«La academia ha hecho un esfuerzo enorme para incluir en sus prácticas de gobernanza el punto de vista del entorno económico. No vamos a entrar a valorar la forma en la que se ha hecho, ni en la eficiencia de las medidas adoptadas. Lo que aquí tratamos de hacer es reclamar que esa gobernanza también incluya a los movimientos sociales, los colectivos ciudadanos y las comunidades de afectados, considerados como agentes cognitivos y no solo políticos, tratados como verdaderos intermediarios sociales«
ANTONIO LAFUENTE
Hace unas semanas estuve en un congreso que celebraba los primeros 30 años de un proyecto académico. La cifra es impresionante y a nadie sorprendió que se quisiera conmemorar. En un mundo donde todo se queda obsoleto en meses, sorprende que haya cosas que queramos elogiar por resistentes al desgaste que ocasiona la feroz aceleración del tiempo. Pero hubo más sorpresas.
El proyecto no había sido conducido para construir una estructura convencional de poder académico. Sus promotores habían renunciado a lo obvio y nunca quisieron crear un Departamento universitario. No siguieron la ruta administrativa estandarizada. Optaron por configurarse como una red informal, intermitente y voluntaria de interlocutores que ocasionalmente confluían en eventos que se parecían más a un festival que a un congreso.
La red agrupaba a profesores universitarios, hackers, artistas, maestros de escuela, activistas del software libre, arquitectos, ingenieros, makers o estudiantes, todos comprometidos con la idea de que necesitamos que el aula se reencuentre con la calle, el colegio con la urbe y los contenidos con el mundo. El encuentro se llamaba Conexâo Escola-Mundo y su propósito era congregar a quienes habían participado en su desarrollo durante esas tres décadas.
Tres décadas de existencia dan para muchas historias y quizás también un relato. Pero nadie intentó escribir esa historia que contara el devenir de la red. Fue un acierto porque, además de que es muy discutible que una red pueda tener historia, apostaron por sumar 36 pequeños relatos en los que antiguos y nuevos participantes describieron en 10 minutos cuáles eran los hitos que a su juicio merecían ser recordados.
Treinta años en 10 minutos dan para un esbozo, una pincelada o un extracto. Todo el mundo renunció a construir la historia y optó por elegir dos o tres historias. Fue común que la gente supliera la falta de tiempo con evocaciones a eventos populares, recuerdos de situaciones comunes y bromas de tropiezos compartidos. Cada contribución hibridó la erudición con la gratitud y el sentido del humor. Se mezclaron sin solución de continuidad lo personal con lo colectivo, lo individual con lo distribuido y lo privado con lo común.
El evento fue un collage. Cada quien trajo su fragmento y el resultado fue caleidoscópico. Desconozco la relevancia de las contribuciones individuales, pero admiro un formato donde todos son pares y son parte y, por tanto, se asume que lo sucedido en esas tres décadas debe nacer del concurso de todos, sin temor a las contradicciones, los vacíos o las desproporciones. Se apuesta por una memoria que solo puede ser incompleta, imperfecta y provisional.
Nada entonces ha terminado y todo sigue en construcción. La memoria es tratada como un bien común y, por tanto, construida entre todxs, además de abierta a continuas modificaciones. Se acepta así que la memoria solo es creíble si es un espacio de encuentro plural, abierto y recursivo. Un lugar para desaprender, donde afectar y dejarse afectar. Más que un campo de batalla, la memoria funciona como un espacio de experimentación que tiene que ensamblar lo múltiple, lo diverso, lo contradictorio, lo inconsecuente y lo dispar. La memoria no es un asunto sobre el que se tiene o no razón, sino donde se construye un futuro hospitalario, donde la convivalidad no compite con la objetividad, sino que ambas se complementan, emparejan y fecundan.
Pensarnos como una realidad sin historia, pero con memoria, equivale a tratar de explicarnos con más historias que muchas y con menos que una. Asumir que nunca contaremos con todos los relatos y jamás dispondremos del definitivo.
Pero hubo más cosas sorprendentes. Todo comenzó desde el momento de la inauguración y la gestión de los aspectos más protocolarios. Me cautivó la extraña combinación entre solemnidad e informalidad. Las autoridades fueron sentadas en círculo, sin una mesa por delante y con intervenciones breves, traducción al lenguaje de signos y precedidos por una versión amigable del himno nacional, menos severa o militar que popular y costumbrista.
Además de autoridades académicas, también fueron invitados algunos movimientos sociales, cuyos líderes actuaron como consultores. No estaban allí para cantar las verdades del barquero, sino como cooperadores necesarios para la ideación, apertura y gobernanza del proyecto que celebrábamos. No temieron que su actitud fuera calificada de dócil con las instituciones. Al contrario, se sumaron a la fiesta y quisieron mostrarse como coproductores del orgullo que presumían los promotores. En tales circunstancias, la presencia del himno nacional, con casi todo el mundo respetuosamente en pie, no resultó una concesión discutible a la formalidad.
