«Diseño, experimentación y bien común». Antonio Lafuente

En los primeros años del siglo XXI muchos descubrimos los blogs, o bitácoras, que así se llamaban, gracias al éxito del blog “Tecnocidanos” de Antonio Lafuente, pero además, su contenido nos enseñó a mirar a la ciencia y la tecnología como algo que nos incumbía, algo que trascendía a los científicos y los laboratorios, algo que era nuestro. 


Hoy la mirada de Lafuente es la que domina el debate público sobre ciencia y sociedad, y muchas de sus propuestas se han incorporado a la agenda política, como sucede con la ciencia ciudadana. Una pandemia, la constatación del cambio climático o la irrupción de una guerra cultural contra la modernidad han hecho evidente la urgente necesidad de revisar la relación entre el conocimiento y la sociedad.  

Su último libro “Itinerarios comunes”, bien podemos calificarlo como una provocación madura, sin escándalo. Némesis de los libros de autoayuda o dedicados a lavar nuestras conciencias, “Itinerarios comunes” es una invitación. Una propuesta, ni más ni menos, que a construir “la verdad entre todos”. Porque, como recoge el libro, “Todos tenemos derecho a nuestra propia opinión, pero no a nuestros propios hechos”. Una provocación para creer en el futuro y para crear convivialidad.

En su anterior obra “Slow U”, editada por el Tecnológico de Monterrey Lafuente ya nos hacía ver la necesidad de un nuevo pacto entre la Universidad y la sociedad. Un acuerdo, sin jerarquías ni paternalismos, olvidarnos del «todo para nosotros pero sin nosotros». Un pacto que permita eludir una realidad indeseada que se nos presenta como inevitable, así como elegir los desafíos para una humanidad que ha convertido el mundo en el espacio de experimentación.

Antonio Lafuente, en esta entrevista nos invita a buscar un mundo mejor posible, una nueva realidad en cuya construcción las instituciones de aprendizaje tienen un papel esencial a desarrollar.  

¿Cuál podría ser la relación entre la nueva institucionalidad que suponen los laboratorios ciudadanos y las universidades?

Un laboratorio ciudadano es un espacio de experimentación abierto a todo (cualquier asunto) y a todos (cualquier persona). Es interdisciplinar porque los problemas no se presentan por asignaturas, y es indisciplinar porque los problemas no solo incumben a los expertos sino también a los afectados.

Y cuando digo que afectan, no me refiero a una ciudadanía que puede ser receptora de efectos nocivos. La gente aquí, además de sufrir o ser paciente, es tratada como portadora de un conocimiento local, situado o experiencial que debe ser incorporado al diseño, tanto de los problemas como de las soluciones.

No será fácil porque en la academia se nos enseña a diagnosticar, pero poco o muy poco a escuchar. Además, también habitamos una larga tradición de prejuicios contra los saberes experienciales o tácitos (es decir, no codificados), siempre sospechosos de ser demasiado veleidosos, influenciables, mudables y arbitrarios.

Dicho esto, un laboratorio ciudadano puede ser un espacio seguro donde experimentemos con soluciones tentativas que, cuando estemos seguros de su pertinencia, podrían escalar. La Universidad, por otra parte, podría ser la institución capaz de abrirse a los problemas concretos que tiene la gente real. Los alumnos con frecuencia reciben una formación abstracta, distante y elitista.  En apariencia nada de lo que estudian tiene una relación directa con lo que ocurre en su entorno. 

Los médicos y los abogados, sin embargo, ya descubrieron la importancia de la enseñanza clínica (a pie de cama en el hospital o a pie de reo en el juzgado), ahora tenemos por delante el reto de generalizar estas prácticas educativas al conjunto de los estudiantes.

Los laboratorios ciudadanos entonces podrían hacerse cargo de los aprendizajes clínicos y/o experimentales que demanda nuestro mundo, facilitando un espacio seguro donde errar sea moneda corriente y donde tratar con los problemas cotidianos también sea normal.

Hablamos en definitiva de articular una relación clara de la Universidad con su entorno o, con otras palabras, de hacer más porosas sus fronteras. No se trata solo de hacerla más eficiente, sino también más abierta y empática.

en la academia se nos enseña a diagnosticar, pero poco o muy poco a escuchar

¿Algunas universidades en España e Iberoamérica están desarrollando ya esta propuesta?

