En el contexto de una nueva fase de la globalización, asistimos a la consolidación de un paradigma económico que aspira a que se coma, se beba, se cultive o se nos cure de forma parecida por todas partes. Las grandes corporaciones imponen estándares de producción y de gestión de riesgos que los gobiernos sólo aciertan a enfrentar mediante prácticas regulatorias timoratas, improvisadas y, con frecuencia, demasiado permisivas. La conocida fábula del futuro, como fue calificada la impactante Silent Spring (1962) de Raquel Carson sobre los efectos devastadores del DDT en la salud humana y la vida salvaje, junto con la investigación abierta por el senador Daniel P. Moyniham sobre la proliferación de millones de secretos inútiles gestionados por el gobierno de Estados Unidos, suelen ser citados como dos momentos de inflexión en la deriva autoritaria que anidaba ya, dos décadas después del fin de la II Guerra Mundial, en los centros del poder político y económico Occidental. El derecho a saber nacía para ayudar a que nuestras democracias apostaran por una ciudadanía que, en la llamada sociedad del conocimiento, debía admitir la emergencia de un mundo más complejo donde los expertos ya no sabíamos si trabajaban al servicio del bien común o de intereses corporativos. Y siendo los expertos más que la solución de los problemas, una parte del problema era preciso que la ciudadanía se dotara de las herramientas necesarias para hacerse cargo de la nueva situación. El derecho a saber reclama prácticas menos paternalistas y más abiertas, y exige de los gobiernos que dejen de tratarnos como gente inmadura, caprichosa y manipulable. Y eso, sin duda, debe incluir una profunda y urgente reflexión sobre cómo adaptar nuestro sistema educativo a la llamada sociedad del riesgo. |