«La carrera funcionarial está más o menos donde estaba, pero el mundo se ha movido mucho», señala Mariano Fernández Enguita Catedrático de Sociologia en la Universidad Complutense y responsable académico de su doctorado en Educación. Antes fue catedrático en Salamanca, donde dirigió el Departamento de Sociología , el Centro de Análisis Sociales (investigación) y el Centro Cultural Hispano Japonés (la Casa de Japón en España) y creó los portales Demos (docencia) e Innova (innovación). Autor de un sinnúmero de publicaciones, reflexiona en este artículo sobre el aprendizaje en los empleados públicos.
MARIANO FERNÁNDEZ ENGUITA
No es posible hoy hablar de organizaciones, sea en singular o en plural, grandes o pequeñas, privadas o públicas, con o sin fines de lucro, locales o globales… sin que surja de inmediato, como insuperable objeto de deseo, el talento, para cuya búsqueda, detección, captación, desarrollo, retención y lo que haga falta todos se conjuran.
Cierto que es un término huero, más bien ideológico, asociado a la pretensión de ser o parecer meritocráticos y perdido en la ambigüedad entre lo innato y lo adquirido, pero no deja de revelar que las organizaciones, todas, no tienen fácil contar con la persona adecuada en el lugar adecuado.
Esta dificultad se multiplica en tiempos de cambio ya exponencial, pues la adecuación se desvanece una y otra vez, y se refleja sobre todo en dos escenarios: la captación, primero, y el recorrido laboral, en lo sucesivo. Vale también para las administraciones públicas, que, sin embargo, afrontan hoy dificultades específicas tanto en una como en otro.
Captar talento, o lo que sea (cualificación, capacidad de aprender, compromiso, competencias, etc.), requiere identificarlo, atraerlo e incorporarlo. A falta de un detector todavía por inventar, lo que los empleadores hacen es mirar el currículum o recurrir a pruebas.
Por supuesto que, desde su punto de vista, nada mejor que encontrar, además, el mayor y el mejor talento, pero, así como decía Picasso que la inspiración existe, pero te tiene que encontrar trabajando, así, el talento existe, pero se suele encontrar tras o junto a otros indicadores de capacidad.
Mientras llega o no la suerte, las organizaciones optan sensatamente por buscar los profesionales y los trabajadores más capaces en tres escenarios: en la concurrencia y la competencia, es decir, entre los que ya han sido seleccionados, validados y formados por otros empleadores; en la puerta de acceso al mercado de trabajo, que es también la de salida de los estudios, tanto más cuanto más pertinentes y avanzados sean estos; y entre los propios empleados, en la medida en que puedan, quieran y sepan desarrollar sus cualificaciones.
La cuestión, entonces, es en qué posición se encuentran las administraciones públicas en cada uno de estos caladeros.
Las desventajas de las administraciones
Es una cuestión candente, pues las administraciones públicas españolas afrontan hoy serios problemas de sostenibilidad. Un documento ministerial de 2021 recogía los más acuciantes: primero, un notable envejecimiento del empleado tipo, que en el sector público tiene diez años más que en el privado, con la consecuencia de que se preveía ya la jubilación de más de la mitad de la plantilla de la Administración General del Estado en una década; segundo, una creciente dificultad para atraer savia nueva a los altos cuerpos, hasta el punto de que ya hay una veintena de ellos cuya tasa de cobertura de las plazas ofertadas hace años que no llega al 70%, en la mitad de ellos ni al 50% y en el peor caso apenas al 10 %.
Hay otros problemas estructurales, como la alta tasa de temporalidad, la falta de movilidad funcional y geográfica o la recurrente contradicción que supone proclamar la identificación de los principios de igualdad, capacidad y mérito con las oposiciones, para terminar engordando las plantillas con personal inicialmente contratado por procedimientos poco rigurosos, mantenido o retenido así durante años y, finalmente, funcionarizado en discutibles procedimientos endogámicos. Pero el problema principal es el otro: una pirámide de personal distorsionada por una estructura de incentivos perversa.
No era así antaño, cuando las administraciones, junto con las fuerzas armadas y la iglesia, eran casi el destino natural de los hijos segundones, es decir, de todo varón no primogénito, si la familia podía proporcionarle los estudios necesarios; después lo serían también para las hijas, cuando la empresa privada les ofrecía pocas perspectivas pero el sector público –no solo la administración propiamente dicha sino también, e incluso antes, los servicios a la población: enseñanza, trabajo social, sanidad– se abrieron a su acceso masivo, aunque no en todo igualitario.
