«Si el monopolio de la acreditación de competencias y conocimientos ya no corresponde a las universidades, si podemos aprender de muchas otras maneras y adquirir competencias de otros modos igualmente válidos, alguien tendría que tomarse en serio tanto las nuevas maneras de aprender, colaborar y crear como los espacios y tecnologías a través de los que sucede. Mientras todo esto se contemple desde la altísima y serenísima distancia de las universidades centenarias, sus cimientos se seguirán socavando hasta que se derrumben«, señala Joaquín Rodríguez en la entrevista.
Resulta difícil encontrar un piloto más cualificado que Joaquín Rodríguez para navegar en el impreciso mar acotado por la educación, la lectoescritura y la tecnología, en el que se define los valores de la sociedad actual, y se trazan las rutas de la equidad y el bienestar. Como bien se encarga de recordarnos Rodríguez en su extensa obra (La furia de la lectura o Primitivos de una nueva era), la dificultad de la tarea sobrepasa las determinantes restricciones económicas convirtiéndose en un problema ético ineludible en la acción política.
La vida profesional de Rodríguez se desarrolla en una hostil intersección entre el rigor, cuando no dureza, propio de quien podemos considerar como uno de sus maestros, Pierre Bourdieu, y la permanente preocupación por impactar en la sociedad, por incidir en la vida, incluso cuando esto suponga apartarte de los estándares formales de legitimación académica.
“Es tremendamente difícil aprender a leer y escribir. Puede ser la tarea de toda una vida,” Nos recuerda citando a Kurt Vonnegut, en el libro que acaba de publicar “Lectocracia”. Bien lo sabe Rodriguez que sin embargo no duda en invitarnos a la aventura, a través, no podía ser de otra forma, de un libro que se adhiere a nuestras manos y a nuestro pensamiento.
Hace 70 años Robert Maynard Hutchins en su libro “La Universidad de Utopía” afirmaba: «El gran problema de la universidad es el asunto del propósito: ¿para qué está?». ¿Sigue vigente está pregunta?
El gran problema de la vida de cualquiera es el propósito, más aún para una institución por la que pasan miles de vidas. No es que las universidades no tengan propósito u objetivos, explícitos o no, sino cuáles deben ser sus fines esenciales. Y es ahí donde divergen radicalmente. En la actualidad el espíritu de los tiempos parece apuntar al apuntalamiento de un modelo que podría compararse al de una agencia de colocación, al de una oficina de empleo, pero eso hubiera espantado a Alexander von Humboldt.
En esos años de maduración intelectual y de construcción del proyecto de vida que son los de la juventud, es necesario que exista un espacio en el que no solamente se preocupe de la empleabilidad (Ausbildung, utilizando el término alemán) sino, sobre todo, por la educación integral (Bildung, utilizando el sustantivo que se contrapone a la mera ocupación).
No quiero extenderme en reavivar una polémica que dura ya cuatro siglos, pero en este momento de la historia soy de los que piensa que no nos vendría mal dedicar un tiempo a saber cuáles son nuestras convicciones y a procurar que nuestras acciones las acompañen.
La conversación sobre la Universidad en las últimas décadas ha estado centrada en la idea de excelencia, y su correlato con los rankings internacionales. ¿Qué está cambiando para que Harvard y Yale hayan decidido abandonar el ranking de US News, posiblemente el más importante en EEUU?
Todo ranking, como toda evaluación, mide solamente lo que mide, dejando fuera multitud de indicadores que, acaso, podrían ser más significativos para otros fines o propósitos. A lo largo de las últimas décadas se han utilizado como indicadores de éxito, por ejemplos, los denominados índices de impacto y otras modalidades derivadas, incluyendo las alt-metrics, lo que ha llevado a los científicos a una encarnizada competición por publicar allí donde la tasación pudiera ser superior.
