Lo que sirvió para hace veinte o treinta años no sirve para nuestros días, con la circunstancia agravante de que las sucesivas reformas universitarias posteriores a la LRU obedecieron, en mi opinión, más a coyunturas políticas que a una auténtica visión de futuro
CARLOS MAYOR OREJA
Mi primer contacto con la universidad se produjo en octubre de 1979 cuando entré en el aula de la Facultad de derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Estábamos más de doscientos en cada aula, muchos proveníamos de fuera de Madrid, y entonces no podía imaginar que buena parte de mi vida profesional la iba a dedicar a la gestión universitaria. Sin embargo, mi vida docente fue corta, apenas ocho años como profesor de derecho civil, sin carrera propiamente académica ni investigadora que quiero advertir para que el lector comprenda el limitado valor de mis palabras.
En el setenta y nueve, como estudiante, no sólo me encontré con una universidad bastante masificada (entonces no era consciente) pero a la que no todo el mundo podía acudir, en turnos de mañana y tarde, con profesores extraordinarios y con algunos alumnos que con el tiempo iban a convertirse en brillantes profesionales del derecho.
Todavía quedaban coletazos del régimen anterior y, al menos en dos ocasiones, tuvimos que salir corriendo de las aulas porque los extremistas de un lado habían entrado en la Facultad para atacar a los extremistas del otro. Recuerdo la cara de terror de un compañero al escuchar un disparo que, viniendo como yo venía de San Sebastián identifiqué equivocadamente como una pelota de goma lanzada por la policía.
En aquellos años de estudiante escuché por primera vez el término autonomía universitaria, pero terminé la carrera sin que me hubiera importado especialmente nada que tuviera que ver con la marcha de la universidad, ni siquiera creo que supiera el nombre del Rector ni mucho menos si había sido elegido por el Gobierno o por la comunidad universitaria. Se trataba de don Ángel Vian Ortuño y había sido el primero en ser elegido democráticamente.
El sistema universitario que yo encontré en aquellos primeros años de nuestra democracia contaba con muchas menos universidades que en la actualidad, sin universidades privadas a excepción de las de la Iglesia Católica, con menos universitarios, con escasa presencia de mujeres en las enseñanzas técnicas (no así en las llamadas de letras), con un alumnado más acostumbrado al estudio y a la concentración y con un plantel de profesores de mucho prestigio. En alguna medida una universidad de élites a la que no todos podían aspirar, por muy concurridas que estuvieran nuestras aulas de la Facultad de derecho.
Todavía seguía yo de estudiante de derecho cuando en el ochenta y tres se aprobó la Ley de Reforma Universitaria que marcó muy claramente el rumbo y el objetivo a alcanzar: la autonomía universitaria al servicio de la democracia; se trataba de adecuar las universidades heredadas del régimen anterior a la Constitución. Pero a mí todo aquello me resultaba lejano, centrado como estaba en terminar mi carrera con las mejores calificaciones posibles.
Unos años después, me incorporé como técnico a la Universidad Complutense y empecé a entender lo que significaba realmente la autonomía universitaria y el proceder democrático de sus instituciones. Era entonces Rector Gustavo Villapalos Salas, que había sido mi profesor de historia del derecho en primero de carrera y que dirigía la institución con la misma brillantez que había tenido como docente. El Rector Villapalos no solo sabía moverse con habilidad y maestría en el complejo mundo de la autogestión universitaria, sino que lograba adelantarse a los acontecimientos empeñado en hacer de la Complutense una universidad de vanguardia.
Con ese objetivo supo rodearse de los mejores, catedráticos de referencia en sus disciplinas, de todas las tendencias, que supieron acompañarle en esa difícil tarea. Gustavo Villapalos no solo se limitaba a seguir el aire marcado por la LRU, sino que anticipaba su dirección. Todavía me pregunto cómo fue capaz un rector de alcanzar tales éxitos sujeto a las exigencias de sindicatos, asociaciones estudiantiles, personal de administración y servicios y sectores del profesorado, cuyos apoyos había tenido que recabar para ser elegido.
