Un lugar para los estudiantes

«¿Qué pensaban en esos instantes los alumnos de las explicaciones que recibían? ¿Qué opinaban de la manera que enseñaba? ¿Me comprendían o solo, de manera mimética, trasladaban a sus hojas de notas lo que oían? ¿La manera pasiva con que se desarrollaban las clases era una forma adecuada para que realizasen un buen aprendizaje? ¿No habría otra manera menos simple de enseñar, incluso, menos primaria? Quizás el contenido de lo que enseñaba fuese más o menos aceptable, pero la manera en que lo hacía, ¿contribuía realmente a su educación como personas?»

FRANCISCO MICHAVILA


¿Contribuía realmente a su educación como personas?

Durante las clases, si no escribía en la pizarra y solo necesitaba de mi voz para la explicación, caminaba entre los pupitres. Mientras los estudiantes tomaban apresurados apuntes en los que recogían los razonamientos matemáticos que desarrollaba, o cuando no les proponía alguno de los diálogos que tanto me gustaban, los contemplaba con curiosidad, miraba sus rostros, con frecuencia tensos, y deseaba adentrarme en sus cerebros sometidos en aquellos instantes al esfuerzo de aprehender nuevos y abstractos conceptos matemáticos. Sus gestos mostraban concentración a la par que, de la mejor forma que eran capaces, transcribían parte de mis lecciones como apuntes destinados a su posterior estudio. Procuraba retener la mayoría de sus rostros y no pocos de sus nombres.

¿Qué pensaban en esos instantes los alumnos de las explicaciones que recibían? ¿Qué opinaban de la manera que enseñaba? ¿Me comprendían o solo, de manera mimética, trasladaban a sus hojas de notas lo que oían? ¿La manera pasiva con que se desarrollaban las clases era una forma adecuada para que realizasen un buen aprendizaje? ¿No habría otra manera menos simple de enseñar, incluso, menos primaria? Quizás el contenido de lo que enseñaba fuese más o menos aceptable, pero la manera en que lo hacía, ¿contribuía realmente a su educación como personas?

No todos tenían el mismo interés o la misma concentración, de eso no me cabía duda alguna, y me planteaba otra cuestión capital que condicionaba el desarrollo de las clases: ¿a qué alumnos debía adaptar el ritmo de la enseñanza que impartía? ¿A todos? ¿Solo a los que se mostraban más interesados y dedicaban más horas a su estudio?

miraba sus rostros, con frecuencia tensos, y deseaba adentrarme en sus cerebros sometidos en aquellos instantes al esfuerzo de aprehender nuevos y abstractos conceptos matemáticos

Las soluciones no podían ser únicas, iguales para todos los alumnos

En aquellos primeros cursos, para un profesor novato como era mi caso, los interrogantes eran muchos más que las respuestas. Sí que veía con claridad que no debía realizar planteamientos uniformes, ajenos a las diversas actitudes de los estudiantes. Las soluciones no podían ser únicas, iguales para todos los alumnos.

Ante mí tenía un conjunto de alumnos, diferentes en sus intereses y capacidades, que se disponían a seguir las explicaciones, era yo quien debía adaptarme a su diversidad y no al contrario. Si una parte de la clase, aunque fuese una minoría, quería saber o aprender más, no era justo que la sometiese a las preferencias, más modestas, de la mayoría. Más aún, ¿por qué no combatía la rutina y reaccionaba con imaginación ante la actitud resignada que mostraban muchos de los alumnos, que no era otra cosa que la muestra pasiva de una alicorta comodidad?

Atribuía, ya entonces, la culpa de esa actitud pasiva de los estudiantes al ambiente docente que existía, a la forma en que se establecían las relaciones entre los profesores y los alumnos, con excesivo distanciamiento entre ambos y con muy pocos proyectos educativos compartidos, más allá de la coincidencia de los profesores con sus alumnos en las aulas durante las clases del curso y la posterior realización de los exámenes.

En varias ocasiones, había escuchado el dicho de que una persona, si hubiese permanecido dormida durante cien años y despertase de repente, encontraría un mundo completamente diferente al suyo de una centuria atrás, todo le resultaría nuevo: los aviones, las telecomunicaciones, los ordenadores, el avance de la cirugía…, solo algo de entonces encontraría familiar, semejante a cómo existía antes de

quedarse dormida: la forma en que impartían la enseñanza los profesores y los exámenes que debían superar los alumnos. Exagerado el dicho, pero no demasiado cerrado.

