Un torbellino social que mostraba el malestar creciente por lo que se consideraría, lo mismo en España que fuera de ella, una desestabilización de los roles de género, y que aprovecharía el conflicto político entre izquierda y derecha para forzar su proyección nacional. Se cobraría una víctima, la autora de aquel texto que, contra viento y marea, siempre abogó por la libertad de expresión
ELENA HERNÁNDEZ SANDOICA
Ocasión y contexto
La huelga de estudiantes que se desencadenó en las instituciones educativas españolas a finales de noviembre de 1911 (universidades, institutos de segunda enseñanza, alguna escuela de magisterio y otros centros, cerrados hasta después de Navidad), prendió de modo súbito entre los estudiantes, como una llama. Tendría una naturaleza anómala, pues no fue dirigida contra el poder académico o ministerial, y no contenía reivindicaciones de ningún tipo.
Tuvo su origen en un suceso fortuito: la publicación de un artículo firmado por una veterana escritora, Rosario de Acuña, vieja republicana y librepensadora, denunciando su ira, en términos muy duros y acusadores, con lenguaje muy libre, agrio y desesperado, ante un hecho fortuito sucedido en Madrid, que sacaba a la luz la triste prevalencia en el plano social de la desigualdad entre los sexos y el poder absoluto del varón.
Aquel artículo, “La jarca de la universidad”, publicado primero en París en un periódico de muy corta tirada (El Internacional, del “viejo” republicano exiliado Luis Bonafoux), sería reproducido después, sin su permiso, en El Progreso, del “nuevo” republicano Lerroux, por entonces en directo enfrentamiento con la reacción católica y conservadora.
Su contenido aparece terrible, aun leído desde hoy: atacaba directamente a los jóvenes estudiantes (varones), acusándoles de falta de “virilidad” por haber ofendido de palabra y de obra a las chicas que también pretendían acudir a la universidad. El suceso afectaba a la Universidad Central, en la calle de San Bernardo, aunque pronto la actitud de machismo de unos pocos iba a ser aprobada y compartida por el grueso de sus compañeros, en gran parte de España.
Hacía poco más de un año que se había autorizado el libre acceso de las mujeres a los estudios superiores, sin necesitarse a partir de ahí –como antes sucediera– pedir el permiso expreso del rector y acudir, en su caso, acompañadas a sentarse en los bancos del estudio.
La respuesta violenta de los estudiantes a un escrito de denuncia –también violento en su expresión escrita–, resulta ser precioso testimonio de un episodio de la reacción suscitada en una parte de la juventud (de clase media) y sus propias familias ante el incremento numérico de las estudiantes mujeres y su avance por el camino de la igualdad.
En nuestro país, las mujeres habían tardado mucho en lograr incorporarse a los estudios superiores, pero venían pugnando por hacerlo al menos desde los años ochenta del siglo XIX. La involución de la segunda mitad del siglo las había confinado en el hogar, asegurándoles que eran en él su “ángel” e hipostasiando su papel de madres, pero la profesionalización e incorporación de la mujer al mercado de trabajo iba a ser un proceso imparable, a pesar de su tardía y desigual asunción.
Porque las muchachas acudían a cursar estudios a pesar de todo, buscando una titulación o incluso oír lecciones sueltas, aunque afrontaban un reto social en el que su cuerpo, su presencia corporal, sumaba al esfuerzo intelectual un riesgo físico y emocional, pues –en su subordinación secular como mujeres– aquel desafío de inserción en el espacio público, más de una vez considerado como transgresión inaceptable, dejaba ver que no se consideraba solo de orden profesional.
La violencia física en las relaciones entre los sexos (y no solo en el seno de la pareja), se acometería como parte intrínseca de los derechos de control del varón sobre la mujer, y así, no merecía en las leyes, como es bien conocido, un castigo severo: menos de quince días de condena era la pena que solía imponerse al hombre por maltrato o violencia con daño a una mujer, y esa era la misma pena que se imponía, a su vez, a la mujer por desacato o desobediencia al marido.
En ese escenario, y provocada por un áspero uso del lenguaje por parte de una mujer que durante toda su vida defendió la igualdad entre los sexos en el plano educativo (no necesariamente la coeducación, sino el derecho a una igual formación), tendría lugar la reacción estudiantil, avalada por los gestores académicos y alentada seguramente por las propias familias.
Un torbellino social que mostraba el malestar creciente por lo que se consideraría, lo mismo en España que fuera de ella, una desestabilización de los roles de género, y que aprovecharía el conflicto político entre izquierda y derecha para forzar su proyección nacional. Se cobraría una víctima, la autora de aquel texto que, contra viento y marea, siempre abogó por la libertad de expresión.
