsecundaria, dotadas de una oferta de titulaciones cada vez menos diferenciable de la universitaria, que sin embargo ofrecen estudios más cortos en el tiempo, menos costosos, más sencillos de compatibilizar con actividades retribuidas, más experienciales y con una vinculación al empleo más directa.
Un modelo educativo del que aprender que no para de crecer y de atraer a colectivos a la educación, como jóvenes varones que antes proyectaban sus ilusiones en las universidades, o aquellos que no tienen la esperanza de poder asistir a los campus universitarios.
Revisar la inserción entre la formación profesional y la universitaria es una necesidad global que empieza a ser urgente. No falta quien señala que, en lugar de ir de la educación secundaria a la universidad y luego al trabajo, deberíamos reordenar la progresión, de la educación secundaria al trabajo y luego a la universidad. Todo un desafío de organización e inversiones para los gobiernos y los empleadores que quieran asomarse a este camino.
El valor diferencial de la educación presencial
La emergencia del aprendizaje digital, sin perjuicio de que en una sociedad híbrida como en la que vivimos difícilmente cabe imaginar hablar de educación sin que ésta también lo sea, nos hace plantearnos ¿hasta qué punto la presencialidad es insustituible en una educación que merezca llamarse universitaria?.
Determinadas competencias, curriculares y extracurriculares, propias de conocimientos no formalizados, como el aprendizaje colectivo o interrelacional, así como el aprendizaje tácito y experiencial vinculado al “currículum oculto”, o la creación de capital relacional desde la convivencia y la confianza, se antojan difíciles de conseguir sin el contacto personal, la proximidad física, el contaminación acumulativa de una relación humana y directa con los profesores y compañeros.
Esta reflexión es tanto más importante en cuanto son estos conocimientos no formalizados de los que devienen los atributos diferenciadores de una educación de calidad, pues, son ellos y no otros, los que configuran en mayor medida el desarrollo personal, el “salvavidas contra el vacío”. Aprendemos entre personas, y cuanto más opciones tenemos de ver, escuchar y sentir, cuánto más cercana y rica es la relación, más posibilidades tenemos de aprender. El qué aprendemos y el por qué aprendemos son indisociables del cómo aprendemos.
Como señala Jeff Maggioncalda en la entrevista antes citada, el core de las universidades del futuro se construye “desde la experiencia de estar juntos”. Es en la responsabilidad de generar valor diferencial desde la presencialidad para el estudiantado desde donde los docentes construyen la mayor parte de la singularidad de la experiencia universitaria.
En un mundo con entornos laborales desregulados, en el que el conocimiento se puede adquirir de manera autónoma, como nunca ha sido posible, y en el que la empleabilidad está condicionada por las competencias y la experiencia de cada persona, antes que por sus títulos, las universidades tienen ante sí el reto apasionante para reivindicar el valor de la educación desde la riqueza única que poseen de complejidad en el conocimiento y del entorno.
Emergencia de nuevos entornos de creación de conocimiento
Las empresas en la ciencia
Cada vez es más frecuente ver cómo grandes investigadores “básicos” se incorporan a la disciplina empresarial. Un ejemplo significativo es la filiación de Katalin Karikó y Alexei Ekimov, últimos premios Nobel en Medicina y Física. Otro indicador de este cambio lo podemos encontrar en la prensa. Cada vez más noticias relacionadas con avances científicos relevantes proceden de empresas como Neuralink, Calico Labs, Altos Labs, Google Quantum, OpenAI. SpaceX, o Helion Energy. Todas ellas corporaciones dotadas de una financiación, así como de una agilidad en la gestión, impensables para las universidades.
Detrás de estos proyectos encontramos a algunos de los hombres que han cambiado el mundo en las últimas décadas, y que han acumulado las mayores fortunas, como Elon Musk, Larry Page, Sergey Brin, Jeff Bezos, Yuri Milner, Sam Altman o Peter Thiel. La apuesta por la ciencia de vanguardia está lejos del capitalismo filantrópico y de la búsqueda de reputación institucional, habiéndose convertido en una línea de negocio esencial en los grandes fondos de inversión.
La búsqueda de la soberanía tecnológica
A esta situación tenemos que añadir la irrupción de nuevos sistemas universitarios altamente competitivos. como el chino o el indio. Proyectos de un capitalismo de Estado que disponen de crecientes y planificados recursos, directamente vinculados a la competitividad económica y a la soberanía tecnológica de sus países.
Ser competitivo en las áreas de lo que podemos denominar “Big Science” exige cada vez más unos ingentes recursos, una planificación y una organización que supera con mucho las capacidades de la inmensa mayoría de las buenas universidades.
Ciencia entre todos
Frente al modelo de universidad dominante en las últimas décadas que encuentra sus referentes en la competitividad por la excelencia científica, nos encontramos de manera creciente con otras universidades que buscan realizar sus investigaciones fuera de los límites académicos tradicionales, en nuevos entornos y con nuevos actores. Este es el camino que han emprendido aquellas universidades en donde se han implantado los “curriculum conectados”, o las llamadas “universidades cívicas”.
Universidades cuyo propósito es generar valor en sus territorios, tanto sea a través de la investigación científica de impacto local, como del conocimiento generado en los procesos de aprendizaje, o de la facilitación de la innovación económica y social y de la creación cultural. Universidades vertebradoras de sus comunidades, a la vez que nodos en redes globales de conocimiento. En último término, como señala Wendy Brown, universidades orientadas por los gritos del mundo, sus peligros y sus necesidades.