La Complutense en aquellos años no conocía de complejos provincianos por lo que no dudó en apoyar iniciativas que terminaron desembocando en universidades privadas que han venido a fortalecer el sistema universitario madrileño. Se multiplicaron los contactos con universidades extranjeras, las estancias de nuestros estudiantes fuera de España también y por primera vez la prensa recogía noticias universitarias que nada tenían que ver con protestas y reivindicaciones sino con cultura, docencia e investigación. Los cursos de verano atrajeron a insignes personalidades de la cultura, la ciencia y la política; El Escorial se había convertido en visita obligada para todo el que tuviera algo importante que contar.
Los centros de investigación universitaria, los institutos universitarios florecieron al servicio de la cultura y la investigación, como nunca lo habían hecho hasta entonces. Allí aprendí a tratar a reputados investigadores, con tantos conocimientos como con una capacidad infinita para cazar aire, que es la forma que desde entonces empleo para referirme al tiempo que la vanidad hace perder a muchas eminencias. Pero el resultado fue excelente y una buena fórmula para apartar de los departamentos a reputados académicos que complicaban tontamente su gestión.
El azar quiso que unos años más tarde me correspondiera dirigir la Consejería de Educación del Gobierno de la Comunidad de Madrid, tarea no fácil, máxime cuando me correspondía suceder a quien había sido mi profesor de historia del derecho y mi Rector. Durante aquellos años pude poner en práctica todo lo que había aprendido del complejo mundo de la gestión universitaria, pero la universidad madrileña estaba cambiando; no era la misma que había conocido en los noventa como letrado de la Universidad Complutense, las necesidades eran otras y la forma de hacer frente a los problemas también eran diferentes.
La Declaración de Bolonia había traído un cambio de enfoque, la necesidad de adaptar los planes de estudios de las universidades y una manera diferente de plantear la enseñanza. No se trataba tanto de almacenar conocimientos como de adquirir la capacitación para encontrarlos y saber analizar la información. Estábamos estrenando el siglo, todos querían estudiar en la universidad, las universidades públicas compartían espacio con las privadas y el tipo de estudiante no solo era diferente, sino que se estaba convirtiendo en elemento para definir cada universidad.
Cada vez más centros ajenos a la universidad se dedicaban a la investigación por lo que los programas que la Comunidad de Madrid destinaba a apoyarla debía tenerlos en cuenta. La realidad virtual empezaba a formar parte del aprendizaje sin que fuéramos capaces de advertir el impacto que iba a tener para nuestras universidades en el futuro.
El panorama universitario había cambiado, unas empezaban a entrar en competencia con otras, la universidad se había convertido en el destino natural para casi todos los estudiantes que habían terminado el bachillerato y lo que en su origen estaba reservado para una cierta élite se había convertido en un fenómeno de masas. En aquellos años vi por primera vez que una prestigiosa universidad pública madrileña anunciaba su oferta educativa en la prensa, hasta creo recordar que se definía como “la más privada de las públicas”. Ciertamente las cosas estaban cambiando.
Coincidió mi incorporación a la Consejería de Educación con la renovación de los planes plurianuales de las universidades madrileñas y la implantación del Plan Bolonia. El Espacio Europeo de Educación Superior no sólo abría nuestras universidades a todos los estudiantes europeos sino también el mercado laboral europeo para los recién egresados. El Director General de Universidades implantó una manera diferente de trabajar con las universidades articulando mesas de trabajo no solo con el objetivo de elaborar la planificación plurianual, sino también con el de buscar el elemento diferencial que a cada una de ellas le confería valor fuera de nuestras fronteras.