No, creo que no. Hay ya muchas experiencias en curso, fragmentarias o episódicas. Muchos centros educativos reconocen la necesidad de trabajar por proyectos o retos, y eso implica trabajar de forma colaborativa, aceptar la necesidad de coordinar esfuerzos, sumar capacidades individuales y encontrar soluciones provisionales. En esos ensayos, el aula es sustituida por el taller, el profesor se convierte en facilitador y la biblioteca se transforma en un laboratorio. Todo esto también sucede en los laboratorios ciudadanos. Y aunque hay muchas similitudes, importan las diferencias. 

También podrían ser considerados antecedentes de los laboratorios ciudadanos algunos espacios ya consolidados en los ámbitos educativos, como los laboratorios de arte, los proyectos de investigación-acción, los maker spaces, los science shop, las conferencias de diseño o los living labs. En su conjunto, todas estas iniciativas, pese a las diferencias que las distinguen, también tienen en común que admiten la necesidad de trabajar colaborativamente, reclaman la urgencia por contactar con la ciudadanía y desafían las barreras disciplinares. 

Los laboratorios ciudadanos agregan a esas preocupaciones legítimas un compromiso manifiesto con el bien común y eso tiene implicaciones epistémicas y ontológicas. Epistémicas, porque son espacios donde se da mucha importancia a los procesos y no sólo a los resultados; ontológicas porque no solo se considera legítimo el conocimiento validado en los laboratorios, sino que también se aprecia, se fomenta y se incorpora el conocimiento tácito.

Los laboratorios ciudadanos son un lugar donde aprender a vivir juntos y funcionan como incubadoras de comunidades. 

Los laboratorios ciudadanos son un lugar donde aprender a vivir juntos y funcionan como incubadoras de comunidades

Las universidades van acumulando responsabilidades de cara a la sociedad; la formación de profesionales, la investigación, la cooperación, la extensión cultural, la innovación empresarial y ahora la innovación social. ¿No estamos sobrecargando a la institución de funciones?

Seguro que sí. Pero también podríamos habernos hecho la pregunta de otra manera.  Cuando nos referimos a las nociones de formación, investigación, cooperación, extensión o emprendimiento, quizás llegó la hora de volver a preguntarnos de qué formación o investigación estamos hablando. Y, en consecuencia, de encontrar nuevos equilibrios entre la llamada cultura de la excelencia y la que podríamos nombrar de la convivialidad.

Bruno Latour, quien acaba de dejarnos, lleva años explicándonos que la crisis climática es fruto de una guerra colonial, una guerra de los países hegemónicos contra los dependientes, del norte contra el sur, de los ricos contra los pobres. Y a poco que queramos escucharlo, tendremos que reimaginar la forma en la que estamos preparando a nuestros jóvenes para abordar semejantes desafíos.

La innovación tiene que ser social o, con otras palabras, tiene que hacerse cargo de las externalidades que provoca. La extensión, por otra parte, debería abandonar la actitud asistencialista que la ha caracterizado.

La cooperación también tiene que superar los imaginarios postcoloniales.  Y, en fin, todo indica que, tras la pandemia, tan conscientes de las guerras contra el virus como contra los combustibles fósiles, necesitamos repensar el ecosistema de la educación.

No se ha hablado mucho del asunto, pero durante la pandemia hubo una revuelta de los científicos que abandonaron las exigencias del peer review y optaron masivamente por el preprint y la ciencia abierta.

Todo parece indicar que se impuso una ciencia de guerra más proclive a considerar la ciencia como un bien común. Estos hechos, como también la controversia sobre si la propiedad intelectual era el instrumento jurídico más apropiado para tratar la necesidad de extender la vacunación a todos los países, están evocando la necesidad de pensar un nuevo pacto social por la ciencia sobre el que las Universidades tienen mucho que decir. 

MediaLab Prado Madrid

Hasta qué punto desvirtúa la organización tradicional de la Universidad la idea de la “justicia epistémica”, la incorporación en el espacio universitario de otros saberes?

A mí me gusta mucho el concepto de expertos en experiencia, un concepto que nació para describir a todas esas personas que saben mucho de su cuerpo, de su barrio o de su entorno.  No lo saben todo y quizás tampoco lo sepan explicar al gusto de quien los escuche.

