La relación entre la autonomía académica y la neutralidad política es un tema que suscita enormes controversia, en especial cuando las instituciones universitarias tienen carácter público y deben servir al conjunto de la sociedad. Marta Martín plantea el problema desde una experiencia reciente y cercana, vinculando sus propuestas al necesario marco de convivencia que debe presidir la vida académica.
MARTA MARTÍN LLAGUNO
Una universidad pública “no puede asumir como propia una posición política determinada”
El 23 de febrero de este año presenciamos en Cataluña una exhibición de matonismo en una Universidad Pública cuando jóvenes independentistas acorralaron, agredieron y vejaron a los estudiantes de la organización S’ha Acabat que participaban en la Feria de Asociaciones de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Sólo por pensar diferente.
No es la primera vez que se coarta la libertad de expresión y de asociación en una universidad española. Tanto es así que hace año y medio salió una sentencia que condenaba a la universidad de Barcelona (que se adhirió a un manifiesto ideológico excluyente, en apoyo a las tesis separatistas) de vulnerar los derechos de profesores y alumnos. La sentencia subrayaba que una universidad pública “no puede asumir como propia una posición política determinada”. No puede hacerlo, porque se vulneran los derechos de libertad ideológica y de expresión y también el derecho a la educación.
Una universidad, mejor dicho, una comunidad universitaria, comprende a muchas personas con ideas plurales. Precisamente estas instituciones públicas tienen como requisito para su legitimidad que se den las condiciones para que se pueda ejercer la libertad de expresión y cátedra y la autonomía universitaria.
Derecho a la libertad de expresión
La libertad de expresión es un derecho humano individual. La libertad de expresión no es colectiva. Los sujetos de la libertad de expresión somos los profesores, los alumnos y el personal de administración y servicios, no las universidades. Y cualquier manifiesto que actúe como sinécdoque del pensamiento de la comunidad universitaria no se pueden permitir.
Como profesores, como estudiantes o como personal de la universidad podemos tener nuestras ideas y expresarlas, faltaría más. Pero cuando una institución universitaria, como institución, se ampara en la libertad para hacer suyas unas proclamas de parte, está pisoteando la libertad de expresión de los demás.
La autonomía universitaria, reconocida en el Art. 27.10 de la Constitución y desarrollada en LOU es un derecho fundamental que se reconoce a la comunidad universitaria, pero está circunscrito a unas funciones y tiene límites. El sentido y alcance de este derecho, según el Tribunal Constitucional, vienen determinados exclusivamente por la naturaleza de las funciones que la universidad tiene encomendadas. La representación política o ideológica no es una encomienda para la universidad.
En los últimos años lamentablemente hemos presenciado resoluciones en algunas universidades en España que han provocado espirales de silencio que han tenido que ser corregidas por la Justicia.
Estamos viendo en otros países como determinados postulados ideológicos hacen difícil trabajar en libertad a muchos profesores. Hace unos meses leíamos que Jordan Peterson, el famoso profesor de Psicología canadiense, abandonaba su plaza de titular en la Universidad de Toronto por las “presiones woke contra sus alumnos”. En su despedida, Peterson denunciaba el poder que en el ámbito universitario ha adquirido “la atroz ideología de la diversidad, la inclusión y la equidad, que está demoliendo la educación y los negocios”.
Resulta intolerante que se coarte el derecho a la libertad ideológica y a la libertad de cátedra, pero especialmente intolerable resulta que se coarte el derecho a la educación de quienes opinen diferente. Resulta intolerante que haya que recurrir a los tribunales para que se respeten los derechos precisamente en instituciones de educación superior que son instituciones de libertad.
La neutralidad de las instituciones de educación es importantísima para evitar que la intolerancia se apropie de ellas. La falta de neutralidad en los centros educativos, no es lo habitual, pero existe. Y la nueva ley no se ocupa ni un ápice de ella.
Cuando hablamos de educación, estamos hablando del futuro. Estamos hablando de la formación de las personas que, el día de mañana, estarán al frente de nuestro país. De las personas que tendrán que seguir desarrollando nuestra democracia, nuestras instituciones. Por eso es fundamental que las formemos en los valores democráticos, de convivencia, de encuentro y de libertad.
Las universidades tienen que ser espacios de libertad y seguridad, donde puedan contraponerse y expresarse ideas, desde el respeto, por los profesores, alumnos y personal de administración y servicios, nunca por las propias instituciones. Deben ofrecer una educación de calidad, que contribuya a formar ciudadanos ilustrados, críticos y libres.
Si no se garantiza que las universidades públicas no sean altavoces ideológicos corren el riesgo de dejar de ser “Universidad”, un lugar que se define precisamente por ser espacio de debate, para compartir conocimientos, investigación.
Ley de Convivencia Universitaria
A finales de febrero se aprobó, por fin, la Ley de Convivencia Universitaria, que derogaba el Decreto de 8 de septiembre de 1954 que aprobaba el Reglamento de Disciplina Académica de los Centros Oficiales de Enseñanza Superior y de Enseñanza Técnica. Esta ley era importante porque venía a actualizar una norma obsoleta y porque tenía, además, el potencial de reformular el marco de convivencia entre las personas que integran la comunidad universitaria. Adicionalmente, debía abordar algunas disfunciones relativas a la preservación de derechos fundamentales que se dan en algunas instituciones.
Desafortunadamente el texto tiene grandes problemas y, sobre todo, deja sin solucionar cuestiones mollares que afectan a la comunidad universitaria.
En primer lugar, y como ya denunció la CRUE, la norma genera incertidumbre, puesto que permite que cada comunidad autónoma y cada universidad puedan aplicar unas reglas distintas. Una Ley de Convivencia para el espacio de educación superior, al igual que el Código Civil o el Código Penal, debería ser la misma para todo el Estado. Sin embargo, de nuevo, el Ministerio de Universidades ha preferido hacer dejación de funciones y lavarse las manos.
En segundo lugar, la ley está llena de ambigüedades. Deja al albur de las comunidades autónomas y los propios centros el desarrollo de elementos esenciales que afectan a la convivencia.
En tercer lugar, y para mí, lo más fundamental, no resuelve los conflictos importantes que se relacionan con cuestiones mollares de la actividad universitaria (la libertad de expresión, la libertad de cátedra y la libertad ideológica) y que en el contexto en el que estamos pueden ir a más.
La Ley de Convivencia Universitaria olvida precisamente garantizar esta neutralidad ideológica, esta libertad de cátedra y esta autonomía universitaria que son lo esencial.
Marta Martín Llaguno es Catedrática de Comunicación en la Universidad de Alicante.
En Twitter: @martamartirio