La iniciativa funcionó, pero nuestra salida de la Consejería de Educación la dejó en terreno muerto. Salvo para abrir el Real Colegio Complutense en Harvard a todas las universidades de Madrid no creo que la iniciativa tuviera otros logros, pero sirvió para demostrar que la Consejería de Educación, además de dotar de fondos, estaba llamada a liderar el sistema universitario madrileño. No se trataba de imponer ni de interferir, mucho menos de invadir la autonomía universitaria, pero sí de acompañar, de cooperar para establecer el elemento diferencial que las hiciera más atractivas. Cuanta mayor fortaleza tenga el conjunto mayor atractivo tendrá para todas y cada una de las universidades que lo conforman.
Las universidades públicas son administración pública, pero algo más también, lo que se traduce en que a las dificultades de toda gestión pública se añadan otras que la complican mucho más. A mi favor estaba que eran buenos años para el presupuesto, que es lo que necesitaban nuestros dirigentes universitarios, eso y que no les diéramos mucho la lata.
Tuve suerte de coincidir con estupendos rectores, pero pronto advertí que no era lo mismo trabajar con los que se sentían más libres para tomar decisiones que con aquellos que estaban más condicionados por quienes les habían elegido. Fue entonces, y no antes, cuando me convencí que era un disparate que los rectores de las públicas fueran elegidos por aquellos a quienes tenían que dirigir. Un lastre que nadie es capaz de eliminar.
Después de mi experiencia en la Consejería de Educación me esperaba otra bien distinta en el ámbito de las universidades privadas. El enfoque era otro, la cuenta de resultados mandaba, pero a su favor las decisiones se tomaban con agilidad y se podía girar el timón cuando era preciso. Me ayudó a entender cómo se veían las cosas desde el otro lado y el miedo reverencial con el que se miraba a la administración educativa.
En aquellos años tuve la sensación de que el ritmo de los cambios se aceleraba, cada vez las privadas iban ganando espacio, se miraban unas a otras para encontrar un nuevo nicho de mercado, las universidades online empezaban a abrirse camino y hasta los fondos de inversión veían en la actividad universitaria un potencial indiscutible.
Mientras todo esto estaba pasando, la mayoría de las públicas seguían a su ritmo, mantenían sus formas de gobernanza de siempre, bajaban las inversiones públicas, se abría la brecha de calidad entre ellas mismas y los mejores estudiantes cambiaban sus preferencias. Pero el discurso de la pública no cambiaba y mantenía su mirada hacia el mundo de las privadas con aire de indiferencia. La solución no estaba en bajar las tarifas ni siquiera en aumentar las inversiones públicas, se necesitaba un cambio de cultura, un cambio profundo. Pero ¿quién se atrevía a hacerlo? o lo que es más triste ¿se podrá hacer algún día? Por lo que estamos viendo recientemente nada de eso es posible, al menos por el momento.
Lo que sirvió para hace veinte o treinta años no sirve para nuestros días, con la circunstancia agravante de que las sucesivas reformas universitarias posteriores a la LRU obedecieron, en mi opinión, más a coyunturas políticas que a una auténtica visión de futuro.
Pese a la resistencia a los cambios, los desconciertos y las precipitaciones, la universidad pública ha continuado cumpliendo su función formativa con dignidad y de forma sobresaliente su labor investigadora, gracias, sobre todo, a sus excelentes docentes e investigadores. Cuestión diferente es si con otros planteamientos se podría atraer más talento.
La endogamia en la selección del profesorado, las dificultades para incorporar personal cualificado de otras instituciones o universidades ajenas a la propia, los concursos de profesores con candidato único, se comprenden si se conoce la universidad, pero no ayudan a mejorar. Nada nuevo que no sepamos todos.
Mucho antes de que llegara la pandemia nuestros estudiantes venían siendo usuarios de la formación online, las universidades online no eran ya una novedad y sin embargo las universidades tradicionales han tenido que hacer un esfuerzo ímprobo en muy poco tiempo para implantar su uso. La modalidad online formaba ya parte del aprendizaje personal, los estudiantes acudían a ella para completar conocimientos, las universidades corporativas llevaban años con la formación dual, pero algunas importantes universidades parecían no saberlo ¿No veían por dónde soplaba el aire?