Hasta que no seamos capaces de modificar esa estimación de la relevancia de la aportación de un científico, estaremos, sin embargo, atrapados en un bucle difícil de quebrar: debemos abrir, mostrar y compartir abiertamente lo que hemos hecho, pero lo hacemos a través de canales y cabeceras restringidos y jerarquizados desdeñando, en buena medida, cualquier otra aportación que no haya pasado por ese estrecho canal.
Las grandes universidades han llegado a ser lo que son, en buena medida, atentando contra su principio fundador, que es el de crear, compartir y diseminar el conocimiento entre aquellos, sobre todo, que lo necesiten.
La lógica propia de la acumulación del capital científico, de esa especie muy particular de capital simbólico que los científicos buscan y acopian, se obtiene exponiendo abiertamente los resultados de la investigación con el fin de recibir la evaluación de los pares, de aquellos capacitados para valorar justamente lo aportado. Y eso, que es el mandamiento primero de la ciencia y es a lo que hoy llamamos ciencia abierta, está trastocando por completo los rankings tradicionales (afortunadamente)
Las declaraciones San Francisco –Declaration on Research Assessment DORA-, la Declaración de Leiden, el Informe de recomendaciones de la UNESCO sobre Ciencia Abierta, o los recientes informes de la Unión Europea sobre la plataforma de Open Research Europe o sobre el Agreement on reforming research assessment, por mencionar tan solo alguno de los esenciales, inciden de manera unánime en la necesidad de revocar por completo el sistema tradicional de evaluación científica, evitando los índices de impacto, confiando en los sistemas de peer review abiertos y ponderando el valor intrínseco de las aportaciones y el impacto que las investigaciones tienen sobre los colectivos afectados.
Lo que está sucediendo, en consecuencia, es que están cambiando las medidas y los indicadores que se tienen en cuenta para valorar la calidad de una institución de educación superior, y ni siquiera las grandes consagradas pueden permitirse ignorarlo.
¿Qué aporta al sistema universitario la idea de “universidades cívicas”?
El propósito: si queremos, si pretendemos que la ciencia sea relevante para quien la necesita, será necesario vincular la investigación con los problemas reales de la sociedad. Si queremos, si pretendemos que la ciencia sea significativa, estaremos obligados a abrirla a la ciudadanía, solicitando su participación, su inclusión en los procesos de selección del objeto de investigación y en los procesos de investigación mismos. Si deseamos que la ciencia no sea solamente un arcano inalcanzable —y con eso no estoy diciendo que todo pueda ser asequible para un lego que no conozca la tradición de la disciplina ni su lenguaje específico—, deberemos esforzarnos en vincularla con aquellos problemas que atañen y preocupan a la comunidad.
¿Cómo podríamos conseguir que las universidades, sus valores ciudadanos y el conocimiento científico, influyeran de manera efectiva en las políticas públicas?
Es relativamente sencillo imaginar una universidad en la que el trabajo de las Facultades, de los departamentos y de sus científicos se oriente a la resolución de problemas que conciernan a sus comunidades más cercanas (o lejanas, si desean establecer una red de colaboración internacional), vinculados a los objetivos de desarrollo sostenible o a cualquier otra inquietud que los ciudadanos puedan tener; en la que todos sus alumnos, desde el primer curso, se conviertan en parte de la plantilla de científicos que tengan que indagar, investigar, estudiar y proponer soluciones a esos problemas, enfrentándose a problemas y retos reales desde el primer momento; en la que la jerarquía de las disciplinas, la ultra disciplinariedad y la compartimentación extrema de los departamentos deje paso a la colaboración radical entre ellos, en pos de la solución a los problemas complejos a los que deban enfrentarse.
Docencia, investigación científica y apoyo a la innovación tecnológica aparecen como las tres grandes tareas que las leyes encomiendan a las universidades. ¿Podría ser la innovación social y la ciencia ciudadana la cuarta tarea de la Universidad?
