La evaluación y la prospectiva son procesos de aprendizaje, donde se genera conocimiento e información de gran valor, que requieren hacerlos «a jornada completa», con el máximo rigor e independencia, como señalaba la ley, sin interferencias políticas, ni de ningún otro tipo
AURELIA MODREGO
“El conocimiento nos hace libres”
La Ley de la Ciencia de 1986 es un hito del siglo XX que solo puede ser valorado si se tiene en cuenta la historia de la ciencia en España en los cincuenta años precedentes. La satisfacción con la que la ley fue recibida por la gran mayoría de la comunidad científica y una parte importante de la sociedad fue una señal de que, al fin, la ciencia y la tecnología, el conocimiento y las nuevas ideas iban a formar una parte fundamental del proyecto de modernización del país. Lo cual nos iba a facilitar además la convergencia con la Unión Europea. Por fin, después de tantas décadas, la ciencia y la tecnología podían ayudarnos a dejar atrás el secular retraso científico, económico y social, tan agudizado tras la guerra civil. Por fin la política española parecía interesarse por el progreso científico.
Avanzado el siglo XX, en muchos países adelantados, la investigación científica ya no se desarrollaba por individualidades ni por “satisfacción intelectual y estética” (Marta Estrada, El País 17 mayo) o por puro diletantismo, sino por equipos de personas, que financiados con fondos públicos, contribuían con su trabajo científico al bienestar social. A lo que contribuían también las empresas de estos países destinando elevados porcentajes de sus ganancias a la investigación científica y al desarrollo tecnológico.
Una historia distante
En España, el interés por la ciencia había sido más bien testimonial. Tras el primer paso en esta dirección que se dio en 1907 con la creación de la Junta de Ampliación de Estudios, cuyo primer presidente fue Santiago Ramón y Cajal, en 1939 se sustituyó por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), como “Órgano de asesoramiento, fomento y coordinación de la investigación científica nacional”; al mismo tiempo se impulsó el Instituto Nacional de Investigación Agrícola (INIA) y en 1942 se creó el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), con el propósito de que estos organismos contribuyeran a promover la reindustrialización del país.
La realidad es que el CSIC no llegó nunca a ser un órgano de coordinación y asesoramiento y, a pesar de orientarse a una investigación más aplicada, apenas contribuyó a la pretendida industrialización. Su estrategia consistió en crear centros CSIC en prácticamente todas las universidades, donde el personal era escaso y, salvo casos excepcionales, sin formación ni experiencia en la investigación, y, por tanto, sin capacidad para hacer aportaciones al desarrollo industrial y recuperación económica del país.
En los años 40 el contraste de la estrategia científica de España con la de los países más adelantados es brutal. Terminada la segunda guerra mundial los gobiernos de estos países, junto con sus propias industrias, empiezan a destinar ingentes fondos financieros para promover el avance del conocimiento científico y tecnológico, cuando nuestro país apenas dispone de recursos para sobrevivir.
Creación de un sistema de ciencia
No se trataba solo de allegar recursos, sino de encauzarlos a través de sistemas de soporte a la investigación científica y tecnológica con esquemas similares a los de un sistema productivo. De esta manera, el conocimiento y la tecnología, se convierten en una de las mercancías más cotizadas, originando grandes desigualdades y desequilibrios en la balanza comercial de muchos países, como fue en el caso de España.
Con el final de la autarquía en los años 50, se inicia una leve y desordenada reactivación industrial propiciada fundamentalmente por la ayuda económica y la tecnología extranjera, la expansión turística y la emigración. Un elemento clave para el desarrollo posterior del país fueron las becas de organismos internacionales que ayudaron a jóvenes científicos españoles a ampliar estudios en centros europeos o norteamericanos de primera fila.
En 1958 se crea la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica (CAICYT) que, sin embargo, no cumplió el papel de alta asesoría. Siguiendo una inveterada costumbre nacional de que cuando algo no funciona, en lugar de arreglarlo o suprimirlo, se crea algo que lo sustituya, en 1963 se funda a alto nivel la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Científicos, que tampoco llegó a cumplir su cometido. En esta situación la CAICYT actuó administrando el Fondo Nacional para el Desarrollo de la Investigación creado en 1964, que en 1977 llegó a alcanzar 1.000 millones de pesetas al año.
A pesar de la creación de tantos organismos, en el Plan estabilizador de la economía, puesto en marcha en 1959, apenas se muestra interés por la investigación científica; tampoco se logra que el desarrollismo industrial un tanto anárquico y un cierto crecimiento económico tuvieran la capacidad suficiente para recuperar el nivel de vida de comienzos de siglo.
Los planes de desarrollo
Con el Primer Plan de desarrollo (1964-1967) se hace una apuesta por los polos de desarrollo industrial que tuvo una importante incidencia en las ciudades y que ha tenido bastante que ver con la despoblación rural. Sin embargo, hasta 1966 España no logró traspasar el umbral de los 500 $ per capita, que la ONU estimaba como nivel del subdesarrollo.