Pero si algo ha cambiado en nuestros días ha sido lo que los estudiantes aportan como elemento diferenciador entre las universidades. Estamos satisfechos por haber conseguido que casi todos tengan acceso a la universidad pública, nos orgullece que se haya materializado el principio de igualdad, que hace años era un mero afán, lo que nos ha llevado a tener una universidad de masas. Pero guste o no, ayer y hoy, toda sociedad avanza por sus élites.
La consecuencia es que no es suficiente tener estudios universitarios, no todos los universitarios son iguales, nunca lo han sido, pero tampoco todas las universidades son lo mismo por mucho que impartan las mismas enseñanzas. El nivel de los estudiantes, el tipo de estudiante, se ha convertido más que nunca en uno de los aspectos más importantes para definir a cada universidad. Las grandes empresas, los despachos de abogados de referencia, valoran cada vez más la universidad de procedencia de la persona que van a contratar; buscan lo mejor sin entrar en otras consideraciones.
La sociedad es implacable y discrimina, persigue la élite y la encuentra en el complejo entramado universitario, en la universidad de masas. Al empleador le importa poco si el estudiante proviene de la pública o de la privada, quiere lo que mejor responde a sus necesidades. La paradoja no es que existan estudiantes de élite, que siempre han existido, sino que tal condición la obtengan por la pertenencia a una universidad de élite.
Tenemos una universidad de masas, pero con universidades de élite, muchas de ellas de carácter privado. Hemos logrado tener una universidad al alcance de todos, una universidad de masas, pero nunca hasta la fecha la discriminación económica por la pertenencia a una universidad de pago ha tenido más impacto social. El hecho de que también algunas universidades públicas formen parte del club de la excelencia a la que acuden las empresas y los despachos en busca de los mejores pone de relieve hasta qué punto lo que define a unas y otras no es solo su condición de públicas o privadas sino la excelencia del alumnado.
Me pregunto si todas las universidades públicas tienen los resortes necesarios para competir en igualdad de condiciones ante lo que el propio mercado impone como necesidad. No hablo de financiación, que siempre resulta insuficiente, me refiero a otros aspectos que son necesarios cambiar para competir con quiénes tienen la capacidad de responder con rapidez y eficiencia a los nuevos desafíos.
Creo en la libertad de educación y en la existencia de las universidades privadas de un signo y de otro, pero también que nuestras públicas deben continuar siendo el referente por excelencia y que para ello la prestación del servicio público educativo exige que las administraciones con competencias educativas no solo realicen funciones de reconocimiento e inspección, sino que definan el sistema universitario que quieren para el territorio. Las universidades son elemento fundamental para el desarrollo regional y las autoridades deben ejercer su competencia con respeto a la autonomía universitaria, pero marcando un camino.
En la Comunidad de Madrid la tarea es particularmente difícil por la coexistencia no solo de las tradicionales universidades públicas y de las privadas sino por la presencia de universidades extranjeras y de los campus de universidades de otras comunidades autónomas.
Madrid se ha convertido en el espacio universitario más completo y atractivo de España, en el mayor generador de conocimiento y riqueza, con la mayor presencia de estudiantes provenientes de otros países y corresponde al Gobierno de la Comunidad de Madrid marcar los objetivos. En suma, el Gobierno de Madrid lidera el espacio educativo universitario regional.
Liderar nada tiene que ver con intervenir, limitar la autonomía ni mucho menos buscar la homogeneidad. Muy al contrario, debe encontrar en lo diverso el instrumento para que el conjunto avance y la región se beneficie, ayudando a conformar un espacio universitario que esté a la altura de las mejores universidades del mundo.
Un reto para Madrid.
CARLOS MAYOR OREJA
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