De hecho, esa selección adscriptiva de solo un hijo varón tenía como corolario la movilidad social adquisitiva de los demás varones y las mujeres, una suerte de meritocracia (la auto/selección de los mejores) aunque muy limitada (sólo de entre las mejores familias). La era mitológica del funcionariado, el magisterio y otros cuerpos.
Mas hoy, como reconoce ya cualquier diagnóstico externo o interno, el empleo público es comparativamente muy atractivo en los niveles más bajos de cualificación, mientras que ha dejado de serlo en los más altos. Una parte de la explicación reside, y en esto hay un acuerdo generalizado, pero no se extraen las casi obvias consecuencias, en la pirámide salarial y de condiciones de trabajo.
Para los niveles de base, los más numerosos, salarios, horarios, estabilidad, clima de trabajo, beneficios sociales, etc., resultan claramente ventajosos en comparación con el sector privado. Para los niveles superiores, en cambio, los salarios no son competitivos, las perspectivas de carrera tampoco o no siempre lo parecen, los beneficios marginales no resultan especialmente atractivos y la perspectiva de estabilidad no lo compensa todo.
Probablemente lo más disuasorio sea la perspectiva de la oposición. Por un lado, la terminación de los estudios superiores ya llega a una cierta edad, las familias no se limitan a los grupos privilegiados que puedan sostener otro ciclo de alto coste de oportunidad (tres a cinco años más, sin ingresos, para preparar una oposición) y las expectativas de los jóvenes son otras que la de encerrarse a estudiar otros tantos años; por otro lado, con las administraciones compiten toda una variedad de empresas tecnológicas, consultorías, organizaciones no gubernamentales y otros empleadores que no sólo pueden ofrecer un acceso más rápido al empleo y/o seguramente una mejor compensación, sino también una imagen más lustrosa de actividades, servicios y productos capaces, presuntamente al menos, de mejorar el mundo, estructuras y carreras más sedicentemente meritocráticas, etc.
Hay pocas voces que defiendan con determinación y con sustancia el sistema de oposiciones, pero lo cierto es que se beneficia de la inercia institucional, el horror al vacío y los intereses creados.
La fuerza de la inercia proviene sobre todo de la necesidad de mantener y renovar la plantilla, tanto más urgente cuanto más menguada se vea o prevea, que acucia a las autoridades y viene espoleada por la legión de empleados interinos que aspiraban y aspiran a la condición inamovible de funcionarios (la plaza en propiedad). Lo hemos visto hace nada en el apaño entre el extinto Ministerio de Iceta y los colectivos de interinos para su estabilización masiva como si opositaran (el autor de estas líneas lo vivió también desde el otro lado, decenios ha, cuando los colectivos de profesores de universidad y de enseñanza secundaria pasaron, de la noche a la mañana, de largos años y repetidas huelgas reclamando la contratación laboral a la súbita conversión a la funcionarización exprés).
El horror al vacío se manifiesta cada vez que se invocan los principios de igualdad, mérito y capacidad que, de acuerdo con la ley, deben presidir el acceso a la función pública. Más allá o más acá de la dificultad de precisar qué significa exactamente la igualdad entre una diversidad de aspirantes (reales o potenciales) y cuáles son y cómo se comparan los méritos y capacidades, lo más sencillo es el recurso al formalismo de los exámenes textuales y necesitados de una larga preparación ad hoc, o sea, las actuales oposiciones o algo muy parecido, un sistema que se inventó en China hace más de dos mil años y no precisamente pensando en la igualdad.
Añádase a esto que, con frecuencia, intentos de innovar o flexibilizar el sistema son tumbados por los tribunales, formados por jueces particularmente criados en él, en el encumbramiento de la memoria como el gran activo intelectual.
Los intereses creados, en fin, son ante todo los de los incumbentes, que siempre se resisten a lo que ven como una rebaja de los requisitos y temen, en consecuencia, que repercuta negativamente sobre su estatus material y simbólico, y los de un amplio sector económico de educación en la sombra, desde las academias a los preparadores, pasando por los editores de temarios y otros proveedores de bienes y servicios, que en gran parte proporciona ingresos adicionales a un buen número de funcionarios.
Una simple mirada a las cifras astronómicas de aspirantes que se presentan a las oposiciones, en comparación con las de puestos en liza, da ya una idea aproximada de la importancia de este nicho, por lo demás poco conocido.
