¿Qué hemos aprendido del proceso de coordinación de las políticas de investigación e innovación?

En 1998 fue la creación de la “Oficina de Ciencia y Tecnología” (OCYT) adscrita a la Presidencia del Gobierno. El modelo de la OCYT, inspirado en la función coordinadora de la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca ante agencias muy independientes como NSF, NIH, NASA, etc., pretendía obtener una visión holística de la ciencia y la tecnología en España imposible de obtener desde un departamento ministerial sectorial

GONZALO LEÓN


Desde los años ochenta del siglo pasado se han ideado diversos instrumentos de política científica y tecnológica que, incorporados en la legislación española tanto por la Administración General del Estado (AGE) como por las Comunidades Autónomas, tenían como objetivo una coordinación efectiva de las actividades de investigación e innovación dentro del sector público y, en menor medida, con el sector privado.

No quiero decir con ello que no existieran previamente otros instrumentos, planes y procesos en ese sentido, pero he iniciado el análisis en estos años porque es cuándo alcanzan su máximo nivel en el ordenamiento legislativo español y también en la Unión Europea tras la entrada en vigor del Tratado de Maastricht.

Focalizándose en España, en esos años ochenta del siglo XX se aprobaron y pusieron en marcha tres elementos clave para estructurar el sistema español de ciencia, tecnología e innovación.

• El primero fue la aprobación de la Ley de Reforma Universitaria en 1983 (Ley Orgánica 11/1983, de 25 de agosto), pieza clave como revulsivo de modernización para la universidad española en la que se reconoce la función investigadora como esencial junto a la docente y la de transferencia de conocimiento para reforzar el papel de la universidad en la sociedad.

• La posterior creación en España de los planes nacionales de I+D (el nombre concreto ha ido variando con el tiempo) con la aprobación de la denominada Ley de la ciencia en 1986 (Ley 13/1986, de 14 de abril) que enmarca también los objetivos, prioridades y estructura del sistema español de ciencia, tecnología e innovación. De hecho, el nombre formal de la Ley era “Fomento y coordinación general de la investigación científica y técnica” prestando la máxima atención a ese papel coordinador.

• La sucesiva puesta en marcha de los planes de I+D e innovación de las Comunidades Autónomas tras la aprobación de sus respectivos Estatutos de Autonomía en los que se incorporaron competencias para la actuación en este ámbito y, poco a poco, la asignación presupuestaria para su desarrollo, en
coordinación con la AGE.

se crean las primeras estructuras para la coordinación entre la Administración General del Estado (AGE) y las Comunidades Autónomas a través de un órgano específico como fue el Consejo General de la Ciencia


Con el impulso legislativo indicado también se crean las primeras estructuras para la coordinación entre la Administración General del Estado (AGE) y las Comunidades Autónomas a través de un órgano específico como fue el Consejo General de la Ciencia y la Tecnología que la propia Ley de la Ciencia 13/1986 establecía (artículo duodécimo), aunque sin competencias ejecutivas.

Tras la entrada de España en la Unión Europea en 1986 el ámbito territorial de coordinación se ha expandido para tener en cuenta también la interacción con los programas marco de investigación e innovación financiados con el presupuesto comunitario al que España ya contribuía y, en menor medida en este ámbito, con los programas operativos de los fondos estructurales que exigían una cofinanciación
nacional para la financiación de actuaciones.


También en los Tratados comunitarios se instaba a la coordinación con los programas nacionales, aunque al no existir una dotación presupuestaria para ello, tenía un carácter voluntarista. En la Ley de la Ciencia de 1986 ya se establecía la necesidad de “coordinación y seguimiento de los programas internacionales de investigación científica y desarrollo tecnológico” y “asegurar los retornos científicos, tecnológicos e industriales en colaboración con el Centro para el Desarrollo Tecnológico e Industrial”
(CDTI).

El objetivo perseguido con la puesta en marcha de todo este proceso legislativo aprobado en un periodo de pocos años era disponer de un marco conceptual, normativo y operativo que permitiese establecer objetivos y prioridades científicas y tecnológicas en un contexto en el que España realizaba un esfuerzo para homologarse internacionalmente.