Más bien la primera, porque así se alinean todos: cabría organizar perfectamente la docencia, la investigación y las tecnologías necesarias para prestar soporte a cualquier quehacer desde los problemas a los que deban enfrentarse. Debo insistir, no obstante, en que eso no significa que se pueda o se deba abandonar la investigación básica desvinculada de los apremios sociales, porque cada campo científico tiene una lógica de evolución y desarrollo interno a la debe obedecer en buena medida.
Frente a una universidad centrada en la consecución de artículos de investigación por sus profesores la profesora Dilly Fung de la University College London, propone incorporar en la universidad el “currículum conectado”. ¿Qué aporta de diferencial esta propuesta?
Una de las lecturas que más me influyó hace unos años fue la de A connected curriculum for higher education en la que esta profesora de Desarrollo de la educación superior en la universidad que mencionas consiguió sintonizar el trabajo de la universidad más grande del Reino Unido vinculando la tarea de cada Facultad y de cada departamento con un objetivo social y/o medioambiental, con algo en todo caso relacionado con las inquietudes de su comunidad circundante.
Establecer esa preocupación en el núcleo del currículum abocó a que en el diseño de los procesos de aprendizaje se pusieran en el centro los problemas sociales y el desarrollo de las competencias necesarias para su resolución, de manera que todo alumno debe enfrentarse prácticamente, haciendo y colaborando, a la solución del asunto que le concierna. Todos ganan con este nuevo planteamiento.
¿Qué valoración le merece la importancia creciente de las clínicas universitarias vinculadas a las necesidades sociales de su entorno?
Esa es la versión norteamericana del currículum conectado inglés: los alumnos aprenden haciendo, en un hospital o en una corte de justicia, enfrentándose a problemas reales y ayudando a quien no dispone de los recursos necesarios para hacerlo. Parece una práctica pedagógica elemental, pero todavía no ha alcanzado la extensión —al menos no entre nosotros— que debería.
Es recurrente en los informes internacionales sobre el futuro de la Universidad que hablen de la implantación de planes de estudio con una visión holística, como un elemento esencial para una experiencia universitaria. ¿Qué opinión le merece esta propuesta?
A riesgo de parecer que me pierdo en la mera erudición, te diría que es una discusión con la que llevamos cuatro siglos y que se escora en uno u otro sentido en función de las fuerzas dominantes tanto en el campo académico como en el social. ¿Debemos colaborar en la formación de seres humanos con valores, criterios y propósitos que colmen sus vidas y las de los demás o conviene, más bien, conformarnos con formar a profesionales capaces de resolver con soltura y suficiencia las tareas que les correspondan? ¿Bildung o Ausbildung?
Cuando es el mercado y sus intereses quienes predominan, surgen las universidades que se reclaman universidades de la empresa, como el brazo ejecutor de la política empresarial, interesadas en formar profesionales prêt-à-porter. Sospecho que todavía nos encontramos en este último punto, en el que las universidades compiten, solamente, por la empleabilidad, pero siendo eso legítimo, creo que es radicalmente insuficiente.
De acuerdo con los datos de la Seguridad Social en España, las diez carreras universitarias que alcanzan una mayor empleabilidad en los ámbitos propios de sus titulaciones se corresponden con grados de ciencias de la salud, seguidas de ingenierías. En ambos casos titulaciones vinculadas a profesiones reguladas. ¿Supone esto que los títulos universitarios oficiales por sí mismos están perdiendo legitimación en el mercado laboral?
En una comida en la que estuve hace poco con profesionales de la tecnología del ámbito multinacional me comentaban que a ninguno de ellos, cuando realizaron la entrevista de trabajo, les habían solicitado ni revisado título alguno.
Les preguntaron por su experiencia, por sus competencias, por su capacidad de trabajar en equipo, de resolver problemas complejos, de aprender de manera autónoma e indefinida. Y si eso lo hacen los directores de personal de esas grandes compañías es que algo está cambiando: en nuestra era digital, en la que se ha multiplicado de manera exponencial la capacidad de acceder a un contenido valioso, en la que ha proliferado de forma extraordinaria la oferta de contenidos pertinentes y la posibilidad de comunicarnos y colaborar con otros que no siempre están cerca de nosotros, la manera que tenemos de aprender y de formarnos tiene ya poco que ver con lo que hacíamos antes.