En este mismo ámbito de favorecer la coproducción de conocimiento nos encontramos con los nuevos entornos de investigación que están generando las actividades vinculadas a la ciencia ciudadana. Detrás de la ciencia ciudadana está la propuesta de crear en las universidades lugares de encuentro entre saberes disciplinares e indisciplinares. “Necesitamos que la ciencia se acerque mucho más a eso que hablamos los que no sabemos, pero queremos ser escuchados. Necesitamos más ciencia, y también que sea más cercana, más arraigada, más entre todos”, señala Antonio Lafuente.
La incorporación de otros saberes
En este apartado de emergencia de nuevos entornos universitarios de conocimiento no podemos dejar de citar el especial empeño que ha puesto la UNESCO en la incorporación a las universidades de formas plurales de conocer y hacer. Esto es, “en la redistribución del poder y el redescubrimiento de las identidades humanas transformando las funciones y el trabajo de las universidades”.
Una propuesta que persigue la justicia epistémica, la plena incorporación de otros saberes como los indígenas, populares o de minorías que suelen ser invisibilizados o deslegitimados, como en su momento hicieron muchas universidades con los saberes artísticos.
La emergencia de nuevos espacios para el conocimiento compromete el futuro de las universidades ofreciéndoles la oportunidad, no exenta de tensiones, de ser el lugar en donde formalizar un nuevo pacto social que acerque a científicos y ciudadanos, cautelosos ante el poder de las corporaciones y vigilantes de los excesos del poder público.
La universidad como ideología
El auge del iliberalismo
Si el neoliberalismo resignifica a las universidades convirtiéndolas en un actor de la economía global del conocimiento, el iliberalismo va más allá y lo que plantea es su cancelación ideológica. La pretendida derogación del siglo XX es en buena medida la derogación de la obra de las universidades, y por tanto, de ellas mismas.
El programa electoral del candidato republicano a la presidencia de EEUU, Donald Trump, incluye la creación de una “universidad” pública, digital, gratuita y de acceso abierto para todos los norteamericanos: “The American Academy”. Una institución que estaría financiada con nuevos impuestos a las universidades de la “Ivy league”. Instituciones causantes, según el expresidente, de que: «Gastemos más dinero en educación superior que cualquier otro país y, sin embargo, las universidades están convirtiendo a nuestros estudiantes en comunistas, terroristas”. La visión compartida sobre aspectos esenciales de las universidades, que ha sido tan decisiva en la construcción de la convivencia democrática, se está resquebrajando.
Más allá de esta propuesta concreta del expresidente, el hecho es que cuestionar los fundamentos del sistema universitario es una realidad política evidente. Así lo demuestra el hecho de que trece estados de EEUU han aprobado en los últimos años regulaciones abiertamente contrarias a la autonomía de las universidades. Decisiones que vienen avaladas por el hecho de que, dos tercios de los estadounidenses piensan que la educación superior va en la dirección equivocada, incluida casi la mitad de los demócratas, según una encuesta reciente de Gallup.
Esta situación no es un fenómeno exclusivo de los EEUU. Según el Índice de Libertad Académica de Academic Freedom Index, países de todo el mundo están sufriendo una disminución del respeto por la libertad académica. Igualmente en el informe, “Un año de ataques a la educación superior: la supresión del disenso y la propagación del antiliberalismo” de 2023, se señala que los ataques a la libertad académica “se están volviendo preocupantemente comunes en sociedades abiertas, democráticas y estables, donde los actores iliberales están utilizando el lenguaje de los derechos, la libertad y la excelencia para impulsar sus propias agendas y erosionar la libertad académica y la autonomía de las instituciones de educación superior”.
Detrás de esta visión de las universidades está el convencimiento de que son entidades ideologizadas que responden a intereses particulares. Además, no podemos olvidar, que son percibidas por una amplia parte de la sociedad como incapaces de cumplir sus promesas de promoción social y que actúan como legitimadoras de desigualdades a través de su discurso meritocrático. Circunstancias que no deberían pasar desapercibidas, ni ser atribuida a la estupidez de una parte de la población.
Por otro lado, la pregunta sobre qué parte del programa universitario se corresponde con la replicación de las élites económicas y culturales, cada vez más globales y desarraigadas de los intereses de sus comunidades, merecería ser atendida con detalle en la ansiada transformación de las universidades para el siglo XXI.
La apropiación del lenguaje académico
No podemos aislar este rechazo a las universidades del crecimiento del negacionismo científico que va del terraplanismo a los movimientos antivacunas, pasando por el diseño inteligente. Las Universidades como principales instituciones científicas están siendo cuestionadas en su capacidad para la creación de un “sentido común”, esto es, en la producción de hechos compartidos sobre los que construir la convivencia democrática. Mostrándose como instituciones más interesadas en argumentar y convencer que en conversar.
El respeto reverencial a las universidades se está resquebrajando, lo que junto con las legitimidades utilitaristas de las últimas décadas está conduciendo al colapso del sistema universitario tal y como lo hemos venido entendiendo. Mientras no terminan de emerger los términos de un nuevo acuerdo universidades/sociedad que rediseñe sus funciones y organización en torno al bien de sus comunidades de manera acorde con los desafíos del siglo XXI.