Me pareció tan novedoso como encomiable que se pudiera ser muy institucional a la par que abiertamente informal. Me gustó que pudieran mezclarse sin confundirse las autoridades con los activistas, los académicos con los maestros y los artistas con los funcionarios. No es frecuente que esa heterogeneidad sea reclamada como una de las claves del éxito. Y al escuchar las distintas aportaciones de los miembros de esa mesa, en realidad un círculo, se percibía con nitidez que el éxito no fue mostrado como un inventario de resultados contrastados, sino como un proceso que había logrado pensar la escuela sin exagerar el peso de las asignaturas, los cursos o los maestros.
El éxito, si nos atenemos a lo escuchado, fue reunir a tantos actores diferentes, mantenerlos conectados en el tiempo, hacerles sentirse parte de una red, incorporar a productores de diagnósticos (académicos) con receptores de propuestas (maestros) y, en fin, asumir que ese diálogo era más relevante si incorporaba a hackers, ecologistas, urbanistas, periodistas, feministas, artistas y otros actores sensibles a lo racializado, lo decolonial y lo indígena.
La multiplicidad de actores operaba como una forma de capturar mejor los signos que provenían del entorno de la escuela. Para escuchar el clamor sordo de la urbe se requerían muchas sensibilidades y, de algún modo, cada participante en el proyecto aportaba una capacidad singular de distinguir, apreciar o evaluar diferentes tipos de señales. Sin ese trabajo de escucha es difícil imaginar la conexión de la escuela con su entorno. No es raro entonces que todos los que tomaban la palabra, se sintieran halagados por haber tomado parte en un proceso cuya razón de ser consistía en ensamblar las diferencias que representaban.
No se trata, sin embargo, de singularidades individuales, porque hablaban como portavoces de sentires colectivos, aspiraciones compartidas o conflictos sociales. No tomaban la palabra como exponentes de una excelencia analítica, sino como canales por donde emergían vivencias locales, situadas y comunes. En definitiva, el proyecto que celebraba su tercera década se había construido sobre una hipótesis radical: entender la escuela exige escuchar su entorno.
Pero escuchar el entorno es algo que puede hacerse de muchos modos. Lo ideal es que todos se complementen para no dejar a nadie fuera. Si para escuchar necesitamos herramientas complejas, costosas y escasas, entonces estaremos animando a los que saben a imponer sus dispositivos. Los demás quedaremos excluidos y a la espera de lo que dictaminen. Así es como fue siempre, hasta que descubrimos que los expertos no siempre trabajan por el bien común, sino al servicio de intereses corporativos, muchas veces poco transparentes. Sospechar de sus dictámenes es ya una práctica ordinaria que vemos cada día en los medios. Queda lejos ese momento durante la Ilustración cuando se creía que la única crítica que necesita nuestro mundo es la ciencia.
La ciencia, sin embargo, necesita de la crítica. También los científicos necesitan ser observados con atención y, desde luego, no me refiero a los habituales mecanismos del arbitraje científico. No estoy cuestionando la calidad de los textos que aparecen en las revistas académicas. No es ese el tema que ahora nos ocupa. Hablamos del uso que se hace en el espacio público de esos textos cuando se ensancha el alcance de las conclusiones, se amplían sus ámbitos de validez o se generaliza lo que es provisional.
En todos esos casos, los científicos dejan de actuar como investigadores y se comportan como expertos, lo que significa que sus dictámenes no se hacen cargo de las consecuencias de lo que proponen y, más aún, las presentan como opciones inevitables, seguras y probadas. Una deriva que siempre es sensible a los requerimientos de quien paga y que, en consecuencia, convierte en sesgado, incompleto y puede que corrupto el conocimiento que se propone.
Criticar la ciencia no es desconfiar de lo que sucede en la academia, sino preguntarse por sus consecuencias culturales, sociales y medioambientales. La crítica de la ciencia, como la crítica artística o deportiva, ayuda a los legos a entender mejor cómo nos afecta lo que sucede en los laboratorios y qué tiene eso que ver con lo que ocurre en nuestro cuerpo, nuestro barrio o nuestro trabajo. Sin esa crítica nos quedaríamos sin saber cuál es el papel de la ciencia en nuestro mundo, y quedaríamos únicamente expuestos a la propaganda. Y, en fin, si ya hemos aprendido a sospechar de los científicos, parece inevitable que también nos asalten dudas sobre los divulgadores, no tanto por lo que dicen como por lo que silencian.