También se pretendía establecer los instrumentos de coordinación apropiados para maximizar el uso de los recursos disponibles asumiendo que esa era una condición necesaria para fortalecer el sistema español de ciencia, tecnología e innovación en el marco de nuestra incorporación a la Unión Europea.

La historia de los años transcurridos desde entonces hasta la actualidad ha demostrado las dificultades de llevar a cabo este proceso. Hubo que reconocer que la simple introducción de apelaciones genéricas a la necesaria coordinación en los instrumentos legislativos aprobados (leyes, estatutos de autonomía o grandes programas comunitarios) no era suficiente para lograrlo de manera efectiva sino se adoptaban decisiones operativas.

Era necesario disponer, de forma simultánea, de voluntad política por todas las partes implicadas, de crear los instrumentos adecuados de política científica y tecnológica, y dotar de presupuestos suficientes para ejercer esa función coordinadora


Era necesario disponer, de forma simultánea, de voluntad política por todas las partes implicadas, de crear los instrumentos adecuados de política científica y tecnológica, y dotar de presupuestos suficientes para ejercer esa función coordinadora. Conseguir todo ello implicaba el reconocimiento real de la relevancia de la ciencia y la tecnología en la sociedad española para asegurar su progreso continuado lo que, en mi opinión, no se pudo lograr.

La lógica política subyacente hasta la finalización del siglo XX enfatizó la necesidad de consolidar estructuras y programas (indirectamente también, presupuestos) que, en manos de los responsables de las políticas de investigación, desarrollo tecnológico e innovación, ejecutaran de manera efectiva las competencias establecidas en el marco legislativo. Objetivo que, personalmente, he vivido tanto en el marco autonómico como en el nacional y comunitario con múltiples idas y venidas buscando la mejor
estructura posible en función de la forma en la que los gobiernos sentían la necesidad de actuar y conseguir presupuestos adecuados.

De esta manera, durante las dos décadas finales del siglo XX se crearon en España nuevas estructuras de responsabilidad sobre la ciencia y la tecnología dotadas del mayor nivel administrativo posible en forma de consejerías y ministerios con el objetivo de definir y coordinar las políticas y planes de investigación e innovación. Se suponía que con ello se lograría incidir en las decisiones de apoyo al máximo nivel.

No existieron estructuras consensuadas para llevar a cabo una coordinación efectiva, y tanto en España como en la propia Comisión Europea comenzaba la batalla política en disponer de programas con presupuestos, objetivos y estructuras de gestión diferentes en función de diversos ámbitos temáticos.

Cada responsable sectorial (en agricultura, industria, salud, transportes, educación, defensa, etc.), y también los diferentes comisariados de la Comisión Europea quería contar con instituciones, programas y presupuestos propios que ayudasen a conseguir los objetivos planteados desde la óptica de su departamento sectorial. En el fondo, se temía que un alejamiento de la investigación e innovación del departamento implicado en otro horizontal dificultaría lograr los objetivos planteados puesto que la innovación había emergido como un arma fundamental para ello.

No creo que se fuese aún muy consciente de que con ello se estaba gestando una fragmentación competencial horizontal (entre departamentos ministeriales) y vertical (entre la administración regional, nacional o europea) que restaría eficiencia a la función de coordinación.

Realmente, desde la perspectiva española el énfasis de los responsables políticos no se ponía al final del siglo XX en lograr la máxima eficiencia en la ejecución de la I+D sino en consolidar una función política que había sido muy relegada en la construcción de un estado democrático moderno y que debería adquirir, al mismo tiempo, relevancia y visibilidad frente al ciudadano para dar el salto hacia adelante en la organización del estado.

Es cierto que ni en España ni en Europa los recursos destinados a los programas de financiación de la I+D pública eran muy elevados como para que tuviesen un impacto real. Será necesario esperar al siglo XXI para encontrar incrementos presupuestarios relevantes que permitiesen destinar porcentajes significativos a la puesta en marcha de procesos efectivos de coordinación utilizando instrumentos “blandos” (basados en la coordinación voluntaria entre administraciones) y “duros” (con programas que
exigieran cofinanciaciones obligatorias como empezó a promover la Comisión Europea) y, en menor medida, los que se acordaron entre la AGE y las CCAA.

