El informe Future of scholarly publishing and scholarly communication de la Comisión Europea establece con claridad el horizonte al que deberían aspirar los servicios de publicaciones de las Universidades en su respaldo y promoción de los programas estratégicos de ciencia abierta.
JOAQUÍN RODRÍGUEZ
El cuento comienza como otros tantos relacionados con la revolución digital: en algún momento de los años 90 los científicos caen en la cuenta de que Internet, como autopista para la comunicación y las herramientas de producción de contenidos digitales que la acompañan, implica la posibilidad de reapropiarse de algo que habían delegado durante decenios a grandes corporaciones editoriales internacionales: hacerse cargo de la creación, publicación, distribución y evaluación de sus propios contenidos, al margen de intermediaciones indeseables, con el fin de crear una verdadera comunidad científica internacional, ese cerebro mundial interconectado que constituía el sueño de H.G. Wells y que podría encarnarse en el trabajo interrelacionado de los científicos.
Hubo un detonante paralelo que aceleró esta toma de conciencia cuando las bibliotecas universitarias comenzaron a padecer una especie de doble imposición económica por parte de las editoriales multinacionales: pagar por aquellos contenidos que sus científicos habían convertido en artículos publicados en las revistas que se veían obligados a contratar, verse obligados a suscribir colecciones completas en lugar de cabeceras individuales y abonar precios crecientes que superaban con creces sus presupuestos anuales.
Ambas cuestiones acabarían convirtiéndose en un movimiento global que aboga por una forma de hacer ciencia más apegada a sus imperativos originales: compartir los datos en los que se basan las publicaciones en repositorios abiertos creados para tal fin; compartir las versiones previas a las publicaciones definitivas con el fin de exponerlos a las críticas de la comunidad científica; apostar por el modelo de publicación en abierto, sobre todo de aquellas investigaciones sufragadas con dineros públicos; desarrollar nuevas baterías de indicadores de calidad de las publicaciones no basados en los índices de impacto tradicionales, entre otras cosas por el círculo vicioso que la pretensión de publicar en las mismas revistas genera; enrolarse activamente en la evaluación por pares, porque solamente los expertos pueden evaluar a los expertos de manera abierta y transparente; empeñarse en la reproductibilidad de los experimentos y sus resultados, para evitar cualquier clase de reclamación artera. Estimular, en fin, la cooperación por encima de la competición, la transparencia sobre la opacidad, la accesibilidad sobre la cerrazón.
Es necesario hablar de al menos cinco colectivos potencialmente afectados por este tipo de nuevas prácticas: los investigadores, protagonistas principales del cambio; las universidades y centros de investigación, que con su cambio de políticas y directrices pueden y deben afectar profundamente la manera en que los científicos hacen y difunden la ciencia, la manera en que se les reconoce y recompensa; los gestores de las políticas científicas y las agencias e instituciones financiadoras, que deberán asumir nuevos criterios a la hora de apoyar el desarrollo de la ciencia abierta y de las prácticas editoriales sobre las que se sustenta; cómo no, los editores de contenidos científicos que, hasta el día de hoy (todavía hoy, sería más adecuado decir) se han lucrado con un negocio al que no han aportado tanto valor como sus principales generadores, los científicos; y, finalmente, educadores, estudiantes y grupos de ciudadanos que participan, como grupos de interesados o afectados, en la definición misma de lo que conviene ser investigado.
Ciencia abierta, datos abiertos y compartidos, repositorios comunes, infraestructuras abiertas y distribuidas, prácticas editoriales sostenibles, nuevas maneras de evaluar y acreditar el trabajo científico, uso de estándares para garantizar la interoperabilidad de los sistemas y la accesibilidad a los contenidos, nuevos instrumentos para identificar de manera indeleble las aportaciones de cada cual y para dotarlos de la visibilidad de la que habitualmente carecen, nuevas licencias que permiten compartir y transformar legalmente los contenidos y datos producidos. Todas estas prácticas configuran la nueva caja de herramientas de la edición académica contemporánea.
Seguramente sea la sostenibilidad económica de estos proyectos abiertos la que haga zozobrar en algunas ocasiones su ambición, y es ahí donde, quizás, más atención convenga prestar: la diferenciación actual entre los modelos diamante, oro (en sus distintas acepciones de traditional open Access, Hybrid open acces o Delayed Open Access) y verde o autoarchivado, plantea la necesidad de garantizar un sistema de financiación global que sustente duraderamente el libre acceso.
«Se puede hacer una predicción principal», vaticina el informe, «sobre la evolución del panorama de la publicación académica: ya no se trata de si el acceso abierto tendrá éxito o no, puesto que la mayoría de los actores han adoptado alguna versión del mismo; lo que importa ahora es la forma en que se estabilizará finalmente (al menos, durante un tiempo)». La pregunta ya no es, por tanto, si el panorama de la edición académica permanecerá anclado en prácticas seculares o se convertirá en el principal fundamento de la ciencia abierta: la cuestión es, más bien, cuándo terminará de convertirse en el modelo predominante, un interrogante que solamente puede contestarse asumiendo íntegramente los principios que guían la práctica científica y tomando el control de las herramientas que nos permiten impulsarla.
JOAQUÍN RODRÍGUEZ es miembro de la Asociación Espacios de Educación Superior
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