La incorporación a la universidad genera expectativas esenciales para la vida de los estudiantes. El testimonio directo y sincero de una estudiante sobre su experiencia universitaria en estos dos años de COVID nos deja muchas preguntas y algunas deudas.
CECILIA GONZÁLEZ LLOP
Un comienzo. Una puerta. Una entrada. Muchas salidas. Mi empezar como universitaria.
En 2019 terminé mis estudios de bachillerato y apliqué en varias universidades madrileñas para estudiar una serie de carreras, muchas de las cuales añadí por coincidencia. Últimas opciones.
Entré en una. Filosofía.
Para mi esta carrera era una de las más incomprendidas. Eso me emocionaba. Estaba deseosa de empezar a aprender, a leer, a compartir y a debatir. Una pesadilla para los introvertidos.
Al principio yo era una. Me sentía insegura y falta de conocimiento. No sabía que la gente de mi edad podía tener un almacén tan amplio de palabras, conceptos e ideas con los que nunca me había encontrado o en las que nunca había pensado.
Los primeros meses fueron duros. Conocí a mucha gente, no sabía cuántos íbamos a durar. Las estadísticas no estaban a nuestro favor. Rápido me di cuenta de que no formaría parte de ellas. Me apetecía seguir. Quería acabar.
Pero el mundo se paró.
Mi tiempo en las aulas duró poco. Fue corto, pero intenso. Conocí a grandes personas, empecé a leer indescifrables libros y a descubrir importantes autores. En este caso, el orden de los factores sí que altera el producto.
El intercambio de conocimiento y de ideas me ayudó a salir del miedo y me adentró en un común que desconocía. Salir de clase y comentar con compañeros lo que habíamos aprendido en la asignatura es algo que siempre había hecho con desgana. Ahora, el beneficio de este trueque fue mi motivación para seguir.
Pero las conversaciones diarias en el césped se convirtieron en videollamadas puntuales, y la asistencia a las clases pasó a ser virtual. En 2020 la COVID 19 llegó y todavía no se ha marchado.
Durante los meses de marzo, abril y mayo, todo tipo de actividad académica presencial se canceló. Me gustaría decir que mi enseñanza continuó su rumbo, mas estaría mintiendo.
Después de la irrupción de la COVID las clases pasaron a ser a través de un ordenador y, entre tanto, dejaron de ser un espacio libre de conversación. Todos tuvimos que adaptarnos a un nuevo método en un mundo irreconocible. Para bien o para mal, esté parón nos hizo pensar. Tuvimos mucho tiempo para reflexionar.
Mi experiencia en la universidad no es la que tendría que haber sido. Esto no es pesimismo sino realidad. Cuando empecé mi carrera estaba motivada, llena de ganas de conocer a gente y de estudiar asignaturas que nunca entendí como importantes. Lo que en el colegio habían asignado poco interés o indiferencia cambió. Mi actitud cambió por completo. Entrar al aula a escuchar a quien yo veía como doctorados del saber era un orgullo. Compartir espacio con personas que saben tanto más que yo era entre aterrador y emocionante. La experiencia de aprendizaje era tremendamente gratificante.
Pero no voy a mentir. En cuanto llegó la pandemia, llegó el desinterés.
En cuanto empezaron las clases a través de la red, decidí continuarlas con toda la constancia que mi atención me permitiese. El hecho de escuchar las voces grabadas de mis profesores a través de unas diapositivas no ayudó con este objetivo. De hecho, en tan solo dos semanas de confinamiento puedo decir que perdí, si no todo, la mayor parte de mi interés.
Es muy difícil mantener a cincuenta cabezas concentradas cuando no están en el espacio habitual, sobre todo cuando el lugar en el que se encuentran tiene todas las distracciones posibles, y las condiciones son tan poco alentadoras. No culpo a mis profesores ni a mi facultad por mi falta de interés, pero tampoco pienso que se hiciera todo lo posible.
Como alumna, me hubiese gustado más involucración por parte de la propia universidad, más atención a nuestro aprendizaje. Hacer clases que consisten en la grabación de un contenido que dura sesenta minutos resultó ser insuficiente. Era imposible sentirse motivado cuando el máximo de interacción era nulo. No existía el intercambio. Pienso que si se hubiesen impartido clases en línea con opción a preguntas en todas las asignaturas el aprendizaje hubiese sido más rico. El intento de crear un espacio de debate. Una educación que, aunque se topase con dificultades, continuase. Mi sensación es que en marzo se quedó parada.
Después del confinamiento unos pocos volvieron a las aulas, mas, sin duda, no del mismo modo. Los afortunados que volvieron lo hicieron con temperaturas congelantes, mascarillas que limitan la audición, y grupos pequeños en los que no siempre había apoyo. Con estas palabras no se pretende poner la culpa sobre nadie, sólo mostrar la realidad de una universidad pandémica.
Sentirse solo era lo normal. Tanto en el aula como fuera. Las amistades se enfriaron, al fin y al cabo, solo habían existido por cuatro meses, las ganas de estudiar y de aprender se enturbiaron con la falta de contacto, y los silencios pasaron a ser la norma.
Mi carrera y muchas otras requieren de discusión, necesitan espacios en los que la emoción, que es el debate, se pueda dar, espacios en los que nos sintamos inspirados para hablar, para levantar la mano y sin miedo dar nuestra opinión. Pero después de meses encerrados en nuestras casas, hablar en alto sin temer al absurdo o a un juicio negativo resultó muy complicado.
Quizá esta es tan solo mi experiencia, mas para mí la COVID 19 supuso una parada en mi educación. Perdí mucha de la motivación, y mi interés no estaba tan enfocado en mi aprendizaje como lo pudo estar en intentar conectar de nuevo con amigos o conocidos de los que me había sentido tan alejada.
Poco a poco pude volver a sentirme conectada con ellos y en cierto modo con mis estudios. Hacia los últimos no sentía la emoción del principio, pero tampoco la indiferencia del encierro.
Decidí marcharme y estudiar fuera. Mi viaje era en busca de esa primera sensación, de esas ganas perdidas. Sin embargo, la realidad no fue la que esperaba. Llegué sola a un país en el que la educación es principalmente en línea, sin apenas seminarios presenciales y de nuevo, con videos previamente grabados. No es la experiencia que buscaba. Seguramente aún queda mucho para que nadie pueda volver a vivirla.
Cecilia González Llop es estudiante de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. En la actualidad en el programa ERASMUS en la Universidad de Leeds en el Reino Unido.