Quedarnos en la sospecha, sin embargo, no es suficiente. Necesitamos dar otro paso y estar seguros de que queremos hacernos cargo de eso que hemos llamados las consecuencias. La mejor manera de hacerlo es construir una conversación en la que participen los concernidos. Y es que los problemas no solo afectan a los que saben, también afectan a los que no saben. Escucharlos nos ayuda a tomar en cuenta lo que tengan que decirnos sobre el modo en que les ha afectado un gesto tecnocrático, un protocolo consensuado, un algoritmo oculto, un dispositivo tecnológico, una decisión estratégica o un diseño transpuesto.
La academia ha hecho un esfuerzo enorme para incluir en sus prácticas de gobernanza el punto de vista del entorno económico. No vamos a entrar a valorar la forma en la que se ha hecho, ni en la eficiencia de las medidas adoptadas. Lo que aquí tratamos de hacer es reclamar que esa gobernanza también incluya a los movimientos sociales, los colectivos ciudadanos y las comunidades de afectados, considerados como agentes cognitivos y no solo políticos, tratados como verdaderos intermediarios sociales.
Nunca hay que contar con que los afectados, organizados o no, sepan describir con precisión lo que les pasa. Lo normal es que se trate de gente que no tiene títulos u otras credenciales para hablar con propiedad en el espacio público. Balbucean, se expresan sin precisión, cometen errores, se muestran influenciables, se dejan llevar por las emociones, discrepan entre sí, muestran sus dudas y son presas del miedo. Son vulnerables y conversar con ellos no es fácil. Hay que tener paciencia y aprender a escucharlos: Y eso lleva tiempo. No es fácil encontrar el lenguaje que haga posible la comunicación. Hace falta paciencia, tiempo e inteligencia.
Dejarse afectar implica encontrar inteligencia donde al comienzo solo percibíamos ruido. No se trata entonces de ser condescendientes, sino afectivos. Escuchar siempre es desaprender, o aprender de lo que antes solo era basura, bullicio y barullo. Hacer central, lo que nos parecía colateral. Convertir en indicial lo circunstancial, hacer significativos los desechos o tomarnos en serio lo anecdótico. Dicho en pocas palabras tenemos que aprender a convertir lo experiencial en un material utilizable en la tarea de construir el conocimiento.
Lo experiencial, lo local, lo tácito, lo ancestral, lo situado o lo indígena describen formas de saber profundamente desdeñadas en la academia. Son palabras que describen saberes arraigados a un cuerpo, un territorio o una situación. Son saberes que no se pueden objetivar, que cuando queremos separarlos del mundo al que pertenecen los destruimos. Si tratamos de separar lo que en ellos hay, como dicen los académicos, de subjetivo, idiosincrático, espiritual, carnal o enraizado, nos quedaremos con una quimera insulsa y banalizada.
Nadie dice que sea fácil escuchar lo experiencial. Ya hemos dicho que nada ayudan los gestos desdeñosos ni los condescendientes. Escuchar no es un gesto individual. Siempre hay dos lados en la ecuación: alguien que quiere entender y alguien que quiere ser entendido. Es fruto de un esfuerzo compartido en el que ambos tienen que encontrar el lenguaje que haga posible la interacción. Y seguramente no lo van a lograr a la primera. Requerirá que prueben alternativas hasta encontrar el modo de que la conversación fluya sin más zonas de sombra que las que sean inevitables. Es un trabajo experimental que se hace más complicado cuanto más numerosos sean los sentires, las miradas y las experiencias incorporadas al proceso.
Conectar la escuela con el mundo nos obliga a construir un diálogo con el conocimiento experiencial. Implica tomarse en serio lo que la gente tenga que decir sobre cómo le afectan las cosas. Reclama un lenguaje que haga posible la interacción entre lo experimental y lo experiencial. Hablamos entonces de un lenguaje que permite conectar dos mundos torpemente incomunicados, y ambos de naturaleza colectiva. Uno ha permitido la creación de un lenguaje publico basado en evidencias y el otro, siempre postergado, permitiría construir un modo nuevo de hablar del cuerpo y de sus vivencias. Encontrar esas palabras que nos permiten escuchar el cuerpo y compartir lo que sabe es, de hecho, construir un cuerpo del que apenas sabemos hablar y cuya existencia es elusiva, titubeante y mudable.
Escuchar la vibración de la urbe, incorporar el afuera en los procesos educativos, lograr que en el aula se hable de lo que (nos) pasa, implicará tomarnos en serio el conocimiento experiencial. Incorporar lo experiencial, nos obligará a inventar un cuerpo del que apenas sabemos hablar. Y, en definitiva, conectar la escuela con el mundo es el mismo movimiento que nos conducirá a conectarla con el cuerpo de sus estudiantes. Todo se resume entonces en un mantra fácil de recordar: conectar la escuela con el mundo es conectarla con el cuerpo.
ANTONIO LAFUENTE CSIC