Contra la vejación de la mujer que estudia
Concepción Arenal, en 1892, había dicho: “Esperemos que los hombres se irán civilizando lo bastante para tener orden y compostura en las clases a que asistan mujeres, como la tienen en los templos, en los teatros, en todas las reuniones honestas (…) ¡Sería fuerte cosa que los señoritos respetasen a las mujeres en los toros y faltaran a las que entran en las aulas!”.
Casi veinte años después de esas palabras, parecía que no iba a ser tan fácil esa convivencia que había previsto, a pesar de que ya había mujeres españolas en las aulas de educación superior. Rosario de Acuña denunció esa intolerancia de una manera cruda y directa, desgarrada, que, en aquellos días de enfrentamiento político creciente [entre republicanos y jóvenes mauristas], se aprovechó a través de una movilización, en la calle y en los medios de prensa, de inconcebible alcance y desproporcionadas consecuencias. Para cuando fueron a buscarla, ella ya había dejado Gijón secretamente, para ir a ocultarse en algún lugar de Portugal.
Antes de que la escritora tomara la decisión de huir, los acontecimientos que presagiaban su detención y encarcelamiento se habían precipitado: la fiscalía de Barcelona presentó una demanda contra ella, y la Audiencia dictó una orden de proceder a su busca y captura, orden que no lograrían anular las escasas ayudas que, por parte de algunos republicanos, encontró.
Se trataba de una mujer anciana, a la que muchos ya conocían por sus extravagancias –otros venían aireándolas desde siempre–, y a la que se imputaba más de una vez hallarse presa de inestabilidad mental… Pero este hipotético trastorno no sería para ella un eximente. Así comenzaría aquel artículo que tan caro le había de costar:
El Heraldo de Madrid hizo el relato de un suceso, ocurrido a las puertas de la universidad, del que han sido protagonistas unos caballeros estudiantes que se pusieron en acecho, a la salida del claustro, para insultar de palabra, y hasta de obra, a unas jóvenes estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras.
Un carretero, que pasaba por el sitio del escándalo, puso en fuga vergonzosa a los insultadores de aquellas mujeres. Este es el sucedido por el cual se escandalizó El Heraldo, llamando ‘jarca’ a la hueste que acometió a las jóvenes, por la sola razón de ser muchachas guapas y estudiantes…
Esto pasa en la universidad de la capital española. ¿Y qué significa esto? Pues nada más que lo siguiente: excepto unos pocos españoles, la mayor parte pertenecientes a la categoría social del carretero, y el resto de dicha parte, a la categoría de los Costa, Pi y Margall, Linares, Giner y unos poquitos más, todo el resto de los españoles no son ni machos siquiera…
¡No!, porque ni los perros, ni los verracos, ni los garañones, ni aun los mochuelos machos acometen a las hembras, y hasta se dejan morder, cocear y picar por ellas, con la mayor dulzura y benevolencia; y ¿por qué?, porque son macho, porque tienen la conciencia de su destino, de amparadores y defensores de sus compañeras.
Los escritos de Rosario de Acuña sobre educación de la mujer, muy apreciados desde hacía tres décadas, se reeditaban y se compartían sobre todo en los círculos masones, republicanos y socialistas donde abundaban las mujeres. No es de extrañar así que, con su autoridad moral (era “doña Rosario” la forma usual de referirse a ella), reaccionara furiosa al leer aquel suelto. (…) Se había convertido en referente para las incipientes feministas españolas más jóvenes, que la admiraban y daban título de “maestra”, luego tenía que hablar:
Si las mujeres van a las cátedras, a las academias, a los ateneos y llegan a saber otra cosa que limpiar los orinales, restregarse contra los clérigos y hacer a sus consortes cabrones y ladrones, para lucir ellas las zarandajas de las modas…
¡Arreglados quedarían entonces todos estos machihembras españoles si la mujer adquiere facultades de persona! ¿Qué van a ser ellos? ¿amas de cría? No, no; los destinos hay que separarlos; los hombres a los doctorados, a los tribunales, a las cátedras, a las timbas y a las mancebías de machos, a ser unas veces ellas y otras veces ellos; las mujeres a la parroquia, o al locutorio, a comerse o amasar el pan de San Antonio; y luego, las de la clase media, a soltar el gorro y la escarcela, a ponerse el mandil de tela de colchón, y aliñar las alubias de la cena, a echar culeras a los calzoncillos, o a curarse las llagas impuestas por la sanidad marital; si son de la clase alta, a cambiarle semanalmente de cuernos, al marido, unas veces con los lacayos y otras con los obispos…
Este, este es el camino verdaderamente derechito y ejemplar de las mujeres.