Cuestionamientos internos
La pérdida del liderazgo social
Una realidad cambiante
Cuando la UNESCO quiso dar continuidad a los informes de la Comisión Faure, “Aprender a ser: El mundo de la educación hoy y mañana”, de 1972, y de la Comisión Delors, publicado en 1996, “La Educación encierra un tesoro”, alumbró en 2021, “Reimaginar juntos nuestros futuros, un nuevo contrato social para la educación”. Este informe resulta claro en su diagnóstico y propuesta; el liderazgo de las universidades demanda un nuevo pacto con la sociedad. “Este acuerdo debe construirse desde nuevas premisas que permitan que las universidades sean co-creadoras con el resto de la sociedad de sus objetivos y respuestas, orientadas a la consecución del bien común”.
Dar cuerpo a la declaración de la UNESCO demanda talento y valentía. Sólo así se podrá dar forma a este “Nuevo pacto” con indicadores precisos y compartidos, información que permita evaluar y rendir cuentas sobre las propuestas de valor de las universidades. Esto es, sobre en qué medida contribuyen a la creación de la sociedad que queremos.
Un nuevo liderazgo que coincide con las propuestas de la Asociación de Universidades Europeas, que en el mismo año publicó ”Universities without walls. A vision for 2030”. En esta declaración de manera inequívoca se recoge que, “Dado que las sociedades pluralistas están bajo amenaza, las universidades deben apoyar los valores cívicos a través de una participación activa…Nuestra evolución hacia las “sociedades del conocimiento” ha situado a las universidades en el epicentro de la creatividad y el aprendizaje humanos, fundamentales para la supervivencia y el progreso en nuestro planeta. La clave del éxito serán las universidades abiertas, que refuercen la visión de las universidades sin muros, participando profundamente con otras partes de la sociedad al mismo tiempo que mantienen firmes sus valores”.
Tirar los muros siempre genera incertidumbres, como supuso en el siglo XIX para las ciudades deshacerse de sus murallas, porque abre posibilidades imprevisibles de establecer nuevas relaciones, a la vez que obliga a cambiar sobre lo que nos es propio.
Un orden moral compartido
A la hora de hablar sobre la pérdida de liderazgo es importante recordar que, la autonomía no está al servicio de la institución, sino de la sociedad, por lo que podemos afirmar que no hay una única expresión de lo que es una Universidad. Es más, hay tantas naturalezas posibles como maneras haya de garantizar la libertad académica y el acceso a la educación y al conocimiento en los distintos entornos a los que nos podamos referir.
Las universidades adquieren su sentido en relación con su entorno y, no lo olvidemos, con otras universidades, esto es, entendida como una red. Las universidades se construyen y soportan apoyándose unas en otras. La autonomía universitaria es la expresión de un espacio de colaboración no especulativa y de naturaleza suprainstitucional dedicado a la gestión del conocimiento y a la educación.
Hacer ver que las universidades son una red de espacios de libertad al servicio del bien común es un desafío enorme. Como nos recuerda Simon Marginson de la Universidad de Oxford, y editor en jefe de la revista Higher Education: “Lo que nos falta todavía en la educación superior internacional es un orden moral compartido y un consenso sobre el bien común global, basado en la igualdad y la diversidad cultural y epistémica, que pueda unirnos a través de la profunda división colonial entre Occidente y el resto”.
La vulneración de los valores académicos
La ejemplaridad social
En la crisis del 2008 los universitarios jugaron un papel clave en la creación de una situación insostenible que llevó a la ruina a millones de personas. El movimiento “me too” tuvo, y desgraciadamente tiene, algunos de sus casos más relevantes en el entorno universitario. Ver en los medios de comunicación referencias a profesorado que miente en su currículum, posiblemente el principal pecado que puede cometer un universitario, ha dejado de ser excepcional. Los sesgos en el trato a personas racializadas siguen siendo objeto de denuncia. La selección de personal o el otorgamiento de prebendas por razones de cercanía con demasiada frecuencia se integra en la normalidad de la vida universitaria. El mirar para otro lado ante los conflictos de intereses para conseguir financiación se considera en ocasiones como inevitable.
Cada vez que una universidad encubre un abuso de poder, un conflicto de intereses, una decisión en beneficio particular, una discriminación, un acto de nepotismo o una falta consciente a la verdad, no sólo se amenaza la reputación de la institución afectada, sino que cuestiona a la Universidad como institución. La fortaleza de las universidades se corresponde con su ejemplaridad. Actuar desde la integridad académica y educar en la honestidad intelectual son el fundamento del pacto social de la Universidad.
Igualmente debemos considerar como una pérdida en los valores académicos la brecha creciente en algo tan esencial como es la relación entre profesorado y estudiantado. Un profesorado que percibe al estudiantado como una carga, desinteresado en asistir a clase, y si asiste no participa, incapaz de leer y que integra las trampas en su relación académica sin sentir culpa.
Por otro lado, un estudiantado desconfiado o apático hacia la autoridad, para el que la universidad ha pasado a ser la siguiente parada en la cadena de montaje, que no se siente importante, ni atendido, y que no encuentra modelos de vida en su profesorado. El primer paso en cualquier propósito de transformación de las universidades pasa por sanar la relación entre maestros y discípulos.
Cancelación y neutralidad política
Los valores y prácticas de las universidades también se han visto comprometidos desde los movimientos de cancelación. Actitudes hiperbólicas de carácter identitario, surgidas desde los propios departamentos universitarios, que han exacerbado las condiciones de la convivencia e impuesto la censura, o autocensura, en aras de lo identificado como políticamente correcto. Los movimientos de cancelación han propiciado el alejamiento de las universidades de su condición de espacios de diálogo, ajenos a la violencia o la intimidación, propiciadores de una educación emancipadora.
