La permanente necesidad de evolucionar para la Universidad demanda esa actitud reformista que proponga nuevas leyes, que clasifique a las universidades según su calidad, que permita incluso cerrar centros que no alcancen el nivel para crear otros. Así funciona la política universitaria en muchos países, pero no en España.
CÉSAR NOMBELA
Adelantaré mi respuesta a la provocadora pregunta del título: La Universidad importa a todos; sin embargo, en España el interés por la Universidad no da para que existan universidades del nivel que nos corresponde. Dicho sea con el reconocimiento que merecen numerosos grupos de universitarios que se afanan y logran aportar una tarea relevante y de calidad. Ahora es el momento de justificar mi respuesta.
La Universidad importa naturalmente a todos los que dedican -dedicamos- nuestras vidas a una institución de educación superior, y no me refiero sólo a los docentes sino también a los estudiantes y a los gestores de la administración y servicios. En todos ellos hay gente destacada, pero la ambición por la excelencia no puede predominar con la actual organización de la Universidad pública en España. Desde 1984 con la Ley de Reforma Universitaria (en realidad, de facto desde años antes con la transición política) la universidad se administra y se gobierna con un sistema autogestionario, que no democrático. Cada sector (docente, discente y PAS) dispone de un porcentaje de la capacidad de decisión, una proporción que pretende siempre incrementar. Las grandes decisiones, desde quién ha de desempeñar la responsabilidad rectoral hasta la dirección de centros y departamentos, depende de órganos colectivos con su correspondiente proporción de cada sector.
Sucesivas leyes-marco sobre la Universidad, así como reformas introducidas por gobiernos de distinto signo político, no han planteado ninguna superación de este sistema autogestionario. Con él la institución académica ha de atender antes a los intereses internos, buscando equilibrios, que a la necesaria rendición de cuentas ante la sociedad, que es quien sostiene a la Universidad. Todo esto no impide que las universidades públicas españolas existan grupos de notable nivel académico y científico, que son capaces de competir por recursos, públicos y privados, para desempeñar una tarea brillante. Sin embargo, en ese equilibrio de poderes internos no es fácil que surja el impulso, la tensión necesaria, por avanzar y lograr competitivamente los niveles de excelencia que definen a muchas universidades del mundo.
Numerosos ejemplos pueden atestiguar las consecuencias nefastas del sistema autogestionario de gobierno de la universidades españolas. Me referiré sólo a la endogamia en la selección del profesorado. Las posibilidades de que las universidades incorporen nuevo talento académico, procedente de otras instituciones, es prácticamente nula. La mayor parte de los concursos de catedráticos y profesores titulares se resuelven tras la presentación de un candidato único -muy cualificado con frecuencia- pero no son el resultado de un proceso abierto en el que pudieran competir otros candidatos con mejor cualificación. Mientras tanto, las listas de profesorado acreditado por la ANECA siguen engordando con muchos académicos de valor cuya opción de ocupar una plaza en un concurso abierto será casi inexistente.
Se puede afirmar también que la Universidad importa a las empresas, españolas e internacionales. Numerosos convenios de empresas se adecúan al nuevo paradigma de universidad emprendedora. Cabe pactar el empleo de recursos de empresas para formación o investigación que se pueda transferir. La experiencia del autor de estas líneas es larga en acuerdos y convenios con empresas, además la valoro como entre lo más positivo de mi dilatada carrera. Sin embargo, en este tema queda mucho por recorrer, los contratos con empresas son pocos y muchos de ellos de cuantías bastante limitadas. Numerosas cátedras extraordinarias de empresas con universidades tienen una dotación económica notablemente baja.
La otra pregunta es si importa la Universidad a los poderes públicos en España, tanto los del Gobierno como los de las comunidades autónomas, cuya gestión tienen transferida. La respuesta es naturalmente que sí, pero desespera la falta de voluntad reformista que acompaña a sucesivas administraciones a lo largo de las últimas cuatro décadas. La permanente necesidad de evolucionar para la Universidad demanda esa actitud reformista que proponga nuevas leyes, que clasifique a las universidades según su calidad, que permita incluso cerrar centros que no alcancen el nivel para crear otros. Así funciona la política universitaria en muchos países, pero no en España.
La sociedad en general ha de estar preocupada por tener un conjunto de universidades que den la respuesta de futuro, formando profesionales y generando nuevo conocimiento. Aquí lo que cabe constar es el valor limitado de lo que han aportado los consejos sociales, definidos como el órgano de participación de la sociedad en la Universidad. Baste decir que, salvo honrosas excepciones, es mucho lo que queda por hacer para lograr ese objetivo para el Consejo Social de cada universidad pública.
Llegando al final de estas reflexiones, constato que no he hablado para nada de la universidad privada en España. Sería bueno tratarlo en otro artículo. Actualmente, se pueden contar con los dedos de una mano la universidades privadas verdaderamente destacadas, en docencia e investigación me refiero. En todas las demás, lo que sí se aprecia es un aprovechamiento de su mayor flexibilidad para lanzar ofertas docentes (dobles titulaciones, postgrados novedosos, etc.) para competir con la pública. Hace falta una reforma de los procedimientos para aprobar nuevas universidades privadas, así como para mantener la existentes. Espero poder continuar el análisis.
CÉSAR NOMBELA Catedrático emérito de la Universidad Complutense. Rector Honorario de la UIMP. Director de Biomedicina de IMF Smart Education.