Ofendiendo con saña a aquellos hijos de las buenas familias (antes, había reprochado muchas veces a sus madres la mala educación de sus retoños), la denuncia de Acuña agotará la escasa flexibilidad del término “cobardía” [despertando su ira y su rencor]. (…) Tendría que haber sido consciente de que se hallaba bordeando la blasfemia, y que como tal se penaría su alegato: “Maledicencia”, “perjurio”, “falso testimonio”, acusaciones que caerían sobre ella al reprochar en aquellos jóvenes una supuesta “bisexualidad” (textual) que, para ella, suponía falta de hombría.
*En: Elena Hernández Sandoica, Rosario de Acuña. La vida en escritura, Madrid, Abada, 2022, pp. 756-761.
Escándalo y movilización
La tormenta [que vino a continuación] se desató con gran velocidad en toda España, con Barcelona como escenario principal, pero con ecos en muchas otras ciudades dotadas de instituto o universidad. El escándalo y sus efectos pueden seguirse con amplitud y puntualidad en la prensa diaria desde el día 22 al 29 de noviembre [por lo menos]. Coincidía la noticia con una Asamblea de Estudiantes convocada en la capital por una formación política en rápido crecimiento, las juventudes conservadoras, ocasión que aprovecharía el Partido Radical de Lerroux para agitar las aguas de la política –tanto en la calle como a través de la prensa–, recibiendo a su vez un contraataque que, al final, reforzará la inquina antirrepublicana y activará la agitación social en Cataluña.
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En la trampa que el alboroto [suscitado por el artículo de Acuña] abriría cayeron muchas figuras de la inteligencia española, entre ellos Miguel de Unamuno, que defendió vivamente la honra masculina de sus hijos, estudiantes, y que a cualquier otra consideración antepuso el derecho a la honorabilidad de su propia esposa, madre española en fin, cuando le preguntaron, como a otros personajes de la vida pública, si como Rector de Salamanca que era, y como escritor, respaldaba a la también autora Rosario de Acuña en sus juicios.
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En esos mismos días, en Barcelona, las juventudes mauristas habían presentado con euforia el primer número del que sería todavía un efímero periódico, titulado La Acción. Parecían dispuestas a evitar la revitalización del republicanismo a toda costa, y la cobertura política dada a su agitación callejera y discursiva en los espacios públicos y, en concreto, en las universidades, sería favorable a ese objeto político de confrontación con colectivos juveniles de signo opuesto.
El diario La Época de 29 de noviembre de 1911 comenta que los estudiantes de Barcelona estaban tratando de enviar un representante a Madrid, “para ponerse de acuerdo con sus compañeros de ésa”. Había sido el gobernador de Barcelona el que decretara primero la detención de los estudiantes movilizados en la refriega, pero sus defensores negaban que existiera intencionalidad política o que se hubiera contactado en la capital a algún prohombre –como se anunció en días anteriores–, y avisaban de que solo pretendían conseguir la libertad de los escolares encarcelados so pretexto de los alborotos.
También la Escuela Industrial de Tarrasa se pondría en huelga en solidaridad con Barcelona, y allí se celebrarían asambleas, saliendo sus estudiantes a la calle, donde dieron vivas a sus compañeros y mueras al diario El Progreso y a la propia Rosario de Acuña, aquella mujer anciana, quizá loca, que extemporáneamente se había atrevido a poner en cuestión la virilidad de sus compañeros madrileños.
Sevilla se movilizaría también, siendo el gobernador el cargo más activo en aconsejar a los universitarios sevillanos la vuelta a clase, sobre todo después de que Canalejas asegurara que los detenidos de Barcelona ya estaban en libertad.
Valencia se sumó a última hora, secundando el paro las alumnas de la Escuela Normal de Maestras. En Granada tampoco había habido clases aquel día 28 de noviembre, y sería esta vez el rector el que recomendara la huelga pacífica.
Zaragoza querría hacer lo mismo, pero allí el rector aconsejó a los estudiantes esperar al acuerdo que habría de adoptarse en el “mitin» (es decir, la reunión) que proyectaba la Federación Escolar. En Bilbao fueron los ingenieros industriales los que anunciaron que no entrarían en clase al día siguiente en señal de protesta. Lo mismo parece ser que habrían hecho los respectivos estudiantes de enseñanza superior y media en otras ciudades: Valladolid, Santiago (ahí solo se movilizó, al parecer, Medicina) y, finalmente, las escuelas de Cádiz. (…)
La prensa insiste en avalar lo correcto de su conducta, y en que la reunión del día siguiente la presidirá el rector. Llegarían noticias de la misma situación en Córdoba el propio día 29, y también en Bilbao (ni siquiera se había acudido a clases en Deusto).
Se suceden así las manifestaciones de protesta contra El Progreso y contra el gobernador de Barcelona… Y al final serán, en su mayoría, chicos del instituto de enseñanza secundaria los que resistan (…) La policía, se destaca en los sueltos de prensa, “ni ha intervenido ni intervendrá”.