La guerra de Gaza ha vuelto a traer al escenario universitario con especial encono, como en su momento sucedió con la guerra del Vietnam, el debate sobre cuáles son los límites de las universidades en su intervención política en la sociedad. La incriminatoria comparecencia de tres rectoras de la “Ivy League” en el Congreso de EEUU, y su posterior dimisión, dan fe de ello. La toma de posición de las universidades en temas socialmente relevantes tiende a ser vista por los contrarios a las opiniones que se expresan como una violación de la necesaria “neutralidad política”. Determinadas declaraciones de carácter político, se afirma, suponen la negación del espacio para el desacuerdo académico de buena fe.
Las universidades se agostan cuando temas legítimos de debate universitario se han convertido en campos de minas en los que los estudiantes y los profesores dudan en entrar. Urge la formación en el discurso cívico y la condena expresa, sin sanciones formales, del discurso flagrantemente irrespetuoso.
Sin aura ni amenaza
El cambio tranquilo de las universidades hacía la mercantilización se ha producido en un silencio compartido, apenas roto por problemas corporativos, ignorando las grandes tensiones del debate universitario clásico, entre ellas la que hace referencia al valor de la educación universitaria. “El proceso de acumulación implosiva y acumulativa…el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente”, del que hablaba George Steiner.
La primera misión de la educación, y por lo tanto de las universidades mientras sean consideradas instituciones educativas, es formar personas libres. La evolución actual de las universidades parece estar pretiriendo esta misión. Circunstancia que podemos observar tanto en la tendencia a la especialización en materias técnicas y muy concretas, como por el deterioro de la educación humanista, considerada como anacrónica. Una aportación inutil en una realidad que no se desea someter a otra revisión crítica que no sea la que provenga de cómo mejorar la eficiencia económica.
De esta manera la formación universitaria aparece integrada en el proceso de formación de capital humano. La formación del estudiantado como ciudadanos activos en el ejercicio de la democracia queda postergada, cuando no ignorada. La educación se reduce para el estudiantado a una autoinversión dirigida a proporcionarle la mayor rentabilidad posible en actividades futuras, “sin aura ni amenaza”.
La crisis en la economía de la reputación
Cincuenta años de un modelo éxito
En enero de 2023 la rectora de Harvard se veía obligada a dimitir después de un escándalo vinculado a falta de integridad académica en algunas de sus publicaciones. La renuncia de Claudine Gay trasciende lo personal para cuestionar los fundamentos de la economía de la reputación sobre la que se soporta la vida académica. Nos encontramos ante un punto de inflexión en un modelo de éxito que ha funcionado durante décadas, situación que algunos califican como, “bancarrota epistémica”.
Desde los años setenta la implantación de la cultura del paper ha propiciado un cambio radical en las prácticas académicas. El artículo científico se ha naturalizado como el medio de expresión de la actividad investigadora, llevando al confinamiento a otras expresiones tradicionales del conocimiento académico. De la misma manera que se ha impuesto como métrica hegemónica y objetiva de los méritos de las carreras profesionales.
En una realidad en la que los datos han sustituido al juicio, la vida profesional en las universidades depende del dominio del complejo arte de la publicación. Maximizar la eficiencia de los recursos y la objetividad de las decisiones ha terminado por deteriorar los valores esenciales del sistema académico.
Nunca como ahora se ha publicado tanto, nunca ha habido tantas revistas, tantos números especiales y tantos artículos en los números. La cantidad de artículos publicados ha pasado de 300.000 al año en 1975, a un millón a principios de siglo, llegando a los tres millones en el 2020. El proyecto científico difícilmente soporta esta frenética carrera autorreferenciada donde las urgencias curriculares, en el mejor de los casos, van sustituyendo al rigor.
La normalización del fraude
Es la comunidad científica quien denuncia con insistencia la insostenibilidad de la situación. Y lo hacen, en primer lugar, dando a conocer la creciente dificultad para poder replicar los experimentos y resultados publicados, la denominada crisis de la replicabilidad. Desgraciadamente ni las editoriales, ni las instituciones, han puesto el empeño necesario para adaptar la evaluación de las publicaciones a la evolución de las maneras de hacer ciencia en los últimos cincuenta años.
Por otra parte, la generalización de expresiones como “Academic Paper Mills» (fábricas de papers), p-hacking (manipulación de datos para crear falsos positivos), el más común “HARKing” (elaborar hipótesis después de conocer los resultados), “círculos de citas”, o “mercado negro de citas” (las citas se pueden manipular fácilmente mediante la creación de preimpresiones falsas y a través de servicios de pago) pone de manifiesto la normalización de comportamientos fraudulentos bajo el axioma «Publish or perish». Fraudes cuyas consecuencias económicas y sociales, así como para las carreras profesionales de compañeros, se han demostrado demoledoras. En esta situación no es de extrañar que la tasa de retractación se haya multiplicado por cuatro entre el año 2000 y el 2020.
La falta de rigor, maliciosa o negligente, que manifiesta las crecientes retractaciones no nos puede hacer olvidar el reproche, que desde el punto de vista de la ética académica, merece la plaga de artículos destinados a no ser leídos por nadie. Publicaciones tan insignificantes, que ni siquiera resulta de interés clasificarlos como “verdaderos” o “falsos”, como depredadoras de recursos públicos. Los datos son contundentes, el 90% de los artículos publicados no recibe ninguna cita, y el 50% sólo será leído por los editores.