Ir a la cantera cuando aún es tiempo
Pero los buenos tiempos ya no volverán. No es que los jóvenes no estén bien informados, lo que pudiera remediarse con campañas entre ellos; tampoco es que el viejo estilo de aprendizaje, memorístico, que requieren las oposiciones no esté alineado con el que se dice que promueven las universidades, competencial, aunque así sea a veces; ni siquiera que las oposiciones sean un costoso proceso, lo que, dado el carácter no institucional de su preparación, difícilmente podría afrontarse con un sistema de ayudas: todos estos diagnósticos pacatos no hacen sino entorpecer o retrasar la solución (son el equivalente del lamento de un partido o una empresa a punto de desaparecer: “no hemos sabido explicarlo”, “venderlo”, etc.).
Es, sencillamente, que hay muchas otras oportunidades, más atractivas, o que así lo parecen, y la atracción comparativa del funcionariado es menor en términos tanto extrínsecos (remuneración y otras contrapartidas, oportunidades de carrera) como intrínsecos (la función pública sufre el efecto halo de la crisis de legitimidad de lo público, mientras que el bombo asociado algunos sectores empresariales no para de crecer). La carrera funcionarial está más o menos donde estaba, pero el mundo se ha movido mucho.
Si la función pública quiere competir con los otros empleadores habrá de hacerlo sobre el terreno, en las nuevas condiciones del juego. Lo primero es no conformarse con los pocos que crecen con vocación funcionarial (como sucede con el CSACE, los administradores civiles del Estado, vulgo TAC) ni con los que vendrán más tarde a refugiarse escarmentados de la empresa privada (como pasa con el CSSTIAE, los informáticos, vulgo TIC), sino ir directamente a por todas.
Una vía podría ser acudir a las titulaciones de interés, con un criterio amplio pero de acuerdo con alguna prospectiva de las necesidades, para buscar y captar a los mejores titulados recientes, incluso a los estudiantes a punto de serlo, que es lo que hacen las grandes consultoras, las tecnológicas, la banca, etc., en las economías más competitivas. Aunque no me constan investigaciones específicas al respecto, me parece más que verosímil que el expediente académico universitario resulte mejor predictor del desempeño en el trabajo que la puntuación en una oposición (como sí sabemos, por ejemplo, que lo es el expediente de secundaria, comparado con las pruebas específicas, en relación con el desempeño universitario).
Las oposiciones solo pueden atraer hoy a los ya convencidos (parte de los hijos de los funcionarios y poco más), pero una oferta de becas equiparables a las de investigación para la Universidad, las internships de las grandes empresas y las administraciones norteamericanas, los actuales doctorados industriales en las administraciones u otras similares podría resultar muy atractiva para recién titulados: para el pasante, un trabajo formativo y unos ingresos iniciales dignos asociados a unas funciones de claro valor social; para las administraciones, la oportunidad de evaluar a los aspirantes en una actividad real a la vez que se les ofrece la formación oportuna.
Esto debería hacerse compatible con un proceso selectivo en función del desempeño en el trabajo y de los aprendizajes en el mismo y en paralelo, reglados o no, que se considerasen oportunos. (Para los cuerpos de funcionarios siempre se ha reconocido la necesaria prueba de la realidad en la forma curso selectivo, nombramiento en prácticas, etc., pero ha quedado en un paripé, sin selección ni filtro algunos). Las concreciones de esta orientación deberían ser, cierto, cuidadosamente experimentadas, calibradas y moduladas antes de cualquier reforma generalizada.
Las administraciones afrontan también problemas en la movilidad horizontal entre sector público y privado. No me detendré particularmente en ello, porque presenta una relación más débil con la formación, pero merece al menos una mención.
Por un lado, está el problema de las fugas de profesionales formados en el sector público hacia empleos mejor remunerados en el sector privado, como ha sucedido históricamente con los pilotos de las fuerzas áreas hacia las aerolíneas comerciales, de los inspectores de hacienda hacia las asesorías fiscales, de los organismos financiadores hacia los proveedores privados de formación, etc.
Por otro, la dificultad de captar personal con experiencia, es decir, el que ya ha recorrido parte de su trayectoria profesional con otros empleadores, cuando se necesita, lo cual es y va a ser cada vez más frecuente en un contexto de cambio acelerado. De hecho esto se resuelve en parte mediante el recurso a los asesores y la contratación de algunos servicios profesionales con consultoras o con grandes empresas que cuentan con los departamentos adecuados, pero son soluciones que no se pueden capitalizar, es decir, que resuelven un problema… y hasta la próxima.
