Sin ciencia no hay paraiso

AGHM

Estamos en una nueva era, la de la economía del aprendizaje. Cualquier conocimiento, aplicado o no, profesionalizado o formativo, contiene elementos que relacionan producto, uso, entendimiento y aprendizaje. El conocimiento no forma una etiqueta que valida o acredita calidad, sino que ofrece herramientas tanto productivas como emancipadoras

CÉSAR ULLASTRES 


En España sigue pendiente, y todo indica que va a seguir así,  transformar el modelo de política científica hacia otro que concite a los intereses de los diferentes agentes que implica hacer Ciencia y  Tecnología.

Coincido con los que afirman (1)que el mayor invento de los últimos doscientos años es la invención del propio proceso científico. La manera más rápida de ver el crecimiento de la ciencia, en este periodo, es mirando a su núcleo, los científicos. De todos los científicos que han existido a lo largo de la historia hoy siguen vivos más del 80%(2).

Cuando William Whewell  acuñó en 1883 el término de científico para todos los que hasta entonces eran llamados “hombres de ciencia” o filósofos naturales(3) , surgió una categoría profesional exclusiva, influyente y ambiciosa. A las gentes de la ciencia les gusta ganar, son muy competitivas. La inmensa mayoría tiene hambruna de títulos, premios, citas. Su dependencia de la financiación quizá sea insaciable(4). Su afán por descubrir necesita permanentemente de nuevas y costosas tecnologías que, a su vez, contribuyen a generarlas. El conocimiento genera tecnología, tanto como la tecnología genera conocimiento, hasta el punto que resulta difícil separarlas y que nos marcan dos fronteras: la del límite de lo que conocemos y que avanza gracias a la ciencia, y la del límite de la tecnología que somos capaces construir con lo que conocemos.

La financiación de la ciencia no se inyecta a fondo perdido sino que la sociedad espera de ella resultados

La investigación es una actividad especializada que requiere cualificaciones y medios especiales que se emplean para descubrir y desarrollar nueva información, una parte de la cual adquiere las propiedades de la información económica(5). De ahí que, el sistema que el mundo ha establecido para sacar jugo a lo que se hace en la ciencia esté sujeto a las reglas económicas. Los investigadores se dedican a aquello que la sociedad les pide a través de sus gobiernos y de los planes que estos articulan, la ciencia es una actividad que se enmarca dentro de contextos socio-políticos. La financiación de la ciencia no se inyecta a fondo perdido sino que la sociedad espera de ella resultados de la promoción y la financiación de los programas científicos que articulan esos planes.

El sistema de creación de conocimiento es universal, no tiene fronteras. Pero el de financiación si las tiene, ya que quienes financian el sistema de investigación público de cada país son sus contribuyentes. El conocimiento generado por este sistema no es privado, es de dominio público, es de todos, y se difunde a través de las publicaciones científicas, las cuales son el indicador fundamental para la promoción de la gente que investiga. Los autores quieren que su trabajo se lea, se acepte, sirva de base, se aplique, se utilice y cite. También quieren que el sello cronológico que marca la publicación sea visible con el fin de establecer su prioridad por delante de otros científicos que trabajen sobre el mismo problema.

Hasta hace relativamente poco la teoría económica era recelosa al contemplar el peso de la ciencia en el crecimiento económico. Fue en 1983 cuando Paul M. Romer mostró modelos económicos en los que el cambio tecnológico es consecuencia de una acción promovida y coordinada tanto en el campo de la investigación como del desarrollo(6). Su teoría del crecimiento endógeno mantiene que el capital humano, la innovación y el conocimiento contribuyen de manera significativa a potenciar el crecimiento de las naciones. Hasta entonces,  ilustres economistas como Arrow, Solow o Shell le estaban dando vueltas a los modelos neoclásicos, en los que el crecimiento a largo plazo es independiente de la política económica llevada a cabo y sus efectos en el producto per cápita son solo temporales. Consideraban que el Estado no puede jugar ningún papel particular en el proceso de crecimiento económico, mientras que para la teoría del crecimiento endógeno, la intervención del Estado puede estimular el crecimiento al incitar a todos los agentes a invertir más en el progreso técnico. Para Romer, hay ciencia en la actividad económica que se diluye en función de si la inversión en ciencia es pública o privada y, en consecuencia, se deben aplicar las reglas de propiedad del conocimiento. Esta es la principal razón que, a mi juicio, justifica la necesidad de tener una política científica para el beneficio de toda la sociedad.

 Los beneficios que se obtienen de una tecnología deberían ser distribuidos a partes iguales entre cuatro participantes en el proceso: el que la inventa, quien la desarrolla y la pone a punto, quien la produce y, finalmente, el que la pone en el mercado. Las universidades o los Centros Públicos de Investigación (CPI) solo se centran en el primer paso: la invención. Las otras tres funciones son responsabilidad de las empresas a las que las universidades o los CPI transfieren la tecnología.