En España ya existía desde la década de los años setenta del siglo XX la denominada “Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología” (CICYT) que podría ejercer teóricamente esa función de coordinación general al incorporar en su seno a responsables de diversos departamentos ministeriales con competencias en I+D. En la práctica, solo lo hacía con una parte de los recursos disponibles englobados en el denominado “fondo nacional” gestionado desde y para el sistema público que
financiaba principalmente a universidades y organismos públicos de investigación (OPI).

la creación de la “Oficina de Ciencia y Tecnología” (OCYT) adscrita a la Presidencia del Gobierno pretendía implicar a la propia Presidencia del Gobierno en la coordinación de la I+D

Expresamente, la CICYT no coordinaba los recursos destinados a la industria por parte del ministerio de industria ni de otros departamentos ministeriales; tampoco era sencillo disponer de instrumentos que financiasen globalmente actuaciones con todo tipo de actores públicos y privados (como el modelo de “consorcio” sí lo conseguía en los programas marco de investigación e innovación de la UE desde los años setenta con el programa ESPRIT focalizado en las tecnologías de la información y las comunicaciones y, posteriormente, empleado como modelo en los programas marco).

Además, al dotarla de un nivel administrativo de “dirección general” adscrita al ministerio de Educación y Ciencia era imposible que pudiera imponerse a otros ministerios para forzarles a una coordinación efectiva.

Una alternativa que, tras múltiples discusiones, se puso en marcha en 1998 fue la creación de la “Oficina de Ciencia y Tecnología” (OCYT) adscrita a la Presidencia del Gobierno. Se pretendía con ello implicar a la propia Presidencia del Gobierno en la coordinación de la I+D al no ejercerse esa función desde uno de los departamentos ministeriales sino desde una estructura transversal.

Su nivel administrativo de dirección general era el mismo que el que tenía anteriormente (nutrido con parte del personal procedente de la Dirección General de Investigación) lo que, en la práctica,
impedía ejercer una dirección efectiva, aunque la CICYT fuese presidida por el presidente del Gobierno.

Al menos, con ello si se consiguió que el diseño del plan nacional de I+D que entró en vigor el año 2000 implicase los recursos de todos los departamentos ministeriales y empezaba a cobrar fuerza como un “plan nacional” real.

El modelo de la OCYT, inspirado en la función coordinadora de la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca ante agencias muy independientes como NSF, NIH, NASA, etc., pretendía obtener una visión holística de la ciencia y la tecnología en España imposible de obtener desde un departamento ministerial sectorial.

Aunque no gestionaba el fondo nacional de convocatorias de proyectos de investigación, sí dispuso de algunos recursos que permitieran una coordinación efectiva para grandes instalaciones científicas, participación en programas internacionales, así como la puesta en marcha de algunas convocatorias conjuntas con las CCAA empleando recursos comunitarios con las que se estableció un diálogo continuado y fructífero.

La experiencia demostró, en todo caso, que ejercer una mera función de coordinación sin disponer de un presupuesto significativo, y dotada con un rango administrativo reducido era muy difícil. De hecho, el apoyo a la gestión presupuestaria de la OCYT lo tuvo que dar el ministerio de la Presidencia.

Al menos, con ello si se consiguió que el diseño del plan nacional de I+D que entró en vigor el año 2000 implicase los recursos de todos los departamentos ministeriales y empezaba a cobrar fuerza como un “plan nacional” real

La vida de la OCYT fue corta porque se empezaba a gestar otra reforma administrativa de relevancia con la creación en el año 2000 del Ministerio de Ciencia y Tecnología. Con su creación se toman tres decisiones relevantes: agrupar en ese nuevo ministerio los organismos públicos de investigación (OPI) dispersos hasta entonces en diferentesministerios, con excepción del INTA que continuaba adscrito a Defensa, agrupar todos los recursos presupuestarios destinados a la I+D en ese ministerio, fundamentalmente por su relevancia los que iban destinados a la industria, y asumir las competencias de coordinación en la AGE y con las CCAA actuando como elemento de coordinación central de la política de ciencia y tecnología en el seno del gobierno.