¿por qué no combatía la rutina y reaccionaba con imaginación ante la actitud resignada que mostraban muchos de los alumnos, que no era otra cosa que la muestra pasiva de una alicorta comodidad?

¡Ah, los exámenes!

¡Ah, los exámenes! Todo giraba en torno a ellos. Los exámenes constituían, y aún sigue siendo así en la mayoría de los centros y los programas de estudios, el principal contacto entre alumnos y profesores. La relación fundamental entre ambos colectivos.

Al comienzo del curso, el mayor interés que tenían los estudiantes por sus nuevos profesores se centraba en conocer en qué consistirían los exámenes, si serían largos o cortos, su dificultad y su mayor o menor consonancia con los contenidos desarrollados en las clases, o si las preguntas se repetían de un año al siguiente y otras cuestiones del mismo estilo.

El encuentro esencial entre docentes y discentes tenía lugar el día del examen, un acto supremo donde el estudiante se jugaba el curso; el profesor se transformaba en juez y el estudiante se encomendaba principalmente a su memoria… y a su buena suerte, en cuanto a que hubiese dedicado mayor o menor tiempo a la preparación de los temas sobre los que debía responder, o a los problemas que se le planteaban. Estudio, sí; memoria, sí; pero, también, fortuna respecto a las preguntas o las cuestiones formuladas por el profesor. De ahí que fuese frecuente que los alumnos indagasen sobre la existencia de las llamadas quinielas, o sea, el listado de temas sobre los quecon más frecuencia solían versar los enunciados de las preguntas del profesor.

Obras Línea 3 de Metro. Madrid. AGHM.

El rol del estudiante

Los exámenes eran la pieza fundamental del puzle de la enseñanza que recibían los estudiantes, la clave de bóveda de cada asignatura. La forma en que se organizaban las clases o el método utilizado en la enseñanza tenían menor importancia. Si el profesor explicaba bien, mucho mejor, pero en el aula el rol de los alumnos era casi exclusivamente pasivo, limitado a la toma de apuntes y la petición ocasional de la repetición de algún concepto cuya explicación no hubiesen entendido con claridad, y poco más.

Desde el primer día que entré como profesor en el Aula Madariaga detestaba los exámenes. En pocos meses aprendí la lección de que no podía acometer en solitario los cambios educativos que ansiaba, pero no soportaba la sacralización de acto de examinar a los estudiantes. Las horas que todos los meses de junio y septiembre dedicaba a la vigilancia de los exámenes me resultaban aborrecibles y estériles. Tal como se planteaban entonces los exámenes no veía que aportasen nada a la formación del estudiante. La evaluación entendida como parte del proceso educativo, según las teorías desarrolladas posteriormente por diversos expertos en pedagogía, nada tenía que ver con los exámenes tradicionales.

La puesta en escena en un aula de los estudiantes sentados con una separación física grande entre ellos y los profesores vigilándolos permanentemente, durante horas, ante cualquier intento de copia entre los examinados, la consideraba como la negación del espíritu que debía subyacer en un proceso de aprendizaje. Un proyecto educativo común y compartido que debía basarse en la confianza mutua entre docentes y discentes. En ese contexto, el verbo “vigilar” tenía para mí un significado maldito, pues significaba una barrera interpuesta entre las dos partes inseparables del proceso educativo.

¡Ah, los exámenes! Todo giraba en torno a ellos. Los exámenes constituían, y aún sigue siendo así en la mayoría de los centros y los programas de estudios, el principal contacto entre alumnos y profesores. La relación fundamental entre ambos colectivos

Si examinar a los alumnos era la tarea principal que debía realizar como profesor, no quería serlo. No me gustaban los exámenes, no me gustaron antes, ni tampoco me han gustado después. En la búsqueda de métodos diferentes para evaluar a los estudiantes en función de sus trabajos a lo largo de los meses lectivos, sin que tengan que jugarse a una carta, a un todo o nada, su éxito académico en unas horas de un día al final del curso, he dedicado desde entonces bastantes energías con voluntad innovadora o, si se me permite, rupturista con la rancia tradición.

El principio básico de la evaluación, a mi juicio, debe ser muy simple: se ha de medir el trabajo bien hecho, debidamente guiado por el profesor, que realice el estudiante de manera continuada y no sometido a la ansiedad que provoca un examen que decide toda su suerte. Unos trabajos de carácter formativo que estén previstos en las actividades planificadas por los docentes de la asignatura desde el comienzo.


Esta entrada se corresponde con un fragmento del libro «Pasión por la educación» de Francisco Michavila, editorial Tecnos, 2023.

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