El exitoso sistema de coproducción entre investigadores y editoriales también está siendo puesto en cuestión en cuanto a su estructura comercial. El poder del oligopolio de las editoriales sobre el sistema científico y las carreras profesionales ha generado una actividad económica que depara unos beneficios fuera de toda lógica para las empresas editoriales. Ganancias que originan unos costes descontrolados para las universidades, sufragados mayoritariamente con recursos públicos. Gastos que se han vuelto insostenibles, incluso para la Universidad de Harvard. La crisis de los “papers” también es consecuencia y se evidencia en el cuestionable modelo de negocio de una industria que bien podríamos calificar como extractiva.
En paralelo el sistema universitario soporta otra fuerte tensión en torno al sistema de publicaciones, en este caso provocada por los defensores de las publicaciones en abierto. Nunca ha habido una conciencia institucional tan clara, tanto en los responsables políticos, como en las asociaciones científicas internacionales, sobre la necesidad de compartir en abierto las publicaciones y los datos que surgen de las investigaciones universitarias. Ahora bien, hacer posible una ciencia abierta demanda un difícil y profundo cambio cultural en las prácticas científicas y los modos de gestión de la investigación.
La pérdida de atractivo profesional de la universidad
El malestar laboral del profesorado
Uno de cada dos profesores se jubilará en las universidades de los países de la OCDE en los próximos 15 años. Este éxodo académico está sucediendo en un entorno marcado por la precariedad y la pérdida de atractivo de las universidades como destino profesional.
Bajo #leavingacademia fueron muchos los investigadores que entre el año 2022 y 2023 publicitaron su salida de la universidad, fundamentalmente para incorporarse en el mundo empresarial. Como defendía “Nature” en las mismas fechas, “Una investigación de calidad necesita buenas condiciones de trabajo”.
Lo mismo puede predicarse de una buena educación. El compromiso con una docencia sujeta a condiciones cada vez más exigentes, tanto por la tensión que genera el uso de las tecnologías, como por desbordamiento causado por la burocratización de la gestión, o por el demandante cambio cultural del estudiantado, tiene un alto coste personal para el profesorado.
El “burnout” y las crecientes huelgas del profesorado expresan unas contradicciones en el ámbito profesional de las universidades que son imposibles de ignorar. Retribuciones bajas, especialmente si se compara con la industria. Inseguridad en la carrera profesional. Un acceso y promoción determinado por procedimientos desinteresados en la valoración de la docencia. Rigidez para cambiar de trabajo entre la universidad y otros sectores. La amenaza de la reducción de plantillas vinculada a los descensos demográficos. Ambientes de trabajo poco saludables con alto nivel de estrés, donde se pueden dar con facilidad casos de “mobbing”. Hacen cuestionable el atractivo del futuro laboral en las universidades.
La reforma de la carrera profesional
La reforma de la carrera académica trasciende los problemas corporativos. Sin cambios importantes en su actual definición, la incorporación y el mantenimiento de personas apasionadas por el conocimiento y socialmente comprometidas será un objetivo imposible de alcanzar. Sin duda las universidades son mucho más que cooperativas de profesores, pero también es cierto que sólo podrán ser lo que quiera e impulse su profesorado.
Es en este apartado en donde hay que hacer una llamada sobre el grave peligro que supone ignorar la relevancia de las tareas vinculadas a la gestión administrativa. Justificadas por la falta de personal, o motivadas por razones de control interno o de incentivos económicos, el personal docente tiende a ocupar posiciones que no corresponden con su condición, lo que conlleva a la confusión y a un indeseable deterioro de la profesionalización de las actividades gerenciales.
La autonomía universitaria también se expresa en una delicada singularidad en la gestión que demanda un rigor exquisito, equiparable al rigor académico, y una eficiencia y transparencia solo garantizable con independencia administrativa y profesionalización. La gestión universitaria también demanda una carrera profesional.
El papel del estudiantado
La responsabilidad del estudiantado
Cuando leemos que los campus se están quedando vacíos, lo que nos está contando es que el estudiantado no ve suficientemente reflejado en su experiencia universitaria la realidad en la que viven. Pocas cuestiones pueden ser más determinantes para el futuro de las universidades que el desapego de su estudiantado. Tanto da a estos efectos si están ausentes porque creen que estar presente es una pérdida de tiempo, como si es porque las condiciones de la presencialidad son incompatibles con su trabajo o condiciones de vida.
El reconocimiento de la condición de adulto para el estudiantado pasa por facilitar su implicación en el aprendizaje, de la misma manera que por integrar éste en su vida y en la búsqueda de un impacto en su entorno, así como por la asimilación en su actuar de la ética académica. Sin olvidar la imprescindible incorporación de su conocimiento y experiencia para la transformación de las universidades, y, por supuesto, el respeto de la diversidad y favorecimiento de su cuidado como persona.
La peculiaridad de la institución universitaria hace que ser estudiante también lleve consigo una responsabilidad, no sólo personal, sino también política. La actividad del estudiantado a la vez que está sujeta a las restricciones propias de su aceptada condición de discente, y por lo tanto al principio de autoridad propio de la enseñanza, también está impregnada por la libertad académica.
Sólo un poco más del 40% de las universidades europeas consideran estable y bastante buena la participación del estudiantado, según la encuesta de la EUA. Una universidad para los estudiantes, pero sin los estudiantes, no parece hoy una opción viable. Las universidades del siglo XXI sólo podrán construirse entre todos.
El malestar del estudiantado
En la última década, en especial despues de la pandemia del Covid, se está tomando conciencia de las situaciones de riesgo que para la salud mental del estudiantado puede suponer el paso por las universidades. En buena parte compartidas con otros actores universitarios, pero también sujetas a sus especificidades que demandan una atención propia.