Si bien esta decisión elevó la estructura de coordinación a un nivel mucho mayor, con capacidad de decisión sobre el establecimiento de prioridades, y disponer de una “voz horizontal” semanal en el Consejo de Ministros, levantó una discusión sobre la mejor manera de abordar las necesidades sectoriales de I+D frente a ministerios que habían “perdido” sus capacidades propias (en términos presupuestarios y de organismos internos especializados) y que pensaban que sin su implicación real no sería posible conseguir los objetivos sectoriales.

El problema adquirió relevancia política en el caso de la sanidad o la agricultura en los que las competencias también estaban transferidas a las CCAA que deseaban, asimismo, las transferencias de los órganos que ejecutaban esos programas (parcialmente, esa fue la situación en el caso de la I+D en agricultura). En el caso de la sanidad hay que tener en cuenta que los hospitales dependían de las CCAA y que el fortalecimiento de la investigación en los mismos no se podía hacer sin implicación real de las CCAA.

Es destacable que las peticiones de transferencia de los institutos del CSIC radicados en las respectivas CCAA no fueron atendidas con el objetivo de preservar la unidad de acción del Estado con un organismo presente en todas las CCAA.

En aquellos años de comienzo del siglo XXI se era consciente de que si la coordinación con las CCAA y con los demás ministerios sectoriales no se resolvía adecuadamente se corría el riesgo de provocar una nueva fragmentación con la reemergencia de órganos específicos desde otros ministerios y CCAA que consideraban que sus prioridades no eran atendidas adecuadamente. Hay que tener en cuenta que con un nuevo “ministerio sectorial” (en ciencia y tecnología) se generaba una batalla no sólo por la coordinación sino también por los presupuestos.

Con el comienzo del siglo XXI se produce otro hecho que va a acelerar la necesidad de establecer un nivel de coordinación mayor entre España y las instituciones comunitarias en el ámbito de la investigación y la innovación. Con la aprobación por parte de la Unión Europea del “Espacio Europeo de Investigación” en el año 2000 y su influencia en la estructura de los nuevos programas marco la coordinación en investigación e innovación con los estados miembros adquiere una relevancia política mayor.

Este proceso se vio reforzado por dos elementos adicionales. Por un lado, la inclusión en el sexto programa marco 2002-2006 (reforzado posteriormente en el séptimo de 2007-2013, el Horizonte 2020 2014-2020 y en el actual Horizonte Europa 2021-2027) de instrumentos específicos de coordinación con
los estados miembros y sus regiones mediante instrumentos de cofinanciación para acceder a parte del presupuesto del programa marco, y la puesta en marcha de un método de coordinación abierta en la elaboración de prioridades e intercambio de información entre los estados miembros.

De manera progresiva, los recursos destinados a cofinanciar actuaciones comunitarias junto con administraciones y entidades de otros estados miembros crecían significativamente, empleando algunos artículos del Tratado no empleados prácticamente hasta entonces (me refiero a los actuales artículos 185 y 187 tras la renumeración realizada con la aprobación del Tratado de Lisboa), lo que, a su vez,
obligaba a alinear las prioridades nacionales con las europeas y a dedicar recursos a la participación voluntariamente en iniciativas comunitarias (empleando un modelo degeometría variable).

Con la aprobación por parte de la Unión Europea del “Espacio Europeo de Investigación” en el año 2000 y su influencia en la estructura de los nuevos programas marco la coordinación en investigación e innovación con los estados miembros adquiere una relevancia política mayor

Por otro lado, la progresiva relevancia presupuestaria concedida en los fondos estructurales, fundamentalmente en el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), al apoyo a la innovación, mucho más porcentualmente en las regiones europeas más desarrolladas, lo que obligaba a dedicar más recursos a la cofinanciación de actuaciones en este ámbito.