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En ciertos casos, aparecen retazos del marco estructural del movimiento: por ejemplo, en Bilbao, al llegar los estudiantes a las puertas del Instituto, “el estudiante de Derecho Julián Amusuri, secretario de la Juventud conservadora, felicitó a los estudiantes por su cordura al exteriorizar su protesta contra un periódico que acoge todas las calumnias contra la Patria, el Ejército y todo lo sagrado y respetable”.
Aconsejándoles moderación, pero alabando su actuación decidida, aplauden al orador los congregados y el chico sale a hombros. En Cádiz, por su parte, preside la asamblea el decano de Medicina y acompañan el acto “profesores de todos los centros docentes”. La acogida académica es por tanto muy favorable a la agitación. Parece, sin embargo, de repente, que los estudiantes se disponen a dar fin a la huelga, pero no sin haber pedido la destitución del gobernador de Barcelona.
Y es que, desde el gobierno civil, los estudiantes intentarán que sus acuerdos se hagan llegar a Madrid. Desde Madrid, sin embargo, la impresión de los propios estudiantes es que ha llegado la hora de poner fin a la movilización y cortar las protestas.
El Imparcial de 1 de diciembre da cuenta así de la reanudación de clases, de los acuerdos que están siendo tomados, y de cómo ciertos estudiantes han puesto en marcha unos “tribunales de honor” con el fin de juzgar los desmanes (algo que en el periódico se califica de “descortesía”) de acuerdo con el rector de Barcelona, anunciando que a la semana siguiente se celebraría un mitin.
Pero la censura, que ennegrece visiblemente en el diario los abundantes espacios que corresponden a artículos vetados, va a impedirnos conocer algo más. Ya solo se incluiría el simple aviso de que se había vuelto a clase en la Escuela Normal de Maestras y en la de Bellas Artes.
Parecía decidido, cercana ya la Navidad, que hasta enero no se abrirían los edificios principales de la universidad y, sobre todo, la facultad de Medicina. Aquellos habían sido días enteros de huelgas, de manifestaciones y denuncias y, al socaire de todo ello, de artículos y declaraciones de protesta contra la anciana escritora que se definió como causante de todo ese revuelo.
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Uno de los artículos publicados en contra, suscrito por el entonces joven estudiante de Derecho Ernesto Homs, colaborador del semanario Cataluña y escritor emergente, le dedicaba a Acuña –bajo el título “Los estudiantes y la Rosario”–, los mayores insultos y descalificaciones, quizá los más crueles y ofensivos vertidos contra ella: “Estaba por llamarla chula”, dice Homs, pero no…
La llamaré otra cosa… Una chulapa, sea de la condición que sea y sea en la fase de su vida que se quiera, puede ser muy bravía, pero, esencialmente es honrada, es noble. Una chulapa denuesta a quien la ofende, a quien la zahiere, a quien la desengaña, pero no hace extensiva su malquerencia a quienes son ajenos al suceso e inocentes de la ofensa que puede exasperarla, especialmente si de mujeres se trata, porque ante todo y sobre todo, es una devota de su sexo. Una chulapa, sea cual fuere la adversidad que la obceque, usa un lenguaje viril, contundente, pero nunca recurre al de aquellas que viven de la mancebía, bien como propietarias, bien como favoritas, bien como simples esclavas de prostíbulo.
Otra vez la disputa de la hombría…, acuciante. (…) ¿Cómo humillar entonces a una ofensora tan potente…?, y ¿cómo hacerlo de manera eficaz, consiguiendo el pretendido efecto de reparación de aquellas madres “heroínas”, como pensaba Homs que era la suya propia…? Más aún, ¿cómo quedar por encima de la mujer, vieja masona, que había osado infligir la ofensa…? Histérica, alcohólica, cretina, irresponsable, degenerada, hiena de putrefacciones, harpía laica, chantajista de sufragio universal, trapera de inmundicias…
Todo lo anterior y mucho más que podría añadirse fríamente que es para aludir a esa buscona de estercolero social. Lo hago con serenidad, con absoluta conciencia y consciencia, porque yo creo que todas las leyes de la caballerosidad se estrellan y deben estrellarse contra episodios como el presente, sobre todo cuando quien los ocasiona no puede considerarse como la mujer que debe siempre respetarse, sino contra la fiera de quien debemos en todo caso defendernos.
*Extractos de “El poder ambidiestro del lenguaje: género, injuria y sexualidad en ´La jarca de la universidad´, de Rosario de Acuña”, en E. Hernández Sandoica (ed.), Espacio público y espacio privado. Miradas desde el sexo y el género, Madrid, Abada, 2016, pp. 95-169.
ELENA HERNÁNDEZ SANDOICA, Catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige la revista Cuadernos de Historia Contemporánea (UCM)