Y si eso es así, la autoridad certificadora que ejercían de manera cuasi monopolística las universidades también se tambalea. Este sueño de multiplicación de los aprendizajes informales y de la tecnología como soporte que lo hace posible, ya estaba en Ivan Illich claramente expresada. Hemos tardado unas cuantas décadas en llegar, pero ya estamos ahí.
El aprendizaje a lo largo de la vida es una consecuencia natural de una sociedad en continua disrupción. ¿Cuáles son los principales cambios a los que deberían someterse las universidades para poder incorporar estos públicos emergentes?
Creo que la mayoría se ha dado ya cuenta que gestionar una clientela entre los 18 y los 27 años está bien (grados y postgrados, como se hacía tradicionalmente) siempre que pensemos que después de esa edad no aprendemos nada más, pero que si aspiramos a desarrollar vidas con propósito, vidas en las que tendremos que revalidar y actualizar nuestros conocimientos en muchas ocasiones, la universidad haría bien en pensar que su clientela principal está entre los 28 y los 70 (como mínimo), porque la vida solamente se acaba cuando uno deja de tener curiosidad.
Aprender más deprisa, más barato y en cualquier lugar es la promesa de la creciente oferta de plataformas globales en educación superior. ¿Cómo afecta este fenómeno a la Universidad?
Si el monopolio de la acreditación de competencias y conocimientos ya no corresponde a las universidades, si podemos aprender de muchas otras maneras y adquirir competencias de otros modos igualmente válidos, alguien tendría que tomarse en serio tanto las nuevas maneras de aprender, colaborar y crear como los espacios y tecnologías a través de los que sucede. Mientras todo esto se contemple desde la altísima y serenísima distancia de las universidades centenarias, sus cimientos se seguirán socavando hasta que se derrumben.
Fíjate que esa loca carrera en la que se han embarcado las universidades tradicionales con una oferta de dobles o triples carreras no es otra cosa que una respuesta a la devaluación constante de las titulaciones tradicionales. Se ven obligadas a sobrepujar en el mercado de las titulaciones generando una inflación exorbitada o a intentar ofertar una experiencia cada vez más selecta a precios más altos, pero no me parece que ese sea el camino.
Por último. ¿Cómo podríamos hacer más accesible la Universidad a colectivos sociales para los que desde su infancia queda fuera de sus expectativas?
El problema de la equidad en el acceso a la educación es lacerante: se genera durante la infancia, en entornos familiares cultural, escolar y económicamente depauperados que rebajan desde muy temprano las expectativas de los niños y las niñas para que terminen adecuándolas a sus posibilidades. Eso se vive siempre como una limitación personal, no como una cortapisa social, y acaba expresándose en fracaso escolar y abandono, algo de lo que sabemos mucho en nuestro país.
Al contrario también es cierto: quienes triunfan en la escuela y han tenido la suerte de crecer en entornos familiares cultural, escolar y económicamente boyantes, viven sus triunfos como algo natural, como una suerte de don de la naturaleza.
Si no se interviene en la escuela, desde muy pronto, las limitaciones se interiorizan hasta tal punto que quienes las padecen no imaginan un futuro que pueda pasar por la educación superior. A lo sumo se conformarán —y no estoy diciendo con esto que esos estudios tengan algo de intrínsecamente malo— con estudios de capacitación profesional que les abran las puertas de una colocación laboral.
Habrá quienes piensen que la democratización a ultranza en el acceso a la universidad debilita su esencia aristocrática, pero eso no es más que otro síntoma de una condición social que se siente amenazada por la potencial devaluación de sus insignias diferenciadoras. Hacer más accesible la universidad pasa, en consecuencia, por garantizar a ultranza la equidad en la escuela.