No son métodos lo que faltan, sólo habláis de los métodos. Os pasáis todo el tiempo refugiándoos en los métodos cuando, en el fondo de vosotros mismos, sabéis muy bien que el método no basta. Le falta algo. Daniel Pennac. Mal de escuela. 2008. p. 247
Educar es enseñar a habitar el mundo. Y habitar el mundo es aprender a cuidar el mundo (o al menos eso debería ser). Educar, por tanto, sería enseñar a cuidar el mundo. Habitar, dice Martin Heidegger, es ser en el mundo, existir[1]. Es salir de uno para ser en el mundo. Una primera condición para poder habitar el mundo es, por tanto, salir de uno mismo. Salir de uno mismo es abandonar el infantilismo (que aunque tiene que ver con la infancia no es lo mismo. Se puede seguir bajo el dominio de lo infantil mucho tiempo después de superar la infancia).
No se sale de lo infantil (insisto que hay que diferenciarlo de la infancia) si no se sale del hogar (en sentido propio y en sentido figurado), sostiene Philippe Meirieu[2]. La educación es, precisamente, ese acompañamiento que permite al niño salir de sí mismo y entrar en diálogo con la alteridad[3]. El pedagogo, en el mundo griego, era quien conducía (ago) al niño (paidon). Pero salir de lo infantil resulta cada día más difícil porque no es fácil salir del círculo vicioso de la infantilización generalizada que nos rodea. No salimos de lo infantil por nosotros mismos, sino acompañados, conducidos, por los otros. La escuela nos permite, simultáneamente, decir yo y hacer nosotros.
Existir consiste en salir de sí. Situarse hacia fuera. Enseñar tiene que ver con sacarnos de nosotros mismos, pero no bruscamente, sino de una manera cuidadosa y animosa, es decir, cuidando, animando y dando aliento. El maestro nos conduce hacia afuera. Fuera de nosotros mismos, pero también fuera de nuestra familia y de lo conocido. La maestra siempre nos hace ir más allá de nosotros mismos, pero lo hace con mimo. La escuela, que no es ni el hogar, ni el mercado, estableció (originalmente) un tiempo y un espacio desvinculados del tiempo y del espacio tanto de la sociedad (polis) como del hogar (oikos). Un espacio público seguro, donde abrirse al mundo (a los otros, los iguales y los diferentes), y donde el mundo se nos abre (las materias de estudio, los problemas, los desafíos globales).
El rasgo fundamental del habitar, como el del enseñar y el educar, es el cuidado. En los tres casos se trata de un existir, sostiene Joan-Carles Mèlich, que protege y cuida. Habitar entonces implica también cuidar y resguardar, y serían habitables aquellos lugares que nos cuidan, protegen y resguardan. Lo demás sería inhabitable e inhóspito.
Enseñar es también reparar, dice Pablo Nacach en Amor Maestro[4], y lo es en sus muchas acepciones, incluso en la de mirar con cuidado, notar, advertir algo. Pero, fundamentalmente, enseñar es reparar en el sentido de restablecer las fuerzas, dar aliento o vigor. Re(parar) en algo o en alguien es pararse dos veces sobre algo o alguien. Es mirarlo con cuidado, con calma. Reparar es prestar atención.
Enseñar también es aprender a respetar. A mirar (specere) dos veces. Volver a mirar, prestar atención. Considerar y reconsiderar. Revisar la primera idea que hemos tenido. Para respetar debemos huir del juicio rápido y desde luego debemos huir del prejuicio, del juicio previo. Debemos ser mirados. Tener miramiento.
Educar es enseñar a mirar con cuidado. Y aprender es aprender a mirar deteniéndonos en lo que miramos; aprender a prestar atención. La escuela es el lugar donde aprendemos a dirigir la mirada. La escuela es el lugar donde aprendemos a mantener la mirada y a cultivar una mirada atenta. También, si funciona bien, es donde aprendemos a respetar. Respetar el trabajo bien hecho. Respetar los objetos. Respetar los valores heredados. Respetar al otro (volver a mirarle).
En la escuela aprendemos o deberíamos aprender a prestar atención y a ser atentos. La escuela nos debería hacer atentos. Y el tiempo escolar, debería ser un tiempo para prestar atención al mundo. Un tiempo para reparar en el mundo y en quienes habitan el mundo. Y en la medida de lo posible para reparar el mundo, restaurarlo, cuidarlo. Ir a la escuela nos debería permitir, sobre todo, tener tiempo para demorarnos en algo o alguien, para detenernos en algo o alguien.
El maestro no tiene que ver sólo con el saber, dice Jorge Larrosa, sino, sobre todo, con la voluntad: su tarea no es solo transmitir conocimientos sino ayudar al alumno a abandonar su estado de distracción[5].
