El presente texto forma parte del artículo «Hablemos de las universidades» en el que se nos ofrece un recorrido por los principales desafíos a los que se enfrenta la institución universitaria planteados desde una perspectiva global. El texto nos invita reflexionar sobre la singularidad y relevancia de las universidades, destacando la importancia de su integración en las sociedades que las acogen.
ALFONSO GONZÁLEZ HERMOSO DE MENDOZA
Empezamos por las conclusiones
Tendemos a valorar a las universidades por su contribución al bienestar a través de la formación de capital humano y tecnológico. Sin embargo, con esta identificación olvidamos que lo que las convierte en instituciones realmente singulares es la autonomía con la que desarrollan sus funciones. Su condición de espacio garante de la libertad. Es en el ejercicio y defensa de su autonomía en la educación y en la gestión del conocimiento en donde las universidades encuentran su razón de ser como instituciones, desde donde realizan una aportación diferencial a la sociedad.
Lo universitario no es tanto lo que se hace, sino, desde donde se hace, los valores y las prácticas que lo definen. Lo universitario es una forma de gestionar el conocimiento. Sin autonomía podrá haber aprendizaje, incluso educación, creación de conocimiento y hasta compromiso social, pero no habrá Universidad. Qué es y qué no es universidad sólo puede considerarse desde la libertad. Es importante destacar que está afirmación es aplicable tanto en relación a las posibles presiones partidistas de las administraciones que las regulan y financian, como a las limitaciones o imposiciones procedentes de las entidades privadas propietarias.
La autonomía universitaria es un estatus privilegiado para cumplir con un servicio público en beneficio del bien común, no de la propia institución universitaria, sea cual sea su titularidad. Una institución que no esté orientada al bien común no puede considerarse Universidad.
Lo universitario no es tanto lo que se hace, sino, desde donde se hace, los valores y las prácticas que lo definen
El bien común un objetivo posible
La autonomía de cada universidad y su proyección al servicio público, sea cual sea su titularidad, no son formalidades que se presuman por el hecho de la autorización o el reconocimiento, son una exigencia constituyente, y constitucional en el caso de España, que las leyes deben garantizar y los poderes públicos deberían vigilar por su cumplimiento. Sin servicio público no hay autonomía, como sin autonomía no hay libertad, y sin libertad no podemos hablar de Universidad.
Esto hace que las universidades públicas o privadas, distinción vinculada fundamentalmente a la tradición de cada país, por encima de su condición de industrias del conocimiento generadoras de puestos de trabajo directos de calidad y de externalidades esenciales para sus territorios, sean instituciones políticas básicas en la configuración del Estado social de Derecho. Las universidades son espacios privilegiados para la libertad, esenciales para una sociedad democrática.
En un entorno como el actual, dependiente en extremo de la tecnología, altamente internacionalizado y dominado por la búsqueda de las oportunidades de negocio, cuando no sujeto a intoxicaciones provocadas por ignorancias interesadas, la autonomía universitaria adquiere una relevancia extraordinaria como, posiblemente, el único lugar en el que las ideologías dominantes pueden ser sometidas a un escrutinio riguroso. Reflexión que se hace más evidente en una situación en la que la irrupción de la inteligencia artificial nos está obligando a repensar la todavía incipiente e inespecífica sociedad del conocimiento.
Sin servicio público no hay autonomía, como sin autonomía no hay libertad, y sin libertad no podemos hablar de Universidad
El momento de las realidades
Es el momento de hacer realidad las promesas de la Universidad. Promesas de emancipación, equidad, convivialidad y sostenibilidad. De un cambio tranquilo que requiere el convencimiento y el compromiso del profesorado, estudiantado, administraciones, antiguos alumnos y demás interlocutores sociales y económicos. Sin respuestas colectivas es imposible defenderse de la actual degradación, y mucho menos lanzar la necesaria reflexión compartida.
Las universidades han sido una fuente de esperanza de nuestras sociedades en los últimos doscientos años, y deben seguir siéndolo. Sin esperanza la Universidad se diluye. “Esperanzarse es mostrarse capaz de anticipar lo por venir y comenzar, desde ya, a transformar nuestras condiciones actuales de vida”, (Slow U. Una propuesta de transformación para la Universidad).