Esta evolución se consolida con la puesta en marcha a partir de 2010 de las “estrategias de especialización inteligente» que cada región europea debía definir para acceder a los recursos comunitarios enfatizando el apoyo a la innovación tecnológica que, para muchas de ellas, constituía una responsabilidad genuina para acelerar el desarrollo regional.

Lamentablemente, salvo en un algún periodo y Comunidad Autónoma, el ejercicio de estas capacidades por parte de las comunidades autónomas no contó en sus planes de I+D con los presupuestos adecuados que, además, se vieron comprometidos en porcentajes elevados por los compromisos de cofinanciación con los fondos estructurales. Era difícil en estas circunstancias contar con unos planes regionales de
investigación e innovación potentes.

Los OPI siguieron dependiendo de la AGE y no se concedieron más transferencias competenciales (más allá del ámbito de la agricultura) lo que provocó por parte de las CCAA más fuertes la creación de centros de investigación propios (así fue el caso en la Comunidad de Madrid con los IMDEA o de Cataluña con el programa ICREA y un conjunto de centros de investigación) no financiados por la AGE. Eso solo se logró en algunos casos de grandes instalaciones científicas como el GRANTECAN, el BSC o el sincrotrón ALBA. El encaje de estas nuevas estructuras dependientes de las CCAA con las preexistentes de la AGE no fue sencillo y, en mi opinión, distan de ser hoy las deseables.

No es posible en estas páginas detallar todos los procesos e intentos de coordinación ocurridos durante este periodo. De todas maneras, si tuviera que destacar las principales lecciones aprendidas en estos cuarenta años sobre la coordinación en ciencia y tecnología, destacaría cinco aspectos significativos.

1. La coordinación de actuaciones entre órganos de cada administración (estatal o comunitaria) en el plano horizontal, y entre administraciones diferentes en el vertical (estatales, autonómicas o comunitarias) constituye un elemento esencial para reducir el problema de fragmentación derivado de la batalla competencial, y contribuir a la optimización de los recursos disponibles para la investigación e innovación.

2. La creación de entidades administrativas específicas de coordinación de la ciencia y la tecnología deben disponer del rango administrativo suficiente para ejercer su función y contar con presupuestos suficientes para ejercerla empleados fundamentalmente para la cofinanciación de actuaciones con las
CCAA y, si fuera posible, con la Comisión Europea. No basta con su formulación genérica en los instrumentos legislativos ni tampoco en los cortos periodos de gestación de un nuevo plan nacional.

3. El desplazamiento de los recursos presupuestarios comunitarios hacia la innovación concede a las CCAA españolas un peso significativo a la hora de promover actuaciones de forma coordinada con la AGE y con la Comisión Europea. Aun es pronto para evaluar si los fondos de “Next Generation” aprobados en 2021 contribuirán a este mismo propósito, pero, en principio, suponen una oportunidad para crear un marco de coordinación efectiva superior al existente hasta este momento, implicando a los grandes actores del sector privado, como si se está haciendo en los partenariados de los programas marco europeos.

4. La agrupación de recursos presupuestarios y de estructuras administrativas en un mismo departamento ministerial (o consejería en el caso de las CCAA) focalizada en la investigación e innovación debe contrapesarse con un papel más activo de los departamentos ministeriales con competencias sectoriales (o consejerías en las CCAA) a la hora de establecer prioridades y aprovechar los
resultados. Si no se establecen, se corre el riesgo de que el impacto del esfuerzo en investigación e innovación no va a repercutir positivamente en la sociedad y se discutirá, de nuevo, la justificación de la existencia de estructuras que concentren todos los recursos disponibles.

5. La evolución del presupuesto comunitario con un énfasis mucho mayor en impulsar un partenariado efectivo con las administraciones de los estados miembros (nacionales y regionales) y con grandes sectores industriales va a obligar a una relativización progresiva de los programas nacionales y regionales entendidos de forma autónoma. Ello requerirá un esfuerzo adicional para lograr una mayor implicación en actuaciones internacionales, aunque sea a costa de reducir el peso y presupuesto de las convocatorias puramente nacionales.


GONZALO LEÓN, Profesor emérito de Universidad Politénica de Madrid

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