La movilidad, el acceso ilimitado a información, la presión de las tecnologías, el distanciamiento del profesorado, la competitividad interna, compatibilizar el trabajo, las obligaciones familiares, el estrés financiero, la pertenencia a grupos subrepresentados… son circunstancias que de una manera u otra inciden en el bienestar del estudiantado y pueden terminar incidiendo en la salud mental.
Crear lugares seguros para la convivencia y la discrepancia, entornos confortables que favorezcan la diversidad, es la esencia de las universidades, sin embargo hoy no es suficiente. Las tensiones internas y externas que soportan el estudiantado hacen insoslayable tomar medidas concretas para que los cuidados y la cooperación sean prácticas y valores compartidos e institucionalizados. Propiciar el bienestar no es una concesión a lo políticamente correcto, es la base de cualquier acción transformadora que busque su sostenibilidad y la de su entorno.
La reivindicación de la docencia
De igual manera tenemos que recordar la multitud de iniciativas promovidas por entidades internacionales y centros de estudios universitarios que cuestionan la preeminencia actual de la actividad investigadora en la vida universitaria. Propuestas que reclaman el reconocimiento de la actividad docente como elemento definitorio y diferenciador de las universidades.
Baste como ejemplo citar el informe, “Ideas for designing an Affordable New Educational Institution” del MIT. En este documento la prestigiosa universidad investigadora norteamericana propone abiertamente reivindicar una carrera profesional universitaria construida desde la docencia, asignando a esta tarea el 80% de la dedicación del profesorado.
Acercar los profesores a la condición de maestros, primar una relación directa y personal con el estudiantado, así como estimular el aprendizaje autónomo, exigirá cambios radicales en los criterios de selección y de ponderación de su actividad, cambios que transformarán la vida académica.
El estudiante como consumidor
Dar centralidad y responsabilidad al estudiantado nada tiene que ver con entender su relación con las universidades como un servicio a un cliente. Por lo tanto, en una relación que le aboca a tener siempre la razón e inevitablemente a renunciar a la educación.
Tratar a la educación como un producto de consumo, y en consecuencia a la obtención del título universitario como una transacción mercantil, genera un malentendido irresoluble sobre el propósito de la universidad entre estudiantes y profesores. Confusión que todavía hoy conduce a la frustración que se ve reflejada en la preocupación extrema por las calificaciones, los empleos futuros y la reputación institucional, así como en la ausencia de comprensión de las oportunidades intelectuales que ofrecen los campus o en los sentimientos de alienación que se apoderan del estudiantado.
Asimilar al estudiante a un cliente degrada las titulaciones universitarias, y niega el que es, en último término, el sentido de acudir a las universidades: la posibilidad de cambiar como persona. Reducir las universidades a empresas de servicios de formación supone convertir la palabra “Universidad” en un distintivo comercial, del que a buen seguro se apropiaran otras instituciones dedicadas al aprendizaje, sin duda mucho más eficientes y eficaces en ese escenario.
Nuevos públicos universitarios y caída demográfica
Por otra parte, tenemos que contemplar que el estudiantado universitario actual es muy homogéneo, tanto por edad como por procedencia social. Esto es así porque una buena parte de la población no contempla la esperanza de ir a las universidades, y porque para otra, aun contemplándola, les resulta inaccesible. La repetida y demandada apertura de las universidades también pasa por promover e incorporar nuevos públicos.
Hablamos de que la aspiración de acceder a la universidad esté naturalizada en las expectativas de las minorías étnicas, los trabajadores, los inmigrantes, las personas con niveles de renta bajos o discapacidad, así como para mujeres embarazadas, hombres jóvenes o personas mayores de treinta años. Las universidades, a diferencia de otras instituciones de aprendizaje, tienen el deber ineludible de hacer realidad el derecho a la educación superior.
Abrir las universidades no sólo mejora la educación que ofrecen a todos los alumnos y amplía su impacto social. La incorporación de nuevos públicos es la opción más viable para atender la irremediable caída de sus estudiantes tradicionales vinculada a razones puramente demográficas. El cambio demográfico compromete no sólo la reconfiguración de la población que va a la universidad, sino también, cómo se enseña a esos estudiantes y qué departamentos y carreras prosperaran o desaparecerán. Reaccionar ante el reto demográfico es uno de los desafíos para las universidades más inmediatos.
Terminamos estas diez propuestas de reflexión incorporando un tema transversal que está transformando todos los ámbitos que hemos tratado. Nos referimos al impacto de las inteligencias artificiales.
Las universidades en la era de las inteligencias artificiales y del cambio climático
Universidades e impacto social de las IIAA
Las expectativas que abren las inteligencias artificiales son tan grandes como los temores que produce. En el ámbito de este artículo tenemos que destacar que la irrupción de las IIAA ofrece una gran oportunidad a las universidades para asumir la responsabilidad de ser el espacio en donde poder escuchar a los que no saben, y propiciar una conversación, rigurosa y no mediada por intereses económicos o partidistas, sobre una realidad imposible de comprender y valorar su impacto sin los expertos de todas las distintas áreas del saber que agrupan las universidades. Las IIAA a buen seguro cambiarán no sólo nuestra forma de aprender, sino también nuestra forma de vivir y de acceder al trabajo.
Es mucho lo que las universidades tienen que decir sobre cómo están transformando las IIAA distintos ámbitos sociales y económicos o sobre su coste medioambiental, así como en relación al juicio ético que debe guiar su desarrollo y aplicación.