Ser maestro/maestra sería, ante todo, ser un maestro/maestra de la atención, en el doble sentido de quien dirige, sostiene, cultiva la atención de sus alumnos y de quien les presta atención y les cuida. Para Simone Weil, la formación de la atención supone “el verdadero objetivo y casi el único interés de los estudios”…“el primer deber de la escuela es el de desarrollar en los niños la facultad de atención a través de ejercicios escolares” [6].
En tiempos de lucha por la atención como son los actuales, la principal preocupación de los maestros es favorecer la atención de sus alumnos.
Podemos ver la escuela entonces, sostiene Jorge Larrosa, como un dispositivo atencional y los ejercicios escolares como una gimnasia de la atención[7]. Las formas de atención que promueve lo escolar vienen determinadas por una multitud de pequeños y, a menudo, infravalorados gestos, rutinas y ejercicios escolares. Tiene que ver con ciertas formas de hablar y escuchar. “Estar atento no es ser receptivo, es estar en búsqueda, en proyecto, tratando de responder preguntas que han podido ser apropiadas.[8]”
La enseñanza está llena de gestos mínimos y de rutinas comunes y sin pretensión. Esa vinculación con gestos y rutinas nos trae dos imágenes humildes pero poderosas.
En primer lugar, la del profesor artesano[9], la de la maestra como una artesana y la enseñanza como una artesanía, y por tanto la de la docencia como un oficio. Para Richard Sennett, “todo buen artesano mantiene un diálogo entre unas prácticas concretas y el pensamiento; este diálogo evoluciona hasta convertirse en hábitos, los que establecen a su vez un ritmo entre la solución y el descubrimiento de problemas.[10]» La maestra trabajaría con las manos y la cabeza al mismo tiempo.
La segunda imagen es la del profesor amateur, alguien que ama lo que enseña y que ama a quien enseña. El amateur no solo sabe mucho sobre lo que hace (basta leer todo lo que ha escrito Antonio Lafuente para darnos cuenta), sino que además se preocupa y se involucra activamente en ello. «No es solo alguien entendido en matemática sino también alguien apasionado […] El suyo es un entusiasmo que se revela en actos pequeños y en gestos precisos, que son expresiones de su conocimiento, pero que también son expresiones de su implicación en el oficio.[11].» Un entusiasmo que entusiasma.
¿Cómo reconocemos al profesor amateur?, se preguntan Simmons y Masschelein. “En palabras sencillas, esto se revela en la dimensión en la que una persona está presente en lo que hace: en el modo en que demuestra quién es y qué representa a través de sus palabras y sus acciones. Eso es lo que podríamos llamar la maestría de un profesor. Mientras el conocimiento y la competencia garantizan un tipo de pericia, son cosas como la presencia, el cuidado y la devoción las que dan expresión a la maestría del profesor[12]”. El buen maestro forma, más que informa.
Tanto la imagen del profesor artesano como la del profesor amateur nos remiten a una idea sospechada por todos: «ser profesor(a) es una manera particular de estar en el mundo[13]«. El hecho, como decíamos, que demuestre quién es, a través de sus palabras y sus acciones nos lleva a la idea de que ser maestra, ser maestro es una forma de vida[14]. No hay oposición entre las palabras y las prácticas. Entre intenciones y gestos. Entre lo que dice y lo que hace.
Este artículo es un fragmento de Enseñar también es reparar publicado el por CARLOS MAGRO en Colabora.red
[1] Joan-Carles Mèlich (2021). La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un tiempo precario. Tusquets. p. 130
[2] Philippe Meirieu (2022). Pedagogía el deber de resistir. UNIPE. p. 30.
[3] Philippe Meirieu (2022). Pedagogía el deber de resistir. UNIPE. p. 44.
[4] Pablo Nacach (2020). Amor maestro. Cuadernos Anagrama.
[5] Jorge Larrosa (2019). Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor. Candaya. p. 185-186
[6] Simone Weil (1943). Fragments et notes en Écrits de Londres et dernières lettres. Gallimard. p. 177
[7]Jorge Larrosa (2019). Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor. Candaya. p. 185-186
[8] Philippe Meirieu (2022). Pedagogía el deber de resistir. UNIPE. p. 100
[9] Jorge Larrosa (2020). El profesor artesano. Materiales para conversar sobre el oficio. Laertes.
[10] Richard Sennett (2009). El artesano. Anagrama. p.24
[11] [12] Maarten Simons y Jan Masschelein (2014). Defensa de la Escuela. Una cuestión pública. Miño & Dávila. p.72
[13] Philippe Meirieu (2006). Carta a un joven profesor. Graò. p.14
[14] Pierre Hadot (2009). La filosofía como forma de vida. Conversaciones con Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson. Alpha Decay
CARLOS MAGRO Presidente de la asociación educación abierta.
https://carlosmagro.wordpress.com/
Twitter @c_magro
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