Pero saben mucho y es un despilfarro cognitivo enorme desdeñar esos saberes experienciales. Y, en fin, todos somos expertos en algo: todos somos expertos en experiencia. Los expertos en experiencia somos todos nosotros.

Hablamos de injusticia epistémica cada vez que los saberes de alguien son despreciados en razón de su raza, su género, su religión, su clase, su orientación sexual o su etnia. Estamos poseídos por prejuicios que nos animan a desconfiar de la diferencia.

Al igual que podemos hablar de micromachismos, también podríamos hablar de microepistemicidios. En mi opinión, el desdén hacia los saberes ancestrales, tácitos, afectivos, locales y experienciales son una forma naturalizada de injusticia epistémica.

Es verdad que la organización tradicional de la Universidad, basada en una noción de ciencia heredada de la Ilustración, puede calificarse de epistémicamente injusta. Los ilustrados habitaban la convicción de que la ciencia era toda la crítica que necesitaba nuestro mundo, pues era capaz de disolver las controversias mediante experimentos cruciales.

Así las cosas, la academia se convirtió en un espacio demasiado cerrado y, con frecuencia, arrogante. Y aunque haya gentes de todas las disciplinas, ideologías, edades y sensibilidades, lo que la convierte en un espacio muy abierto, tolerante y dinámico, también es cierto que proliferan los beatos de los hechos, los comodones de la lección magistral, los   devotos del aprendizaje individual, los contrarios a la experimentación, los terraplanistas de la excelencia y los adictos al belcantismo retórico.

Lo más discutible, sin embargo, es que sigamos considerando la relación profesor-alumno como una relación dominada por el paradigma de la difusión-recepción de información. 

Hablamos de injusticia epistémica cada vez que los saberes de alguien son despreciados en razón de su raza, su género, su religión, su clase, su orientación sexual o su etnia

En su libro se defiende la propuesta de “la verdad entre todos”, En un mundo amenazado por la creación interesada de incertidumbres y en donde el negacionismo y la ignorancia institucional y estructural nos rodean. ¿Cuál sería el papel de la Universidad en la construcción de la verdad?

El mismo de siempre: dotar la sociedad de gentes preparadas para asumir los problemas de nuestro mundo proporcionándoles los saberes especializados. Un objetivo que, no obstante, se queda corto, pues hay problemas urgentes que desbordan las paredes del laboratorio, que tienen una naturaleza controvertida y que hay urgencia en abordar.

Para la forma en la que deben ser abordados estos problemas hemos inventado el concepto de ciencia postnormal: un modo de producción de conocimiento que reclama profesionales ambidestros, capaces de entender el valor de los hechos y, a la par, muy proclives a intervenir a favor de la convivialidad. 

La Universidad se comporta habitualmente como una institución construida sobre un pilar de apariencia sólida: todo lo que no son hechos, son opiniones. Y las opiniones no solo son discutibles, sino que deben ser segregadas en un régimen cuyas políticas públicas se basan en evidencias.

Tenemos, sin embargo, toneladas de literatura acreditada que argumenta que la separación entre hechos y opiniones no es inmediata, y que esa distancia entre el sujeto que investiga y el objeto investigado es una quimera peligrosa y una ilusión moderna.

La academia entonces debe asumir de una vez esta literatura y contribuir a que sus egresados entiendan que las decisiones importantes de las que formen parte deben ser objetivas y robustas; es decir, basadas en pruebas experimentales y, simultáneamente, sensibles a las necesidades de los concernidos. 

hay problemas urgentes que desbordan las paredes del laboratorio, que tienen una naturaleza controvertida y que hay urgencia en abordar

El texto al que usted se refiere fue escrito para tratar de responder a la cuestión de si la paz debía ser un bien común. Para mi esa conclusión solo es alcanzable si es construida entre todos y todas. Y eso obliga a crear las condiciones para, de un lado, evitar una paz desde arriba (canónica, oficial e impuesta) y, del otro, habilitar mecanismos que favorezcan una paz construida desde abajo (plural, experimental y fragmentaria). 

La prisa está destruyendo las esencias de la Universidad, ¿cómo ralentizamos los tiempos de aprendizaje, de estudio y de investigación? 

Introduciendo las prácticas de escucha. Muchas veces se nos ha dicho que para entender algo hay que atreverse a cambiarlo. Y quienes lo recomiendan, creo que tienen razón.