Los Estados han de hacer política científica cuando la ciencia es endógena, forma parte de su actividad económica, para evitar que sean las empresas las que se hagan en exclusiva con el conocimiento público y para ello ha de actuar simultáneamente en varias líneas: procurar que los conocimientos científicos no se protejan permanentemente; impulsar la ampliación de los conocimientos científicos endógenos, mediante subvenciones, préstamos o deducciones fiscales; financiar la ciencia realizada en las universidades y CPI´s para que mueva las fronteras del conocimiento y las empresas tengan que absorberlas para ser más competitivas.

En España, después del desmantelamiento de la Junta de Ampliación de Estudios en 1939, fue gente cercana al OPUS la que dirigió la ciencia que había que hacer. Posteriormente, todo se configuró alrededor del despacho de Juan Antonio Suances en el Instituto Nacional de Industria y desde 1982, hasta la fecha, la ciencia en España la han dirigido científicos afines a las ideologías de los partidos que la han gobernado, todos ellos enrocados un en el vaivén de según quién mande, emitiendo leyes y reglamentos e impulsando todo tipo de iniciativas que todavía siguen sin satisfacer a nadie de los que forman parte del sistema de ciencia, tecnología y sociedad.

La I+D española emplea del orden de doscientos mil investigadores, lo que supone un promedio de 3 investigadores por cada mil habitantes, una cifra que está muy por detrás de la media europea, de más del doble. A nivel mundial, ocupamos la discretísima posición 28 y solo el 0,8 por ciento de nuestra población tiene un título doctoral.  Son pocos en general y en España menos aún. Hasta cierto punto es normal, los investigadores están sometidos al esfuerzo ímprobo que hay que hacer para llegar a ser considerado por sus pares. 

Para colmo, el tejido empresarial español, en general, tiene un nivel de formación que difícilmente le permite saber cómo aplicar en sus empresas lo que se produce en los laboratorios.

En España sigue pendiente, y todo indica que va a seguir así,  transformar el modelo de política científica al uso por el que los funcionarios tienen que poner en marcha las medidas que emanan del poder político, y que en los últimos años solo recogen lo que se propone desde la UE, hacia otro que concite a todos los intereses de los diferentes agentes que implica hacer Ciencia y  Tecnología y, en especial, a los ciudadanos que son los que, en última instancia lo sufragamos con nuestros impuestos. 

la complejidad no se puede medir, no es una magnitud, no tiene límites. Para analizar la complejidad no vale el conocido método de reducir todo en partes, saber qué hace cada una de ellas y luego volverlas a juntar

Estamos en una nueva era, la de la economía del aprendizaje. El conocimiento solo puede completarse si se entiende como un proceso de aprendizaje. Cualquier conocimiento, aplicado o no, profesionalizado o formativo, contiene elementos que relacionan producto, uso, entendimiento y aprendizaje. El conocimiento no forma una etiqueta que valida o acredita calidad, sino que ofrece herramientas tanto productivas como emancipadoras. Es, en ese sentido, un proceso que requiere cuidados, atenciones, complicidades, equipos, didácticas y tiempos. Una economía que atiende sobre todos esos parámetros se convierte en una economía de cuidados y no en una economía como la actual, de extracciones o de poder coercitivo. Y no es fácil, la complejidad en los sistemas alcanza su verdadera dimensión cuando se consideran sistemas abiertos, es decir, sistemas que interactúan con su entorno viéndose influidos por las variaciones de éste o influyendo, a su vez, en él.

Como decía mi amigo Antonio Rodríguez de las Heras, la complejidad no se puede medir, no es una magnitud, no tiene límites. Para analizar la complejidad no vale el conocido método de reducir todo en partes, saber qué hace cada una de ellas y luego volverlas a juntar. El análisis de lo complejo exige recorrer un camino incierto que requiere la complicidad de otros y hay que hacerlo juntos y  entre todos; y eso es precisamente la “transdisciplinariedad” que, una vez más y en esta ocasión, también brilla por su ausencia.


1. Kevin Kelly (2018) “Lo inevitable: Entender las 12 fuerzas tecnológicas que configurarán nuestro futuro” TELL Editorial

2.Pere Condom-Vilà (2020) “ Ciencia, Tecnología y Startups”, Publicacions i Edicions de la Universitat de Barcelona

3.Laura J. Synder (2021) “El Club de los desayunos filosóficos”, Acantilado

4.Antonio Lafuente (2020) “Abrir la ciencia para cambiar el mundo”, International Journal of Engineering, Social Justice, and Peace, 7(2) (pp.52-67)

5.Theodore W. Schultz (1971) “Investiment in Human Capital”, The Free Press (pp-203)

6.Santiago M. López y José Luís Jaimes (2021) “Paul M. Romer: el dilema entre lo público y lo privado en la política científica” artículo del libro “Ciencia en Sociedad” (pp. 141-147), AEAC


CÉSAR ULLASTRES Experto en innovación y autor del libro «El lado oscuro de la innovación«

Twitter @aeac_ciencia

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