Las administraciones se sitúan así fuera del mercado de trabajo de directivos y expertos, sin vías de captación pero con vías de fuga.
Y mantener la tensión en las propias filas
De orden distinto es el problema de la formación permanente (a lo largo de la trayectoria profesional) o continua (en el empleo) de los empleados públicos. Aunque el estereotipo sobre la burocracia, tanto más sobre la pública, pueda llevar a muchos a pensar que el funcionario se duerme después de la oposición (un mito que alimentan a menudo los aspirantes, como en las universidades), lo cierto es que las administraciones actuales incorporan una y otra vez nuevos servicios, cambian sus procedimientos y se ven sometidas a nuevas normas y regulaciones, lo que hace no solo necesaria sino efectiva la formación de sus empleados. Cuestión distinta es que esta esté libre de problemas, de los que señalaré tres: la (des)ventaja de un público cautivo, la captura del subsistema y el anacronismo del modelo funcionarial.
Afirma la ley de Revans que, para que una organización logre sobrevivir y crecer, su ritmo de aprendizaje debe ser igual o mayor al ritmo de cambio de su entorno. Aunque Reginald Revans (profeta del aprendizaje en la acción) desarrolló su vida profesional más bien en el mundo académico y administrativo y puso el foco en el sector público empresarial, no hay razón para dudar que su ley es de aplicación al conjunto de las organizaciones… pero de distinta manera.
En el caso extremo, es posible que los servicios y las administraciones públicas no sobrevivan o, para ser más menos melodramáticos, que pierdan terreno: es lo que venimos viendo ya por decenios en el flujo de alumnos hacia la enseñanza privada o concertada, de pacientes en el mismo sentido, o de la asistencia social hacia las organizaciones no gubernamentales.
Entre el funcionariado y sus asociaciones representativas (sindicatos y otras) se explica esto siempre por la orientación neoliberal de las administraciones conservadoras, o de todas ellas, pero, sin entrar a discutir esto aquí, resulta sencillamente imposible negar que se trata igualmente de una corriente migratoria, consciente, entre los ciudadanos o beneficiarios de los servicios.
En el caso de las administraciones propiamente dichas la fuga es muy difícil, pero no enteramente imposible, pues en toda oportunidad aparecen los mediadores: desde las ONG, pasando por los asesores, hasta las mafias (en esos días se ocupaba la prensas de un caso limitado, y esperemos que efímero, pero revelador: el mercado negro de las citas ante las oficinas de Extranjería, de la Seguridad Social o de Empleo, controlado por pequeñas mafias que detectan el nicho generado por la ineficacia de las administraciones). Una empresa privada se apresuraría a engrasar el acceso directo y sencillo a sus servicios, sin mediadores indeseados, pero una administración pública no siempre lo hace.
Hablemos de formación
El subsistema de formación, por otra parte, es extremadamente susceptible de captura por los intereses organizados: las organizaciones sindicales se llevan una buena tajada del presupuesto para formación; los proveedores y formadores, sean organizaciones o individuos, externos o internos, se repiten más allá de lo razonable; los empleados, en fin, no siempre prefieren la formación que necesitan a la acreditación más fácil de obtener, sobre todo si se vincula de manera automática a promociones o mejoras y se barema por el tiempo de asiento, sin evaluación de los aprendizajes o sin otra cosa que una evaluación rutinaria; los cursos internos, además, serán después, casi al peso, el elemento decisivo en los concursos-oposición, la vía más habitual para la funcionarización de los que entraron por una vía que no fue la oposición a unas administraciones en las que, como ya hemos indicado, son mayoría. No quiero dibujar una imagen uniformemente oscura de la formación continua, pues hay de todo, pero no en las mejores proporciones.
Por último, ha de tenerse en mente que la transformación digital, desde la mera digitalización de procesos administrativos rutinarios hasta la irrupción de la inteligencia artificial en todas sus formas, va a morder especialmente, lo está haciendo ya, en el tipo de tareas de registro normalizado y procesamiento automatizable de la información que constituyen gran parte del contenido y el cometido de los puestos bajos, o medio-bajos, que, a su vez, son los más abundantes en las administraciones.