Con esa inspiración me atrevo a recomendar una especie de cacharreo ético que nos sirva para incorporar nuevos puntos de vista y distintas sensibilidades, pues antes de buscar soluciones deberíamos estar seguros de que hemos entendido el problema, no sea que busquemos soluciones para problemas que no tienen nadie o, mucho peor, que encontremos soluciones que ocasionan más problemas de los que queríamos solucionar. Y que, en fin, para solucionar un problema, hemos de hacernos cargo de sus externalidades. 

Nuestra forma de conceptualizar o categorizar lo que (nos) pasa no tiene nada de inocente. Con frecuencia nombramos los problemas con palabras que no nos representan a todos por igual y que, en consecuencia, excluyen a segmentos importantes de la población. Las mujeres, los negros y las personas con discapacidad, entre otros colectivos mencionables, lo saben por experiencia. Hay que ser muy cuidadoso con nuestros diagnósticos. 

Disponemos de abundantes herramientas de observación y quienes estudian salen de sus carreras sabiendo cómo usarlas.  Pero poco o nada se les enseña sobre cómo dejarnos afectar por todos esos actores, humanos y no humanos, que están en nuestro entorno y que cuando no los escuchamos son invisibilizados, ninguneados o disfuncionalizados.

Con frecuencia nombramos los problemas con palabras que no nos representan a todos por igual y que, en consecuencia, excluyen a segmentos importantes de la población

Ralentizar entonces exige dos movimientos: uno orientado al cacharreo con cosas para transitar hacia la cultura del prototipado y, el otro, al cacharreo con valores para transitar hacia la cultura del procomún.

Hablemos un poco más de la cultura del prototipado. ¿A qué se refiere exactamente y cómo puede contribuir a mejorar la Universidad?

En la Universidad se considera que los grupos de trabajo son más eficientes cuando son muy homogéneos. Lo normal es que en los llamados seminarios académicos toda la asistencia maneje los mismos conceptos o referencias y asiste a los mismos congresos o lee las mismas revistas.

En la vida real, como ya se ha dicho, los problemas no se presentan por departamentos y eso hace que, como ocurre en las crisis en empresas o en los movimientos sociales, se formen grupos de trabajo muy heterogéneos, donde se mezclan edades, ideologías, intereses, culturas o clases. La heterogeneidad entonces es el caldo de cultivo donde emerge el conocimiento.

Y así es como surge la cultura del prototipado: un repertorio de herramientas creado para trabajar en condiciones extremas, allí donde los conflictos no solo son inevitables, sino que son saludados como un activo primordial. La heterogeneidad de actores produce fricciones que hacen precario el contexto de trabajo.

Una precariedad que no es sobrevenida, sino buscada, porque las soluciones que se necesitan deben ser robustas o, con otras palabras, capaces de incorporar la diferencia, la diversidad y la pluralidad que somos. La cultura del prototipado es una forma de superar la hegemonía de los expertos. No es que sobren esos saberes especializados, sino que no basta con ellos. Necesitamos nuevos actores. 

La cultura del prototipado horizontaliza a los participantes: los convierte en pares, pues todos portan una inteligencia de la situación que debe formar parte del ensamblaje final. La cultura del prototipado entonces es mostrenca, híbrida y situada.

Sus producciones no son puras ni nítidas, sino más bien mestizas, filibusteras y estraperlistas. Prototipar es construir con lo que se tiene a mano, sumando las capacidades convocadas y activando la inteligencia colectiva. Todo ello no surge de forma espontánea, sino que debe ser facilitado.

La cultura del prototipado es una forma de superar la hegemonía de los expertos. No es que sobren esos saberes especializados, sino que no basta con ellos. Necesitamos nuevos actores

No debe ser confundida con el design thinking. Las herramientas se parecen y el lenguaje tiende a confundirse. En la cultura del prototipado se inauguran procesos entre todos y nunca se resuelven por votación. Las propuestas siempre representan a todos los participantes por igual.

No es fácil, pues quienes están acostumbrados a disfrutar de los privilegios asociados con la educación de élite, se sienten selectos. Y así, trabajar en condiciones de mucha heterogeneidad implica crear espacios radicales de experimentación.

Hablamos de lugares y momentos donde nos imponemos la responsabilidad de hacernos cargo de la situación de forma colaborativa, abierta y afectiva. Y eso implica experimentar con lenguajes, protocolos y valores.   