Como hemos podido ver a lo largo del artículo las presiones externas e internas de las últimas décadas han hecho a las universidades alejarse del argumento del bien común. Para recuperarlo es necesaria una profunda transformación de los sistemas universitarios que interprete la libertad académica y la autonomía universitaria según las demandas del siglo XXI. Bien entendido que transformarse no es adaptarse a realidades impuestas como inevitables e irreversibles y, sobre todo, que el camino debe andarse en cada universidad con todos los que forman parte de ella. Se trata de conversar, antes que convencer.
Las universidades han sido una fuente de esperanza de nuestras sociedades en los últimos doscientos años, y deben seguir siéndolo. Sin esperanza la Universidad se diluye
La fuerza de la autonomía
Sólo desde la autonomía se puede gestionar la complejidad de relaciones que hace de las universidades únicas y necesarias. Ninguna institución ha sabido integrar saberes tan distintos como los jurídicos, los artísticos, los humanísticos, los religiosos, los médicos o los propios de las diversas ciencias naturales o las ingenierías. Ninguna institución ha sabido integrar a públicos tan distintos como los jóvenes, los profesionales, los aficionados, los emprendedores, los activistas, las administraciones, las personas mayores o con discapacidad, los empresarios, el tercer sector… Ninguna institución ha sabido integrar la diversidad de instrumentos con los que presta los servicios a sus sociedades: títulos, contenidos de aprendizaje en abierto, exposiciones, contratos de servicios, publicaciones científicas, formación permanente, asesoramiento a las administraciones, creación de empresas, debates públicos, cuidado de sus comunidades, clínicas universitarias, universidad de adultos… Ninguna institución ha sabido hacer de su identidad un sujeto colectivo soportado en una relación plena y permanente con otras universidades y con los actores de sus territorios.
Es en la riqueza de flujos de conocimiento que generan los ecosistemas universitarios en donde encuentran su diferenciación y lo que las convierte en instituciones y esenciales para la convivencia democrática y la competitividad de sus territorios. Reducir sus entornos de actividad, como hemos visto que está sucediendo bajo los paradigmas del mercado y la excelencia competitiva, conduce a su agotamiento.
En cambio constante
La transformación de las universidades ha sido constante en los últimos doscientos años. Compartiendo valores, habiendo cambiado otros, poco tienen que ver en su expresión las universidades actuales con la “Universidad de Berlín” de 1810, como poco tienen que ver las sociedades a las que sirven. Cambiar hoy es ampliar sus límites. Hacer más partícipe de su libertad a la sociedad, o lo que es lo mismo, construirla entre todos. Por más que esto suponga contradecir al maestro de la Universidad de Chicago John Dewey cuando a principios del siglo XX dijo que, “Reformar la Universidad es como reformar los cementerios: no puedes contar con los de dentro”.
Huyamos de las simplificaciones interesadas que diluyen el sentido de las universidades, miremos el futuro desde las tensiones insoslayables que definen lo universitario. “¿Cómo pueden las instituciones de educación superior ejercer -estructuralmente, económicamente, sociológicamente- su custodia del pasado histórico e intelectual y fomentar al mismo tiempo la libre innovación, la inversión en el juego, principalmente científico, de la posibilidad futura? ¿Y cómo puede conciliarse esta incierta dialéctica con el programa de estudios, inevitablemente simplificado, generalizado, y social o políticamente sesgado?”, se preguntaba a principios del siglo XXI desde su experiencia en la Universidad de Chicago el maestro George Steiner. Desentrañar la pasión por el conocimiento y la educación.
Sí, hablemos de universidades, discrepemos abierta y honestamente, cómo ha sucedido y seguirá sucediendo, porque la Universidad, como la democracia, muere en la oscuridad. Hoy, entre la entropía y el mercado, 70 años después la pregunta del rector de la Universidad de Chicago Robert Maynard Hutchins (“La Universidad de Utopía”) sigue reclamando una respuesta, cómo lo hará dentro otros 70. «El gran problema de la universidad es el asunto del propósito: ¿para qué está?». Frase en la que no puede dejar de resonar la afirmación de John Dewey en relación a que el fracaso en la experiencia universitaria es, “no encontrar el verdadero propósito de la vida”.