En el II Plan de Desarrollo (1968-1971) se hizo un esfuerzo por aumentar los gastos públicos en investigación y, a su vez, estimular la aportación de las empresas privadas por medio de los Planes Concertados de Investigación, con una financiación pública del 50% de los costes. En un informe de valoración del Plan en 1971 la OCDE concluía que “la política de investigación ha permanecido en estado de declaración de intenciones y no ha sido seguida de una aplicación correcta”. Esta frase lapidaria, reflejaba certeramente la situación de la política científica en España y era una premonición de muchas de las etapas de su futuro desarrollo.
Cuando al fin, a comienzos de los 70, se alcanza la mítica cifra de los 1000 $ de renta per capita, el umbral que suponía ingresar en el primer mundo, y se da luz al III Plan (1972-1975), interrumpido, entre otras razones, por el aumento del precio del petróleo, la vuelta de muchos de los estudiantes que se habían ido a universidades y centros de investigación extranjeros marca un antes y un después. En esos momentos la preocupación de estos consistía en cómo se podían conseguir fondos del Gobierno que ya entonces se había propuesto como objetivo que los gastos en I+D alcanzaran en 1980 el 2% del PIB, otra mítica cifra que cuatro décadas después todavía seguimos “manoseando”.
No se sabía qué fondos se iban a destinar, ni la fecha para las convocatorias de proyectos de la CAICYT, ni si existían líneas prioritarias de I+D, ni cómo iban a ser evaluados los proyectos y, mucho menos, si valía para algo tener un historial previo mejor o peor.
La Ley de la Ciencia
Es a partir de finales de los años 70 y comienzo de los 80 cuando en distintos estamentos de la sociedad española se empieza a considerar que el futuro del país, su avance socioeconómico, cultural y democrático está íntimamente ligado a la generación propia de nuevas ideas y de conocimiento. Es entonces cuando los distintos gobiernos comienzan a emprender acciones de fomento y apoyo a la investigación científica y tecnológica, que culminan en la Ley de Fomento y Coordinación General de la Investigación Científica y Técnica (Ley de la Ciencia), de 1986.
El objetivo era elaborar una legislación para la política científica para el siglo XXI. Esta legislación se proponía levantar la arquitectura institucional del sistema de ciencia y tecnología, sus instrumentos de administración y gestión, la financiación y su organización, y, muy importante, coordinar la política de ciencia con las de otros sectores: educación, en particular universidades, sanidad, industria, propiedad intelectual y patentes, fiscalidad o la organización de la Administración general del Estado, etc., todas ellas con implicaciones e influencia, directa o indirectamente en las actividades de I+D.
El mandato de la Ley era claro. Se trataba de superar el secular retraso científico y tecnológico del país en el contexto europeo dejando atrás las grandes deficiencias de unas precedentes actuaciones aisladas que carecían de la estructura, organización y recursos adecuados para lograrlo. En otras palabras, el objetivo consistía en poner en marcha un Sistema de Ciencia y Tecnología como soporte de una “política científica integral, coherente y rigurosa en sus distintos niveles de planificación, programación, ejecución y seguimiento…” que estimulase una mayor “rentabilidad científica-cultural, social y económica”. A ello se sumó la necesidad de converger con Europa, no sólo en el ámbito económico sino en ciencia y tecnología.
La Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva (ANEP)
Una de las grandes innovaciones de la Ley de la Ciencia fue la creación de la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva (ANEP). Se recogió, en cierta forma, la experiencia de evaluación iniciada en 1968 por la CAICYT, que en 1983 consolidó el sistema de evaluación por pares (peer review), y que sirvió para dar un importante paso adelante cuando en 1986 se establece un marco normativo para la definición de la política científica y tecnológica en España.
Evaluación y prospectiva son las tareas asignadas por ley a la ANEP. Sin ninguna otra responsabilidad en el diseño de políticas ni en la financiación de propuestas, fue uno de los principales aciertos en su creación. La asignación de estas dos complejas y difíciles tareas a la ANEP, que en el caso de la evaluación fue decisiva para el progreso de la ciencia en España, requería recursos para llevarlas a cabo.
La evaluación y la prospectiva son procesos de aprendizaje, donde se genera conocimiento e información de gran valor, que requieren hacerlos «a jornada completa», con el máximo rigor e independencia, como señalaba la ley, sin interferencias políticas, ni de ningún otro tipo. En estas condiciones la información y el conocimiento de la ANEP se convierten en un elemento imprescindible para proporcionar un apoyo, que dé consistencia al sistema, tanto para el diseño de políticas como para la valoración de su adecuación e impacto.