Se refirió también al cacharreo con valores para aprender a transitar hacia lo común.  ¿Puede explicar algo más este movimiento?

Si antes invité a caminar hacia la cultura del prototipado, ahora me intereso más por la cultura del común. Ya he tocado este asunto en las anteriores respuestas, pero ahora me gustaría hacerlo con más calma. A mí me gusta hablar de lo común como lo que hacemos entre todos. Y eso plantea el problema de cómo, quién y dónde se define ese nosotros que se propone hacer algo que sea convivial, además de eficiente, adaptado y tentativo.

Lo voy a explicar de la mano de Elinor Ostron, premio Nobel de economía en 2009, una mujer que dedicó su vida a combatir las muy coocidas conclusiones de G. Harding sobre el destino trágico de los bienes comunes. No voy a entrar en los detalles de esta controversia. Me basta con mencionar la conclusión principal a la que llega Ostrom tras estudiar bienes comunes de muchas épocas, distintos continentes y diferentes ámbitos de actividad, desde las comunidades campesinas a las digitales. 

Para Ostrom los bienes comunes, los commons, no son una reliquia del pasado, sino que están de plena actualidad. Los que fracasan, lo hacen por estar mal gestionados. Así, defender los bienes comunes (generalmente rodeados de modos de producción hostiles, como los imperios, las mafias o las grandes corporaciones), reclama mucha inteligencia.

Exige tomar decisiones acertadas, lo que es tanto como decir que hay que manejar mucha información contrastada, actualizada y situada. Hay que crear espacios de gobernanza donde se discuta, se legitime y se decida, según prioridades, capacidades u oportunidades. Y, con frecuencia hay que hacerlo rápido y ser estratégicos, aminorando costes, riesgos y amenazas.

Hay que procesar mucha información con procedimientos acreditados, pues de otra manera el bien común se desvanece. Y todo eso es justamente lo que se hace en un laboratorio: experimentar con lo desconocido para extraer conclusiones que autoricen la toma de decisiones. Un bien común entonces es un laboratorio ciudadano. 

La Nave Madrid

Las plataformas se apoderan de nuestras vidas como artefactos extractores de los datos que generamos para convertirnos en negocio. Señala en su libro que el próximo ámbito de plataformización son las aulas. ¿Podremos evitarlo? 

Si algo aprendimos en la pandemia es que el aprendizaje se hace con otras personas. Así que tendremos que encontrar el modo de que, aunque la información se emita de forma unidireccional y estandarizada, sea recibida por grupos pequeños que aprenden colaborativamente. Siempre que pongamos el énfasis en el momento de la recepción, en el trabajo que deben hacer y debemos acompañar quienes están aprendiendo en grupo, será difícil plaformizar la educación. Lo artesanal, lo experimental, lo situado o lo afectivo no son prácticas codificables. 

Podemos dar clase a distancia, dar tutorías a distancia y hacer exámenes a distancia. Ya sabemos cómo automatizar la función profesoral. La noción profesor-a-distancia ha sido eficazmente codificada. La más difícil está en el otro lado de la educación. Mientras los profesores se han sentido aliviados y hasta han podido escribir más papers, los alumnos se han sentido abandonados y deprimidos. ¿Podremos evitarlo? Puede que sí, pero la pregunta quizás sea otra: ¿Queremos evitarlo? 

Durante la pandemia todas las instituciones tuvieron que comportarse como plataformas. Y seguramente tenemos todavía mucho que aprender de esa experiencia. Para mí la clave no está en cómo se pasa la información, sino en cómo puede ser recibida. Nada nos obliga a exigir que el momento de recepción sea el mismo para todos los alumnos. Tampoco es imprescindible que la calidad de la recepción sea evaluada por los profesionales que hicieron la emisión. 

La Universidad entendida como una comunidad de profesores que dan clase, cumplen los horarios, escriben artículos y hacer exámenes, está lista para plataformizarse ya

La Universidad entendida como un negocio apostará por plaformizarse tanto como pueda. La Universidad entendida como una comunidad de profesores que dan clase, cumplen los horarios, escriben artículos y hacer exámenes, está lista para plataformizarse ya. 

¿Qué lugar puede ocupar en la Universidad la cultura de la experimentación?