De hecho, la cuantía de estos puestos, su reposición inercial y el temor a un conflicto laboral pueden desincentivar la innovación en muchos procesos cara al público, o de trastienda pero que afectan al servicio a este, con la consecuencia de que cunda entre los ciudadanos el descontento por el contraste entre la agilización digital de las gestiones ante las entidades privadas de todo tipo (por ejemplo, la compra en línea, las gestiones bancarias, la reserva de viajes y alojamiento…) y las dificultades ante las administraciones públicas (por ejemplo, con los ERTE y el SEPE en plena pandemia, con las ayudas de Fondo de Recuperación europeo, con trámites elementales como las citas para la renovación del DNI…).
La transformación digital
Nótese, sin embargo, que la transformación digital también creará nuevas necesidades: no solo las propias del desarrollo y mantenimiento de sistemas y aplicaciones, análisis de datos, etc., que lógicamente requieren cualificaciones especializadas con base en una formación previa, sino también nuevos perfiles que permitan que las mejoras lleguen a todos los ciudadanos, no solo a los de mayor competencia digital, más estudios o menos edad.
Pienso, algo especulativamente, en perfiles como intérprete entre el usuario y la inteligencia artificial, funcionarios de proximidad que lo atiendan y orienten, y otros que aseguren que ningún ciudadano, incluidos los más vulnerables en ese aspecto, se queda fuera.
Las administraciones públicas harían mejor en desfuncionarizar los puestos de trabajo en la base de la pirámide (excepto las fuerzas del orden, por razones que no hace falta tratar aquí), lo que en el marco del Estado de derecho quiere decir mantener la condición de los que ya están e integrar en el régimen laboral ordinario a los que se incorporen después (y ordinario quiere decir eso, ordinario, no otra funcionarización encubierta).
Las razones que en su día justificaron la funcionarización (poner fin al sistema de expolio, spoil system, las cesantías, el clientelismo y la venta de cargos) ya no existen, y una vez más, las soluciones de ayer son los problemas de hoy. A cambio, las instituciones públicas podrían recurrir simplemente al mercado de trabajo, tal vez añadiendo la publicación de las previsiones de empleo (no vinculantes), un catálogo de acreditaciones reconocidas, un sistema de concurso abierto y una oferta adecuada de formación para los empleados. La presión de la apertura al mercado externo sería el mejor incentivo para la formación continua, es decir, para el mercado interno.
Los niveles superiores
De otro orden es el problema de la actualización en los niveles superiores. Cumple empezar por decir que en ellos, en buena parte, la tensión se mantiene. Las tareas son intrínsecamente más satisfactorias, la conexión con el interés público es más obvia y las condiciones de trabajo son más atractivas (aunque la carga de trabajo también suele ser sensiblemente más elevada). No hay garantía de que en todos los casos sea así, pero en la mayoría lo es.
Aquí el problema es, más bien, como mantener y alimentar un capital profesional a la altura de las necesidades y oportunidades de innovación en el ámbito que es propio y de su acompañamiento y regulación en el ajeno (no se olvide que hablamos de un sector ocupacional limitado, pero de una administración que es para todos). No cabe duda de que la administración misma ya tiene músculo, tanto más en el contexto y con el apoyo europeos, para ocuparse de su propia formación, pero hay al menos dos palancas adicionales que deben tomarse en consideración.
Una palanca son las universidades, que, si bien no son precisamente ejemplos a seguir por su propio modelo administrativo, sí que alojan equipos de investigación y de formación, y sobre todo de ambas cosas a la vez, en dominios punteros. La vía, claro está, no serán los estudios reglados, que tienen otro público, otro propósito y otro ritmo, sino la oferta de formación permanente, que puede ser más actualizada, más ágil y más modular, a la vez que menos inercial.
El pero, sin embargo, es descomunal: la limitada capacidad mostrada por la mayoría de las universidades para articular una oferta ágil, que no sea una simple versión suavizada de la rígida organización de las enseñanzas regladas. La experiencia es más bien que, a día de hoy, tienen mucho que aprender, pero la colaboración podría ser fructífera para las dos partes.
Otra palanca es la compra pública de innovación, en la que, además de obtener bienes o servicios que necesita, apoyar la innovación pública y privada y orientarla o inclinarla hacia las prioridades sociales, las administraciones pueden obtener un importante conjunto de oportunidades e instrumentos de formación a través de la prospección de los proveedores, la negociación de los contratos, la transferencia de tecnología, la participación en los procesos de diseño y desarrollo y la formación propiamente dicha de empleados públicos en la producción o el uso de los nuevos bienes o servicios desarrollados y suministrados por los proveedores externos.
MARIANO FERNÁNDEZ ENGUITA es Catedrático de Sociología de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid