La universidad al comienzo de la Democracia era una de las instituciones menos “europeizadas” de nuestro país. Hoy hay un sentimiento generalizado de que la gobernanza de las universidades requiere un nuevo planteamiento. La Sociedad, que es quien financia la mayor parte del gasto de las universidades, debería jugar un papel importante.
Pocas personas han tenido una incidencia tan significativa en la configuración del sistema universitario español como Juan Rojo.
Durante los siete años que ejerció como secretario de Estado de universidades e investigación, de 1985-1992, se puso en marcha la Ley de Reforma Universitaria de 1983 con el objetivo de dotar a la universidad española de una organización equiparable a la del resto de los países europeos.
Además, con la aprobación de Ley de la Ciencia de 1986 y con los planes nacionales de ciencia y tecnología 1988-1991 y 1992-1995, se inició el camino que conducía de una manera sistemática a la integración de la actividad científica en las universidades conforme a criterios homologables internacionalmente. La investigación, como sucedía en los sistemas anglosajones, sería el elemento clave en la diferenciación de las universidades, así como en su transformación cultural. Cambio cultural tanto hacia dentro, como en su relación con la sociedad, la empresa y, en especial en su internacionalización.
Como si no hubieran pasado los años desde su formación inicial en el Ramiro de Maeztu de Madrid y su paso por Cambridge o Berkeley, Juan Rojo, catedrático de física del estado sólido, continúa compartiendo su ilusión por el conocimiento científico como elemento esencial en una sociedad libre y equitativa entre su quehacer diario en el IMDEA de Nanotecnología, y la atención a sus obligaciones como miembro de la Real Académica de Ciencias.
El 25 de agosto de 1983, apenas 10 meses después de la toma de posesión del nuevo gobierno socialista, se aprobó la Ley de reforma universitaria (LRU) ¿Qué hizo tan urgente la aprobación de un nuevo marco para la universidad española?
La guerra civil causó enormes estragos en la universidad española (en alguna universidad, la “depuración” de después de la guerra afectó a más de la mitad de su claustro). El régimen de Franco siempre desconfió de la universidad y la mantuvo infradotada y apartada de la investigación, creando para esta última vías alternativas. Incluso los planes de desarrollo no consideraron la actualización de la universidad un objetivo prioritario.
La universidad al comienzo de la Democracia era una de las instituciones menos “europeizadas” de nuestro país. Para un gobierno socialista le enseñanza y la formación de la población era sin duda una prioridad máxima y ello explica la rapidez de aprobación de la LRU una vez que el nuevo gobierno se puso en marcha en 1982.
Las leyes universitarias que han sucedido a la LRU han mantenido su propuesta de articulación del sistema universitario. ¿Qué objetivos de la LRU se han conseguido? ¿Cuáles de sus propuestas, con lo que hoy sabemos, podemos decir que fueron inadecuadas?
El objetivo fundamental que era dotar a las universidades de autonomía se ha conseguido. Una consecuencia muy positiva es que las universidades, en lugar de limitarse a pedir aumento de subvenciones, se han abierto a iniciativas tales como conseguir fondos externos adicionales (a los de los canales públicos ordinarios), creación de institutos de investigación propios, creación de asociaciones con universidades extranjeras etc.
En el debe hay que mencionar un sentimiento generalizado de que la gobernanza de las universidades requiere un nuevo planteamiento. Particularmente, la elección de las autoridades académicas (desde el Rector a los Directores de Departamento) no parece que deban estar limitadas a la comunidad universitaria (profesores, alumnos y PAS).
La Sociedad, que es quien financia la mayor parte del gasto de las universidades, debería jugar un papel importante. Esto redundaría, entre otros beneficios, en una mayor efectividad en la atracción de talento externo y la consecuente disminución de la endogamia en la selección del profesorado.
¿Cuánto del bienestar alcanzado en las últimas décadas por la sociedad española se debe al impacto de las universidades?
Es difícil de cuantificar pero si aceptamos que somos parte de una sociedad en la que el conocimiento es la base de todo progreso, está claro que el impacto ha sido importante. Caben pocas dudas de que las universidades españolas en estas últimas décadas han conseguido mejorar sus estándares relativos a los países de su entorno tanto en investigación (basta consultar los análisis comparativos de p.ej. la revista Nature) como en formación (hoy día, con el programa Erasmus una notable proporción de estudiantes estudian un curso en una universidad extranjera, ¿Cuántos de ellos afirman que han tenido problemas porque su formación previa en a universidad española era insuficiente?
El Tribunal Constitucional reconoció la autonomía universitaria como un derecho fundamental. ¿Puede haber un derecho fundamental a la autonomía sin garantizar la suficiencia presupuestaria de las universidades?
La respuesta en general obviamente es un no. En la práctica la discusión se centraría en el alcance del término “suficiencia”.
¿Es compatible un derecho fundamental a la autonomía con el papel que hoy en día tienen las agencias de calidad en aspectos esenciales de la libertad académica como la selección del profesorado o la acreditación de títulos oficiales?
La Universidad no está al servicio de sus miembros, ya sean profesores, alumnos o PAS, sino de la Sociedad que la financia. Y esta Sociedad tiene derecho a exigir la máxima calidad posible de la enseñanza e investigación universitaria. Indicadores de esta calidad contribuyen (como lo hacen indicadores del nivel de otras actividades de nuestra sociedad como el PIB, la esperanza de vida o la proporción de población activa) a tomar decisiones que redunden en la óptima utilización de la autonomía universitaria para la mejora de dicha calidad.
El actual sistema retributivo del profesorado está soportado en la sucesiva acumulación de pequeños complementos que terminan perdiendo su condición de incentivo. ¿Están capacitadas las universidades para disponer de mayor autonomía en sus políticas de conservación y captación de talento?
La LRU ya incluía esta utilización de la autonomía universitaria, por ejemplo por la capacidad que otorgaba al Consejo Social de cada universidad para incrementar los salarios de aquellos profesores de especial valía. Es verdad que esta capacidad no ha sido utilizada más que en raras ocasiones pero esta utilización seguramente mejoraría si se llevasen a cabo los cambios de gobernanza aludidos en el punto 2.
¿Cómo conseguimos romper la desconfianza con la que la regulación del Estado y de las CCAA se enfrenta a la autonomía universitaria?
En vez de tratar de poner cortapisas a la autonomía, una posible medida sería la de objetivizar en lo posible la medida del rendimiento de cada universidad. Esta objetivación podría realizarla un comité externo a la propia universidad (quizás el mismo para todas las universidades). Ejemplo de esta actuación la tenemos en varios países europeos, particularmente en el Reino Unido.
¿Es una universidad de más calidad en tanto que más se parezca a la Universidad de Harvard, como nos quieren hacer ver los rankings internacionales?
Parecerse en calidad a Harvard o a Cambridge es sin duda un objetivo más que deseable. Pero hay que evitar intentar importar mecanismos concretos de actuación sin un análisis cuidadoso porque las circunstancias del entorno social son muy diferentes (p.ej. Harvard es una universidad privada). Personalmente, creo que es más útil la emulación con universidades cuyo entorno sea más parecido, por ejemplo las universidades holandesas o alemanas.
La UNESCO y la OCDE cuestionan el futuro de las universidades si no sufren una transformación radical en los próximos años ¿cómo articulamos la relación entre la universidad y la sociedad para que los ciudadanos reclamen la atención de los poderes públicos para impulsar la transformación de la universidad?
La Universidad es una vieja institución cuyo final ha sido previsto ya más de una vez en la Historia (e incluso alguna vez favorecido). El parecido de la actual Universidad de Barcelona con la de Salamanca de Fray Luis es muy remota. La Universidad tiene una gran capacidad de adaptación a los cambios en la Sociedad aunque la celeridad en el cambio no es su mayor virtud.
Por ejemplo, en las últimas décadas la universidad española ha incorporado la investigación, antes preterida, a ser un objetivo preferente. En mi opinión los poderes públicos pueden contribuir a acelerar los cambios necesarios con incentivos externos en la dirección adecuada, para lo cual se necesita obviamente una financiación expresa.
Por un lado la universidad pública está dejando de ser percibida como un ascensor social, y por otro, para los sectores menos favorecidos sigue estando fuera de sus expectativas ¿Qué podríamos hacer para reposicionar la universidad frente a amplias capas de la sociedad?
La universidad pública española es ahora accesible a la mayor parte de las capas de la sociedad. El problema es que este hecho está siendo percibido por los sectores más reaccionarios de nuestra sociedad, que progresivamente están intentando trasladar a la educación superior el modelo clasista de nuestra enseñanza media.
No hay que ser muy perspicaz para percibir que la educación superior y la sanidad privadas son objetivos cercanos y visibles para muchos de aquellos actores. Baste comparar el crecimiento implacable de la relación entre universidades privadas y públicas en los últimos años (en el siglo actual hemos pasado de un factor irrelevante a un valor mayor del 50% y que empieza a acercarse a la unidad).
Y este cambio (con alguna honrosa excepción) no ha conducido a una mejora de la calidad del sistema en su conjunto sino a su contrario: centradas en titulaciones del ámbito jurídico-empresarial estas universidades ofrecen sobre todo un intento de instauración de un “old-boy network” pero, ¡ay!, con una calidad de enseñanza frecuentemente discutible, por no hablar de su investigación, con mucha frecuencia casi inexistente.
Frente a ello, la defensa del sistema público debe estar centrada en la mejora constante de la calidad de su docencia y de su investigación. Al fin y al cabo, la calidad de una universidad es la calidad de sus profesores y, felizmente, en nuestro país éstos están aún en el sistema público. Por el contrario, la financiación es manifiestamente mejorable y ahí es donde hay que insistir.
¿Qué lugar ha ocupado en la política universitaria española la creación de un sistema iberoamericano de educación superior?
No estoy seguro de la utilidad de crear “un sistema”; esto frecuentemente implica sobre todo burocracia añadida. Me parece más adecuado fomentar la colaboración entre universidades concretas de un lado y otro del Atlántico, incluyendo particularmente el ofrecimiento de becas de postgrado para estudiantes iberoamericanos en nuestro país. Estas colaboraciones ya están siendo realizadas por algunas universidades españolas y este esfuerzo debería incrementarse.
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