No será fácil que se renuncie al confort del libro de texto y la clase magistral. Las aulas deben ser imaginadas como un espacio de producción. La arquitectura debe cambiar drásticamente para apostar por espacios plásticos, configurables y modulares.

Los profesores dejarían de ser quienes hacen lo que sea mientras lo demás miran (y puede que escuchen), para convertirse en entrenadores, facilitadores o mediadores, pues el partido lo juegan los alumnos.

Tampoco tiene mucho sentido que la vida universitaria se organice por facultades o departamentos. Su estructura reclama ensamblajes más complejos donde la interdisciplinariedad (y, por tanto, el trabajo en equipo), no debería ser una frecuente apelación retórica sino una práctica ordinaria. Todo entonces tiene que ser más híbrido, más autoorganizado y más tentativo. Y para que todo parezca informal, desburocratizado y espontáneo se necesita una ingente capacidad de gestión, otra cosa de la que andan escasas nuestras instituciones.

A mí me gusta imaginar esos cambios como procesos que se inician en pequeñito, en espacios libres de riesgo y de bajo coste y que, cuando estamos seguros de que funcionan, pueden escalar. La cultura de la experimentación debería ser la cultura universitaria por antonomasia. Si la academia tiene algo de admirable, es que tiene tiempo.

Quizás sea el único espacio de producción donde todavía la gente que la habita valora los momentos para conversar con los colegas, compartir valoraciones de datos, intercambiar puntos de vista o corregir el trabajo de compañeros.

La academia sigue siendo un espacio consagrado a la cultura oral. Los gestores de la ciencia quieren convertirlo en un espacio valorado por lo que se escribe. Quieren que sea un lugar dedicado a la cultura literaria. Se equivocan y tenemos que ayudarles a corregir esa deriva hacia ninguna parte. El tiempo en la academia es un bien todavía abundante. Tenemos que defenderlo como una de sus principales señas de identidad. 

La academia sigue siendo un espacio consagrado a la cultura oral. Los gestores de la ciencia quieren convertirlo en un espacio valorado por lo que se escribe. Quieren que sea un lugar dedicado a la cultura literaria. Se equivocan y tenemos que ayudarles a corregir esa deriva hacia ninguna parte

La academia tiene tiempo. Cabe en la academia todavía el cuidado de los momentos experimentación, de las situaciones experimentales.  Tenemos que imaginar espacios donde quepan las preguntas inverisímiles, impropias, imposibles o inauditas,

Los espacios de experimentación son momentos donde ninguno de los participantes conoce la respuesta y, con frecuencia, tampoco la pregunta. Tenemos que producir conocimiento nuevo y eso solo se construye experimentando. Y, claro, no experimentamos para producir papers sino para encontrar soluciones para los problemas que habitamos. Algunos problemas serán enrevesados, llevarán tiempo y consumirán recursos. 

El desafío no es producir un artículo de impacto, sino granularizar el problema para que cada equipo se ocupe de uno de los fragmentos y así reducir los plazos, minimizar los costes y disolver la dificultad.  Y cuando llegue la hora de documentar, nos ocuparemos de cuál es la mejor manera de describir lo que hicimos y a través de qué canales compartirlo.

En fin, la cultura de la experimentación debería ser el modo de vida imperante en los espacios universitarios, ya sea que estemos hablando de formación, extensión o investigación, ya sea que hablemos de gestión, evaluación o innovación.

La idea de la excelencia simbolizada en la Universidad de Harvard ha ocupado el lugar preeminente en el discurso universitario en las últimas décadas. ¿Cómo convive la excelencia con la idea de los cuidados?

Muy mal. Yo veo la excelencia como un concepto atroz y despreciable. Ninguna idea ha sido más destructiva que esa manía por premiar a los preparados, reconocer a los listos y laurear a los inteligentes. La crítica a la cultura de la excelencia se ha hecho desde muchos puntos de vista y sería imposible resumirla. Me gustaría, no obstante, comenzar diciendo algo obvio, pues no defiendo que debamos admirar a los vagos, los egoístas y los herederos. 

Quienes discuten la cultura de la excelencia cuestionan los criterios que se usan para diferenciar a los que valen, critican la competición que promueve, discuten la nueva forma de dar órdenes que impera en las organizaciones y lamentan la naturalización del bulling como práctica institucional.