También es mucho lo que tienen que hacer las universidades, tanto a través de la alfabetización digital que potencie las capacidades humanas y enseñe a interactuar con sistemas inteligentes estimulando el pensamiento crítico, como en los aspectos más tecnológicos. Así, si queremos que las IIAA no sean cajas negras que dirijan la vida de las personas, si queremos que el diseño de la tecnología sea respetuoso con los Derechos Humanos, necesitamos universidades competentes y comprometidas.
El impacto en las universidades de las IIAA
Más allá de las precisas restricciones que establece el Reglamento Europeo de IA a su uso educativo, en el acceso y admisión a los centros, aprendizaje adaptativo, evaluación del estudiantado o control de su integridad académica, las universidades deben decidir de acuerdo con su propósito cómo quieren que las IIAA transformen la investigación científica, la integridad y la libertad académica, la autonomía universitaria, la empleabilidad de los egresados, docencia o el propio derecho a la educación. Nada será igual con el paso de las IIAA. El papel de las universidades está llamado a ser clave para aumentar la inteligencia de los seres humanos, la inteligencia natural, y preservar su dignidad en la era de las IIAA.
Por otra parte, la irrupción de las IIA hace insostenible una de las tensiones más ignoradas en las instituciones universitarias, y con mayores consecuencias prácticas, como es la dependencia tecnológica. La externalización de los servicios esenciales de las universidades a proveedores tecnológicos externos compromete tanto aspectos éticos y legales, en especial la privacidad del estudiantado, como determina los procesos de investigación y aprendizaje, así como la estructuración de las universidades.
Sin una mínima soberanía tecnológica de las universidades en el uso y desarrollo de las IIAA, hablar de autonomía universitaria y de libertad de cátedra cada vez será difícil. Quiénes son los dueños de las IIAA es esencial para el futuro de las universidades como espacios de libertad construidos desde la inteligencia colectiva.
Cambio climático
Es imposible terminar este repaso a las tensiones a que se ven sometidas las universidades sin hacer al menos una alusión al desafío global más importante al que se encuentra la humanidad en este momento; el cambio climático.
Las universidades deben enfrentarse a esta realidad con todos sus recursos y capacidad de liderazgo, tanto a través de la educación y sensibilización, el activismo medioambiental y la investigación desinteresada, como con su contribución a las políticas públicas o en la cooperación con las empresas y sociedad civil.
Pero además, el cambio climático obliga a las universidades a diseñar estrategias que impliquen cambios radicales en su relación con el entorno y la vida en los campus, así como en la planificación y desarrollo de la vida académica. La indiferencia frente al cambio climático es incompatible con la función social de las universidades, y con su propio futuro.
Pero además, el cambio climático obliga a las universidades a diseñar estrategias que impliquen cambios radicales en su relación con el entorno y la vida en los campus, así como en la planificación y desarrollo de la vida académica. La indiferencia frente al cambio climático es incompatible con la función social de las universidades, y con su propio futuro.
Conclusiones
Tendemos a valorar a las universidades por su contribución al bienestar a través de la formación de capital humano y tecnológico. Sin embargo, con esta identificación olvidamos que lo que las convierte en instituciones realmente singulares es la autonomía con la que desarrollan sus funciones. Su condición de espacio garante de la libertad. Es en el ejercicio y defensa de su autonomía en la educación y en la gestión del conocimiento en donde las universidades encuentran su razón de ser como instituciones, desde donde realizan una aportación diferencial a la sociedad.
Lo universitario no es tanto lo que se hace, sino, desde donde se hace, los valores y las prácticas que lo definen. Lo universitario es una forma de gestionar el conocimiento. Sin autonomía podrá haber aprendizaje, incluso educación, creación de conocimiento y hasta compromiso social, pero no habrá Universidad. Qué es y qué no es universidad sólo puede considerarse desde la libertad.
Es importante destacar que está afirmación es aplicable tanto en relación a las posibles presiones partidistas de las administraciones que las regulan y financian, como a las limitaciones o imposiciones procedentes de las entidades privadas propietarias.
La autonomía universitaria es un estatus privilegiado para cumplir con un servicio público en beneficio del bien común, no de la propia institución universitaria, sea cual sea su titularidad. Una institución que no esté orientada al bien común no puede considerarse Universidad.
La autonomía de cada universidad y su proyección al servicio público, sea cual sea su titularidad, no son formalidades que se presuman por el hecho de la autorización o el reconocimiento, son una exigencia constituyente, y constitucional en el caso de España, que las leyes deben garantizar y los poderes públicos deberían vigilar por su cumplimiento. Sin servicio público no hay autonomía, como sin autonomía no hay libertad, y sin libertad no podemos hablar de Universidad.
Esto hace que las universidades públicas o privadas, distinción vinculada fundamentalmente a la tradición de cada país, por encima de su condición de industrias del conocimiento generadoras de puestos de trabajo directos de calidad y de externalidades esenciales para sus territorios, sean instituciones políticas básicas en la configuración del Estado social de Derecho. Las universidades son espacios privilegiados para la libertad, esenciales para una sociedad democrática.
En un entorno como el actual, dependiente en extremo de la tecnología, altamente internacionalizado y dominado por la búsqueda de las oportunidades de negocio, cuando no sujeto a intoxicaciones provocadas por ignorancias interesadas, la autonomía universitaria adquiere una relevancia extraordinaria como, posiblemente, el único lugar en el que las ideologías dominantes pueden ser sometidas a un escrutinio riguroso. Reflexión que se hace más evidente en una situación en la que la irrupción de la inteligencia artificial nos está obligando a repensar la todavía incipiente e inespecífica sociedad del conocimiento.