La claridad de la ley en la definición de los objetivos de la ANEP no se vio plasmada en su desarrollo en lo referente a la valoración de sus aportaciones. A la ANEP no se le dio independencia administrativa ni se le proporcionaron los recursos necesarios que hubieran facilitado su tarea y potenciado las ideas y conocimientos que podían aportar. Las dificultades para realizar su cometido a lo largo del tiempo han demostrado ser uno de sus principales condicionantes que han propiciado, no sólo su “desaparición”, sino la irrelevancia de la actual política de ciencia, tecnología e innovación.
Roberto Fernández de Caleya
A pesar de los mencionados condicionantes, la ANEP en su primera etapa acumuló un prestigio que estuvo claramente vinculado a dos aspectos clave. El primero de ellos fue la capacidad de recoger la experiencia de evaluación acumulada en la CAICYT. No se partía de cero, y se utilizó el conocimiento previamente generado, sin ningún complejo, con la seguridad de que los aciertos y errores detectados iban a ser de gran utilidad para potenciar los unos y minorar los otros. El segundo estuvo directamente relacionado con el diseño de su organización, realizado por su primer director el Prof. Roberto Fernández de Caleya, que respondía a unos objetivos claros y a una estrategia bien definida.
En cualquier organización, el componente humano es obviamente su activo más importante. En el caso de la Agencia, la selección del personal científico-técnico fue la pieza clave de su funcionamiento. Se consiguió descubrir a los mejores científicos jóvenes, destacados en su área, que creyeron en el proyecto y se sumaron y se comprometieron a convertir una utopía en una realidad. Con ellos, y con una mínima estructura de apoyo, se formó un equipo coherente y multidisciplinario, que se guiaba por unos objetivos comunes y que, continuamente, aportaba ideas para su desarrollo. No faltaba la autocrítica ni la predisposición a enmendar y corregir los fallos que se detectaban en el transcurso de las múltiples y variadas tareas que cada uno de los responsables del funcionamiento de la Agencia tenía encomendadas.
La organización tenía un líder, con muchas ideas, en gran parte heredadas de su experiencia en la CAICYT, y con una especial habilidad para involucrar en el proyecto a todas las personas que, desde distintas perspectivas, podían contribuir al éxito del mismo. De todas ellas era posible extraer, procesar y gestionar cualquier tipo de información que pudiera ayudar a cumplir los objetivos de la ANEP. Esa forma de hacer supo transmitirla a todos los que participaban en las distintas actividades de la Agencia.
Cultura de la evaluación
La evaluación ex ante (preliminar) de los proyectos de investigación y de otro tipo de actuaciones ha constituido un factor clave para la asignación de recursos entre los grupos de investigación, para incentivar a investigadores jóvenes con capacidad para proponer nuevas líneas de investigación y, lo que es muy importante, para la generalización de la cultura de la evaluación. Pero, la crónica premura de tiempo con la que en muchos casos ha tenido que hacerse esta evaluación, la falta de renovación y actualización de objetivos específicos y la escasez de recursos, han ido originando la implantación de procedimientos excesivamente formalizados y homogéneos.
Todas estas limitaciones han contribuido a hacer evaluaciones conservadoras y excesivamente burocratizadas, que fomentan y contribuyen al mantenimiento del statu quo, y desincentivan la presentación de propuestas con alto contenido innovador, por el riesgo que supone someterlas a un proceso de evaluación que carece de medios para enfrentarse a este tipo de problemas.
Conocimiento, aprendizaje, objetivos, estrategia y procedimientos son conceptos que definen las primeras etapas de la ANEP, que, a pesar de todos los intentos, apenas tuvo margen para evaluar los resultados de las actividades financiadas (evaluación ex – post) y su impacto, y hacer prospectiva, indispensables ambas para el diseño de la política de ciencia, tecnología e innovación.
El análisis de su devenir, de sus fortalezas y debilidades, su evolución y “sustitución” por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) es un buen ejemplo de cómo en España un organismo esencial que funciona, y que en sus primeras etapas contribuyó a dinamizar el sistema español de ciencia, tecnología e innovación, sin apenas recursos financieros, humanos y tecnológicos, una falta de sensibilidad política y de ideas, lo acaba convirtiendo en un ente meramente burocrático de reparto de unos recursos financieros escasos, con un sistema de incentivos cuestionable, que desalienta a los mejores investigadores y que tiene graves consecuencias en el avance de la ciencia, la tecnología y la innovación.
Referencias:
«Desarrollo de la investigación científica en España». Justiniano Casas Peláez. Publicaciones de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 46, 1977.
“La Ciencia y la Técnica en España”. Real Academia de Ingeniería. Mayo 2004.
“Innovación en la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva”. Aurelia Modrego Rico, Boletín SEBBM 140, Junio 2004.
AURELIA MODREGO Investigadora Honorífica del Instituto de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid.
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