La cultura de la excelencia está orientada a la promoción de los mejores y a la creación de las condiciones para que se reproduzcan. La cultura de los cuidados, por el contrario, se interesa por hacer lo necesario para combatir las desigualdades y encontrar inteligencia en todos los puntos de vista basados en la experiencia vivida.

Para que haya un excelente tiene que haber miles de “tontos”. La cultura de la excelencia se entusiasma con lo extraordinario, lo exquisito y lo portentoso, la cultura de los cuidados se reclama donde hay asimetrías, injusticias o desequilibrios. La excelencia se mide con herramientas como el coeficiente de inteligencia, el índice de impacto o el libro Guinness; los cuidados se diluyen en lo irrelevante, lo psicologizado y lo privado. 

La cultura de la excelencia se entusiasma con lo extraordinario, lo exquisito y lo portentoso, la cultura de los cuidados se reclama donde hay asimetrías, injusticias o desequilibrios

Pero también hay muchos cuidados en todas esas infraestructuras que garantizan nuestros derechos a la salud, la educación o la privacidad. Hacen falta muchas vidas, muchos recursos y mucha inteligencia para que las cosas funcionen y la vida sea posible. Podemos entonces entender la cultura de los cuidados como la que hace posible que nuestros derechos como ciudadanos sobrevivan a través de esas infraestructuras públicas.

La cultura de los cuidados es una cultura para todos y, en la mayoría de los casos, también es una cultura entre todos. La cultura de los cuidados solo sobrevive entre los defensores de la excelencia en la forma de prácticas psicologizadas, individuales y privadas, más como terapia que como metodología. Pero cuando hablamos de asuntos públicos y de derechos humanos, lo normal es que estén enfrentadas.

Cuando hablo de estas cosas en entornos académicos suelo preguntar a quienes asisten al evento que levanten la mano quien haya necesitado alguna vez en su vida a una persona excelente. La gente se muestra sorprendida y agradecida, pues descubren que, en efecto, nunca nadie lo había necesitado.  Cuando a alguien se le rompe un coche, un diente o una relación busca a un profesional competente, honesto y empático.

A nadie se le ocurre preguntar por el mejor y, menos aún, por el que tenga más publicaciones de impacto. Nunca necesitamos a un excelente, nos basta con alguien competente. Una Universidad basada en la excelencia puede ser una institución que entroniza la competición, desdeña las desigualdades y promueve el individualismo. Justo lo contario de lo que debería ser y necesitamos. 

La irrelevancia de la Universidad no vendrá de su incapacidad para absorber los nuevos saberes, sino de su indiferencia creciente hacia los bienes comunes

Cómo historiador ha tenido ocasión de estudiar en los siglos XVII y XVIII como la Universidad llegó a ser una institución prácticamente irrelevante ¿Si la Universidad no se transforma puede volver a una travesía del desierto semejante? 

Irrelevante es una palabra muy fuerte. Quizás haya otras que reflejen mejor su tránsito hacia la pérdida de preponderancia. Pero es verdad que la lenta formación de eso que llamamos el estado moderno y sus burocracias, civiles y militares, planteó demandas de saberes que estaban prácticamente excluidos de la Universidad.

En todos los países coloniales emergieron las academias en el siglo XVIII y, ya en el siglo XIX, las sociedades científicas y los cuerpos de ingenieros. En todos los casos, se renunció a la reforma de la Universidades y se apostó por la financiación de otros modelos de organización más abiertos, más experimentales y más internacionales.

La irrelevancia de la Universidad no vendrá de su incapacidad para absorber los nuevos saberes, sino de su indiferencia creciente hacia los bienes comunes. Si la Ilustración puede caracterizarse como una gran movilización para acorralar a la Iglesia y a la gran nobleza en defensa de prácticas políticas, económicas y culturales más igualitarias, ahora estaríamos a la expectativa de una Segunda Ilustración cuya principal tarea sería cuestionar y disminuir el enorme poder de las grandes corporaciones.

La Universidad debería dejar de imaginarse como una institución que suministra expertos a las corporaciones industriales para que puedan continuar compitiendo por el dominio de los mercados. La Universidad podría pensarse a sí misma como una institución capaz de presentar resistencia y de ponerse al servicio del bien común.


Alfonso González Hermoso de Mendoza

Espacios de Educación Superior está dirigido a poner en contacto a las personas e instituciones interesadas en la sociedad del aprendizaje en Iberoamérica y España.