Es el momento de hacer realidad las promesas de la Universidad. Promesas de emancipación, equidad, convivialidad y sostenibilidad. De un cambio tranquilo que requiere el convencimiento y el compromiso del profesorado, estudiantado, administraciones, antiguos alumnos y demás interlocutores sociales y económicos. Sin respuestas colectivas es imposible defenderse de la actual degradación, y mucho menos lanzar la necesaria reflexión compartida.
Las universidades han sido una fuente de esperanza de nuestras sociedades en los últimos doscientos años, y deben seguir siéndolo. Sin esperanza la Universidad se diluye. “Esperanzarse es mostrarse capaz de anticipar lo por venir y comenzar, desde ya, a transformar nuestras condiciones actuales de vida”, (Slow U. Una propuesta de transformación para la Universidad).
Como hemos podido ver a lo largo del artículo las presiones externas e internas de las últimas décadas han hecho a las universidades alejarse del argumento del bien común. Para recuperarlo es necesaria una profunda transformación de los sistemas universitarios que interprete la libertad académica y la autonomía universitaria según las demandas del siglo XXI. Bien entendido que transformarse no es adaptarse a realidades impuestas como inevitables e irreversibles y, sobre todo, que el camino debe andarse en cada universidad con todos los que forman parte de ella. Se trata de conversar, antes que convencer.
Sólo desde la autonomía se puede gestionar la complejidad de relaciones que hace de las universidades únicas y necesarias. Ninguna institución ha sabido integrar saberes tan distintos como los jurídicos, los artísticos, los humanísticos, los religiosos, los médicos o los propios de las diversas ciencias naturales o las ingenierías. Ninguna institución ha sabido integrar a públicos tan distintos como los jóvenes, los profesionales, los aficionados, los emprendedores, los activistas, las administraciones, las personas mayores o con discapacidad, los empresarios, el tercer sector… Ninguna institución ha sabido integrar la diversidad de instrumentos con los que presta los servicios a sus sociedades: títulos, contenidos de aprendizaje en abierto, exposiciones, contratos de servicios, publicaciones científicas, formación permanente, asesoramiento a las administraciones, creación de empresas, debates públicos, cuidado de sus comunidades, clínicas universitarias, universidad de adultos… Ninguna institución ha sabido hacer de su identidad un sujeto colectivo soportado en una relación plena y permanente con otras universidades y con los actores de sus territorios.
Es en la riqueza de flujos de conocimiento que generan los ecosistemas universitarios en donde encuentran su diferenciación y lo que las convierte en instituciones y esenciales para la convivencia democrática y la competitividad de sus territorios. Reducir sus entornos de actividad, como hemos visto que está sucediendo bajo los paradigmas del mercado y la excelencia competitiva, conduce a su agotamiento.
La transformación de las universidades ha sido constante en los últimos doscientos años. Compartiendo valores, habiendo cambiado otros, poco tienen que ver en su expresión las universidades actuales con la “Universidad de Berlín” de 1810, como poco tienen que ver las sociedades a las que sirven. Cambiar hoy es ampliar sus límites. Hacer más partícipe de su libertad a la sociedad, o lo que es lo mismo, construirla entre todos. Por más que esto suponga contradecir al maestro de la Universidad de Chicago John Dewey cuando a principios del siglo XX dijo que, “Reformar la Universidad es como reformar los cementerios: no puedes contar con los de dentro”.
Huyamos de las simplificaciones interesadas que diluyen el sentido de las universidades, miremos el futuro desde las tensiones insoslayables que definen lo universitario. “¿Cómo pueden las instituciones de educación superior ejercer -estructuralmente, económicamente, sociológicamente- su custodia del pasado histórico e intelectual y fomentar al mismo tiempo la libre innovación, la inversión en el juego, principalmente científico, de la posibilidad futura? ¿Y cómo puede conciliarse esta incierta dialéctica con el programa de estudios, inevitablemente simplificado, generalizado, y social o políticamente sesgado?”, se preguntaba a principios del siglo XXI desde su experiencia en la Universidad de Chicago el maestro George Steiner. Desentrañar la pasión por el conocimiento y la educación.
Sí, hablemos de universidades, discrepemos abierta y honestamente, cómo ha sucedido y seguirá sucediendo, porque la Universidad, como la democracia, muere en la oscuridad. Hoy, entre la entropía y el mercado, 70 años después la pregunta del rector de la Universidad de Chicago Robert Maynard Hutchins (“La Universidad de Utopía”) sigue reclamando una respuesta, cómo lo hará dentro otros 70. «El gran problema de la universidad es el asunto del propósito: ¿para qué está?». Frase en la que no deja de resonar la afirmación de John Dewey en relación a que el fracaso en la experiencia universitaria es, “no encontrar el verdadero propósito de la vida”.
Alfonso González Hermoso de Mendoza
Presidente de la Asociación Espacios de Educación Superior
Agradeceremos sus comentarios y preguntas sobre este artículo. Envíe un correo electrónico a los editores o envíe una carta para su publicación.
El artículo desde su versión inicial se ha ido modificando gracias a las sugerencias recibidas desde su publicación. Expresar nuestro agradecimiento a todos los lectores y de manera especial a aquellos que nos han permitido aprender de sus conocimientos y experiencias.
Ultima versión de 5 de octubre de 2024